lunes, 30 de noviembre de 2015

Y así como todo cambia que yo cambie no es extraño


"Los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con lo que hay"...
José Saramago.

Un día me dejé crecer la barba y ya pasaron treinta años de ese hito. Harto de sufrir mañanas de rasuradas, irritado por abrir los poros de mi cara con abundante agua fría, molesto por el ardor que generaba la loción post afeitado en mi delicada piel, sensible por los habituales cortes que me generaban persistentes gotas de sangre que tardaban en cicatrizar, afligido por la estética al salir de casa con un papel absorbente pegado sobre mis variadas heridas y dubitativo por los escasos pelos que asomaban tras un par de días de descanso de piel, comprendí que era un buen momento para transformar mi fisonomía. Y le dije adiós a la maquinita de afeitar. Expliqué como justificando, que el día que me cansara la barba, me iba a dar cuenta con solo mirarme al espejo. Y actuaría en consecuencia.

Un tiempo después me cansó ver como se desarmaba por nada mi raya peinada al costado. Acostumbrado a la educación secundaria en colegio de curas, pasé cinco años utilizando el cabello mojado, la gomina como refuerzo para sostener toda la mañana, los mechones prolijamente peinados. A medida que crecía la melena, sostener equilibrada la raya parecía un despropósito. El lacio de mi cabellera no aportaba soluciones estables y debí afrontar el segundo cambio de imagen en mi etapa de adulto. Un buen amigo me aconsejó acostumbrar mis cabellos con un peinado hacia atrás, despejando la frente. Y hasta hoy, ese cambio lleva veinti tantos años.
Y pasé por un tiempo de la resistencia, también denominada rebeldía. Tantos años con los amigos sacerdotes obligan a uno a revelarse. Durante mi estadía en el secundario, todos los viernes soportábamos estoicos la revisión estética de cabelleras. El preceptor general nos aguardaba, tal encerrona, en la salida misma del colegio, y con el novedoso método de pasarte una regla en el espacio que va de tu nuca a la base de la camisa, de surgir mechones impensados, te conminaba a pasar por la peluquería para normalizar tu atractivo, sino no ingresabas a clase en la mañana del lunes. Conscientemente no me molestaba, pero al terminar el colegio, dejé pasar unos años y me dejé el cabello casi hasta la cintura.
Durante años se asoció mi imagen con el pelo largo. Largo pero prolijo era mi defensa. Había una moda en el país, era extraño encontrar a algún joven con el pelo corto. La tendencia era atribuida al regreso de la democracia; quizás cansados de asociar la apariencia con tu valor ciudadano, la mayor parte de los jóvenes optaron por dejar de lado a los peluqueros. A mí me duró la fiebre un par de temporadas. Pero juro que no me revelaba, no había sufrido en demasía el acoso de mis instructores. Pero era un cambio novedoso en mi fisonomía, barba, pelo largo y peinado hacia atrás, varios me comparaban con el de los Bee Gees. Tranquilizaba a mis padres confesando que me cortaría el cabello el día que me levantara molesto con mi imagen.
Llegó el día que sentí fastidio por el largo de mi cabellera y tuve la necesidad de acercarme a mi peluquería de la infancia, "Joseph & André". Josep continuaba en el negocio, pero André había fallecido poco después de terminados mis estudios. Me acerqué a Josep y le encomendé que me lo cortara bien corto. Él cumplió mi pedido, pero comprendí que su tiempo había pasado. Ahora necesitaba la asistencia de un estilista, si no, no estaba a la moda. El estilo barbero que me impuso mi padre se había dejado de utilizar, el corte de cabello era un arte, no una esquilma. Y me puse a buscar coiffeur y mejor que fuera mujer.
Y una mañana de sábado me puse un aro. Mis pobres viejos estudiaban mi metamorfosis y no sabían a que atribuirla. Siempre supuse que no se trataba de rebeldía, me había gustado la idea y la había barruntado durante meses para finalmente decidirme. Mi viejo lo tomó a  mal pero como yo no era una fuente de conflictos, cedió su voluntad a la mía. Y yo le demostré que no era un chico heavy metal. Otra vez la promesa de que me lo quitaría el día que no me sintiera cómodo.
A medida que escalaba posiciones en los trabajos, se aplacaron mis ínfulas de cambios o conquistas fisonómicas. Estabilizado en una barba prolija, en un corte de cabello mitad corto, mitad a las puertas de estar largo y con una cruz en mi oreja izquierda, pase unos años donde me dediqué a conservar mi apariencia. El único cimbronazo importante en esos días fue la incorporación de la escritura en mi vida. De la nada, por un impulso sensual que me generó una charla de Mario Vargas Llosa, dada en La Feria del libro, me encontré junto a las bases de un concurso de novela, y en pocas horas con la idea de una obra de ficción, que finalmente presenté y nunca supe en que carilla de su lectura fue descartada. Seguramente tras la frase inicial.
