lunes, 4 de agosto de 2014

Me gusta el mar...



Uno de los beneficios de vivir en Plentzia, lo tengo durante el verano a diez minutos de casa. El pueblo recibe a diario caravanas de coches, riadas de ciudadanos que descienden en la última estación del metro. El camino de la ría anticipa la concurrencia de esa jornada. En el puente mismo, varios jóvenes pugnan por un placer ahora prohibido con multas: arrojarse a las aguas desde la altura de la emblemática plataforma. Los bares con terraza están repletos de ánimos festivos. Música distinta al tiempo que tu camino alterna por los diferentes bares. Todos vamos hacia el mismo lugar común: la playa.

El turismo en la península es el principal motor de la economía. En el norte, sus efectos no son tan notorios como en el levante o mediterráneo. Pero las playas de Plentzia – Gorliz se nutren fundamentalmente de los habitantes de Bilbao o zonas aledañas. De esta manera, la población de estos municipios se ve incrementada por cuatro en los meses de julio y agosto. Basta con realizar las compras en el super del pueblo para constatar el flujo constante en las filas para pagar. Son los únicos meses donde dos o tres cajas se habilitan para el pago.
A veintisiete kilómetros de Bilbao, la playa es el lugar ideal para hacer largas caminatas, desde el espigón del inicio hasta Astondo. Así, varias veces durante el día. En mi primer verano, me sorprendía la facilidad con que la gente dejaba sus cosas en la arena y desaparecía durante casi una hora para dedicarse a la caminata por la orilla. “Lo único que faltaría es que un día no podamos dejar las cosas un ratillo solas”, solían decir los paseadores ante rumores de que en las playas frecuentaban algunos amigos de lo ajeno. Otro mundo, en verdad. Que aquí también ha ido desapareciendo, al menos ahora tomamos mínimos recaudos.
La nuestra es una playa tranquila, casi familiar. Su mar no es nada peligroso, ya que el viento apenas azota las aguas lo que lo suele convertir en una cristalina laguna. El espigón que la separa de la ría, la protege de las corrientes que se puedan formar durante los cambios de mareas. En estas aguas he conocido el placer de nadar alejándome de la orilla. El recorrido hasta las boyas que delimitan la convivencia de nadadores con las diversas embarcaciones, es el paso obligado de los que nos consideramos intrépidos. Los días de calor se dificulta el acceso a esas boyas de color amarillo. Por su elevado índice de ocupación, a veces en estas playas podemos albergar jornadas de más de 13.000 visitantes. En esos días solemos sentir el agobio de sentirnos como en Benidorm.
En los meses de verano, el punto de encuentro es la playa. Los distintos amigos y conocidos, solemos ocupar el mismo espacio físico durante la temporada. De esta manera, resulta sencillo el lugar de encuentro. Las jornadas se prolongan hasta bien entrada la noche, porque una de las particularidades de nuestro verano, es que hasta las 10 de la noche, tenemos luz como para disuadirnos de abandonar el recinto. La playa, en mi criterio, es el único lugar permitido, donde uno puede estar tirado al sol durante horas sin hacer más que eso, estar tirado, durmiendo, leyendo, o conversando con amigos, y no sentir la ahogada sensación de no estar haciendo algo, cosa que nos pasa en el resto del año. Para disimular ese estado de abandono, suelo hacer varias incursiones al agua durante la jornada, con la vana esperanza de que alguno me considere un deportista.
Pero no todos los habitantes del pueblo concurren a la playa. Conozco varios que no son partidarios de estar expuestos al sol, sin un objetivo concreto que sea de provecho. “Quita, quita”, suele ser la frase despectiva cuando les consulto si habrán de ir finalmente esta temporada a las playas del municipio.
El fenómeno del ocio en las playas, no ha existido siempre. Y no es osado el precisar que es una rareza reciente. Algunos sitúan a la playa como un “invento” generado a partir de 1750. Antes, casi todas las referencias sobre el litoral y sus riberas, estaban orientados hacia lo bíblico, y más precisamente a los alcances del diluvio universal. El típico olor a mar, estaba generado, según estas voces, a la fetidez de los muertos que quedaban del diluvio. El acercarse a una orilla estaba más fundado en la curiosidad de cerciorarse si los alcances de una tormenta considerable, arrojaba o no elementos interesantes a las costas. Me recuerda a los excelentes relatos de Ramiro Pinilla en sus diversas obras, destacando “Las ciegas hormigas”, excelente relato vinculado a la post guerra, y situada en los acantilados de Getxo.
En 1750 se produjo una confluencia médico religiosa. Desde 1700 los teólogos británicos anglicanos, habían recomendado frecuentar las obras de la naturaleza de Dios, por ejemplo pasear por los campos. Hasta ese momento, no se mencionaba la existencia de la playa como una de esas obras. Pero a partir de 1750, los médicos reales de los llamados Reyes Jorges, recomendaron a Jorge III ir a la playa, realizar caminatas, sumergirse ocasionalmente en las aguas y beber aproximadamente un litro de agua de mar, generando el inmediato efecto purgativo.
