miércoles, 25 de noviembre de 2015

Se acabó ese juego que te hacía feliz



"La causa real y determinante que ha hecho perder el poder a los hombres ha sido siempre el haber llegado a ser indignos de ejercerlo."
Alexis de Tocqueville.

Hay palabras que simbolizan más de lo que luego representan. Existen términos que creemos utilizar en su máxima expresión y solo queremos quedar bien al pronunciarlos. Infinidad de vocablos pasean por nuestro discurso, sin saber su verdadero concepto.  Conocemos voces que las sociedades pregonan como ideales y apenas les da el cuero representar.  La palabra “democracia” está en boca de todos, pero no en todas nuestras actitudes. Casi siempre consideramos que los demócratas son los nuestros, y los otros, son los que la bastardean, condicionan, peligran o denigran. Demócrata quiere ser aquel que lo grita a los cuatro vientos, y suele ser el que lo practica sin gritarlo ni anunciarlo, aceptando las normales vicisitudes.


No es sencillo vivir en democracia. Ser demócrata es respetar la opinión del otro, convivir en el disenso, respetar las leyes, dar ejemplo y ofrecerse como modelo. Y ejercitar autocritica. Y no es sencillo reunir tantas condiciones. Democracia no es sólo un ideal, es también un valor personal. Todos coincidimos en definirnos como demócratas. Y en creer ser mejor demócrata que nuestro vecino, sólo porque aquel piensa diferente. Nos enoja tanto que piensen diferente, le damos una gravedad extrema al punto de considerarlo traición. Por otro lado, empatía es identificarse con alguien y compartir sus sentimientos. ¿Pero de que sentimientos hablamos? ¿Qué fenómeno extraño ha sucedido que si alguien expresa algo que nos gusta es empatía, pero si al poco tiempo expresa algo que podamos disentir, sea motivo divergente o de calumnia? Quizás seamos una sociedad cada día más infantil, más inmadura.
La democracia nos debería permitir ser ciudadanos libres. En otras épocas se ha peleado con pasión por la libertad. Hoy la pasión parece concentrada en el egoísmo o individualismo. Y en un enfoque social donde la falta de educación y de formación, constituye el caldo de cultivo para la instauración de prácticas de caudillaje, quienes amparados en el déficit educativo de la ciudadanía, desarrollan un mensaje autoritario fácil de asumir por la masa, ya que carece de conciencia crítica para comprender el significado despótico de las propuestas del poder. Entonces, creen que esas deficiencias son normales en la democracia, que la arbitrariedad forma parte del acto de gobernar.
Como reflejo de los que gobiernan, la ciudadanía ha perdido el respeto a toda forma de vida distinta y se ha vuelto tirana, no hay otra manera de explicar porque a algunos les parece normal que haya gente, que se dice militante, que irrumpa en espacios públicos para pedir que reconsideren el voto; que el orador que invade un medio de transporte público esté en condiciones superiores de saber que sólo su voto es el correcto, razonado o comprometido. O recibir cartas en tu domicilio o en tu trabajo tratando de incidir emocionalmente en un derecho privado, que es el sufragio. Si no fuera peligroso, podría quedar como una contingencia graciosa o el proceder de un ignorante que se cree pícaro. Y no es cuestión de que unos se enojen y los otros me apoyen. Las sociedades de hoy están dispuestas a dañarse mutuamente con las mismas carencias morales. Perseguidores perseguidos.
La democracia debería ser un conjunto de determinadas formas políticas que diriman una sana contienda en aras de mejorar la soberanía popular. Como principio básico deberíamos aspirar a la igualdad de condiciones y que el honor de ocupar el máximo cargo sea accesible a un proyecto; y que la alternancia de ideas alimente la grandeza de un sistema democrático. Que en la sucesión de las alternancias se enriquezca la convivencia, que si lo votado no resultó tal lo previsto, se vote otra cosa a la siguiente oportunidad. Que sepamos que los errores se deben remediar en democracia, no en la eterna decisión de que un sector se considere el único barómetro de lo que se debe hacer.