La literatura me convulsionó. Hay un antes y un después en mi vida, tras el afán impulsivo de leer más y más novelas. Además, los fines de semana me encerraba en la oficina, donde escribía y diseñaba una mini revista deportiva. A la espera de los resultados deportivos del domingo, dejaba la revista bien encaminada. Los lunes me levantaba un par de horas antes, con la firme decisión de completar el diseño e imprimir la revista, antes que se acercaran mis compañeros de trabajo y comenzara la locura de trabajar en campañas publicitarias. En el viaje en tren se mezclaban las sensaciones de una nueva edición de mi seminario, con la lectura de alguna novela, más los apuntes de nuevas ideas para escribir un cuento u otra novela. Esa fue una época fructífera, pero demasiado solitaria.
Un día estalló la crisis en mi país y fijé mi atención en un pasaporte que me ayudó a tramitar mi viejo, vasco de nacimiento. Harto de los abusos laborales, escuché impertérrito la última vejación que me proponía el empresariado local y decidí irme del país para sacar adelante una delicada situación familiar. Aún me sorprende la decisión, yo nunca fui un tipo aventurero. Mi inquietud nunca sobrepasó el largo de mi cabellera o lo tupido de una barba. Pero en menos de dos meses, estaba en un aeropuerto europeo, con algo más de quinientos flamantes euros (porque coincidió con el cambio conjunto de moneda) y sin saber cuál iba a ser mi destino. Otra vez pensé que se trataría de una experiencia que duraría hasta que una mañana sintiera necesidad de ponerle fin. Tal como había supuesto con la barba, con el cabello, con el aro, con la revista deportiva y con los cuentos o novelas.
Fue novedoso dejar de trabajar en lo que siempre había trabajado, la publicidad. De un día para otro, tuve que reciclar mi existencia, pero el currículum experimentó a la baja. No me preocupó en demasía, ya que valoraba la posibilidad de funcionar en otra sociedad. Y sin hacer ruido, y con ayuda de un par de personas, comencé a actuar en el viejo continente. Pensé que nacía una nueva persona, despojada finalmente de prejuicios y limitaciones que te brinda la seguridad del entorno. Fueron años duros pero valiosos por la experiencia y por mi madurez de afrontarlos.
Me fui adaptando a ser un tipo solitario. Me acostumbré a tantos silencios, me resigné muchas veces a recoger sólo miradas de prudencia, tal vez de indiferencia. Perdí un don que no sabía que en mi Buenos Aires tenía, que eran los contactos y las influencias. No tuve tiempo ni para escribir un cuento, no tenía ordenador en esos primeros años, tampoco la originalidad de una nueva idea. Perdí el aro en un aeropuerto al pasar por un escáner y lo tomé como la obligada necesidad de cambio. En la peluquería del pueblo me cortaban el pelo más rasurado que en la época del colegio, o intentaban hacerme un estilo retro imitando al jugador de fútbol cutre del momento. Decidí que mi esposa tenía bien claro la estética que necesitaba en esta nueva etapa y le encarecí que además, fuera mi estilista. Prometí que volvería a una peluquería el día que no me gustara lo que me ofreciera el espejo.
Me han pasado muchas cosas en los últimos catorce años. De las buenas y de la no tanto. Pero siempre conservé la tranquilidad de que la vida es lo que es y que todo se puede revertir. El mejor ejemplo fue mi propia existencia, fui transitando etapas casi sin darme cuenta. El año pasado ingresé en la facultad con la idea de estudiar una carrera. Me acerqué a buenos amigos con la idea de encarar un proyecto propio. Me repuse de una experiencia de pocos meses en otro país, cuando la idea era de experimentar al menos unos años. Volví al mismo lugar que me tranquilizó en 2002, luego de tan dura movida.  Pero un día entré en crisis, y creo que en estos meses, mi vida ha hecho finalmente un crack. Los piadosos aseguran que es la crisis de los cincuenta. Creo que no hubo década que no me haya afectado.
En la última semana, me he levantado con evidente fastidio. Hoy me detuve en el baño y me miré al espejo. No me gustó mi semblante. Tengo la barba repleta de canas, tengo cansancio y demasiada nostalgia en mi mirada. En el camino a la cocina, me asfixió una sensación de fastidio, más bien de hastío. Sentado en la misma silla donde desayuné los últimos trece años, me di cuenta que siento bastante malestar, que me está venciendo la desilusión. Prendí el portátil y encaré una hoja de Word con la idea de aportar al blog la última entrada del mes. Con la súbita aparición de solitarias lágrimas en mis mejillas, creo comprender que aquella eterna frase de que el día que me levantara sintiéndome un fastidio, algo debería cambiar, parece que ha llegado. La barba me sigue gustando, el pelo hacia atrás está estabilizado, la literatura me apasiona cada día más, escribir un nueva novela parece una idea posible; pero el vacío persiste, ya no puedo disimular que necesito decidir un cambio...

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