El tercero de los Jorges, desde muy niño presentó dificultades para el aprendizaje. A los once años, aún no sabía leer ni escribir, aunque profesaba un excelente uso del idioma. Cuando estaba nervioso, y dicen que era un estado casi habitual, hablaba con rapidez desenfrenada. Era un secreto a voces, que su salud mental estaba visiblemente deteriorada. Hasta cinco ataques de locura fueron diagnosticados durante su reinado. El pulso rápido, los pies hinchados, una coloración amarillenta en la piel, orina biliosa, debilidad al caminar, ronquera por sus constantes aullidos y alaridos, obligaban a los médicos reales a tomar medidas. La salud era un temor, pero el miedo a que en sus desvaríos continuara revelando secretos de estado, obligaba a intentar cualquier tipo de tratamiento.
Los viajes a Cheltenham o Southampton se sucedieron. La desesperada búsqueda de los benéficos efectos de las aguas atemperó en parte su mal. Reforzaban las bondades del agua con cabalgadas en la arena, el objetivo era claro: que el monarca transpirara, para que ese sudor previo tuviera la recompensa a la hora de la inmersión en el mar.
Y uno de los hijos del Rey, el Príncipe de Gales, alteró la rutina de ingresar por espacios cortos al mar. Con la ayuda de unos carros, con un agujero debajo, introducían al monarca para que realizara sus abluciones. Pero su hijo tuvo la ingrata idea de desobedecer las facultades de los médicos, y se dedicó a nadar, desatando una verdadera conmoción. El estupor fue tal, que el propio Jorge III autorizó a sus galenos a propinarle bofetadas reiteradas en el caso que insistiera en esas prácticas inusitadas. Gracias al Príncipe, hoy disfrutamos el placer de nadar en el mar.
Comenzó a aceptarse las teorías sobre las bondades de la exposición del sol y del agua en el cuerpo humano. Se podía ayudar a curar enfermedades como el raquitismo, la tuberculosis, eccemas en la piel, psoriasis y demás. La exposición en pequeñas dosis al sol, favorecían la producción de vitamina D en el cuerpo, ayudando, por ejemplo, a fortalecer los huesos.
El contrasentido de la obsesión por ser de sangre azul se vio en parte, remediada por los baños de playa. El concepto sangre azul provenía por la obcecación de tener la piel blanca. Para lo cual, no dudaban en utilizar componentes vinculados al plomo u otros materiales tóxicos para la piel, para que de lo níveo de la epidermis, se denotara el azulado de las venas. Esto lo diferenciaría del vulgo, que debido a sus tareas constantes en el campo, obligados a jornadas extensas bajo el sol, generaban en la piel un plebeyo dorado.
De a poco las distintas Cortes fueron acercándose a lugares de playa, aptos para las recuperaciones diversas. Puede ser el momento inicial de la especulación inmobiliaria y recalificación de terrenos, los médicos reales habían sido concluyentes: estos parajes debían ser edificados en lugares casi ideales. Los diversos palacios que se construyeron en las distintas playas, se fueron rodeando de otras edificaciones de los miembros cercanos a las diversas Cortes, vamos que el pijerío se aproximó a la espera de poder estar atento a cualquier pelotazo que se generara.
Ya teníamos la playa como fenómeno reparador de la piel y de las enfermedades, todos gracias a la esquizofrenia sin fin de Jorge III y la osadía de su hijo. El siguiente paso para los adorados de las vacaciones en la playa tuvo que esperar un poco más. En los años 20 del siglo pasado, la diseñadora Coco Chanel se quemó al sol, e instaló de inmediato la moda del bronceado. Hasta ese momento, no era nada chick adquirir el cobre en el cuerpo femenino. El color adquirido la hizo aun más atractiva, y el sol, definitivamente pasó a ser considerado símbolo de bienestar, opulencia y del buen vivir. Hasta ese momento solo teníamos la constancia del bronce griego, donde los hombres lucían aun más su belleza física, a la vez que se curaban de dolencias musculares o reumáticas.
En 1890 nace el primer bañador. Se construye de camisa, pantalón y calcetines para el hombre y la mujer. Tuvimos que aguardar hasta 1915 para que desaparecieran los calcetines de la vestimenta de la playa. En 1930 aparece el primer bañador femenino, los hombres ya podemos comenzar a mirar de reojo el andar de las diversas féminas por la costa. Sumado al bronceado generado por Chanel, estamos ya en las puertas del disfrute en las playas. 1946 es un hito en la historia, aparece la primera bikini, el bañador de dos piezas. En 1964 el estilista de California, Rudi Genreich inventa el topless o monokini. Y dejaré el desarrollo de esta evolución, porque esta mañana de lunes está nublada, y no puedo contar con el baño reparador del mar, que me quite la locura del desenfreno de la imaginación.
El verano dura poco en estas tierras. Sus dos meses y medio puede parecer escasos para los amantes de la playa. Las largas jornadas en la costa se ven interrumpidas a partir de setiembre. Si el otoño comienza bueno, podemos estirar los chapuzones en el mar hasta promediar el mes de octubre. El regreso a las clases retoman las bondades de unas playas extensas. La fila en la cola del Eroski vuelve a ser escasa, de un solo cajero. Las lluvias del otoño bajan la temperatura varios grados. Será hora de guardar el bañador, de dejar en las maletas la ropa de otra temporada, los bermudas o alpargatas. Pero eso más adelante. A más tardar por la tarde, volveré a sentirme el Príncipe de Gales, y cuando con esfuerzo arribe a la primera de las boyas, comenzará la disputa mental de si mis años, me permiten sin riesgo, la osadía de alcanzar la siguiente boya…

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