En esta situación donde prevalece el egoísmo e individualismo, donde la convivencia sólo es aceptada si el otro piensa igual a mí, caemos en la posibilidad de creer que la democracia es la tiranía de la mayoría. “Si no les gusta este modelo, formen un partido político, preséntense a las elecciones, ganen con mayoría y luego hagan lo que quieran”, retumba en la memoria colectiva. Fue una frase desafortunada que alguien simbolizó, pero que podría estar en boca de todos. La democracia es gobernar y escuchar al mismo tiempo las voces disidentes. La democracia es un procedimiento donde se toman decisiones colectivas. A la hora de tomar una decisión de un grupo de iguales, siempre que no haya consenso o unanimidad, la opción mayoritaria se impondrá a la minoritaria. Pero si en la sociedad existen sub grupos bien delimitados es probable que las mayorías dañen a las minorías, por ende, a la misma sociedad.
Sigo sin tener claro que todo lo que apruebe solo la mayoría absoluta deba ser aceptado como concluyente. Las decisiones compartidas por muchas personas, por diversas ideas, tienden a ser más sensatas. Tampoco parece claro que las decisiones de una mayoría absoluta proporciones bienestar al mayor número de personas posibles. Y en los evidentes casos de corporativismo de las mayorías, un número elevado de sus votantes no deben estar satisfechos con esa arbitrariedad, pero se lo callan en una actitud cómplice, mientras nuestros representantes levantan y bajan la mano según conveniencia partidaria. Las últimas experiencias parecen demostrar que la democracia se pervierte a la hora de conseguir mayorías absolutas.
Y en el momento de estas mayorías, se profundiza un problema evidente en las sociedades. Bajo la influencia de los absolutismos, la democracia oculta la apatía de los habitantes que no se enteran que ellos han dado vía libre a ese símil de tirano. Inmersos en sus quehaceres y miserias diarias, abandonan sus libertades en manos de “su” mayoría, renunciando a defenderlas o cuestionarlas, como si a lo de uno nunca debiera cuestionársele. Generalmente, este tipo de votante confunde la acción de un gestor del Estado, con la acción paternalista, protectora o dominante del gobernante.  No necesitamos caudillos para gestionar liderazgos.  Ser líder no es equivalente a tratarnos como hijos indefensos. Entonces los gobernantes han optado por no decirnos que proyectos ejecutarán (porque nosotros tampoco ya preguntamos), solo se limitarán a la falacia de asegurarnos que todo lo que hacen es para cuidarnos,  protegernos o proporcionarnos felicidad. Creen que nos dicen todo y siguen sin decir nada, solo marketing y oportunismo.
Estamos condenados a la revancha permanente. A la hora de la caída de un largo modelo, los anteriores agresores expresarán su azoro por las agresiones del antes agredido. Unos y otros esperan agazapados el inminente error, que siempre llega. Cada uno se indigna con énfasis por el error del otro, pero nunca le escuchamos la mínima crítica hacia los suyos. Y así vamos, degradando la convivencia y mal usando una palabra que es añorada cuando se ha perdido y mal interpretada cuando de ella se abusa: democracia.
Si se quiere resolver este dilema, la solución está en el verdadero uso de la democracia. Si seguimos considerando el poder como un régimen, continuaremos en la senda de los fracasos. La respuesta no es solo institucional. La democracia es una construcción colectiva y el problema es que estando en una postura egoísta particular, nos impide recordar que la igualdad es la base del sistema. Sin igualdad y responsabilidad, seguiremos frecuentando la impotencia. Y seguiremos agrupándonos bajo ese particular estilo de solo frecuentar lo que nos simpatiza, que a la larga nos priva de la perspectiva de reconocer que estamos en caída libre y por propios méritos.

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