lunes, 25 de agosto de 2014

Tattoo You



“Lo más profundo que hay en el hombre es la piel.”
                     Paul Valéry.

Álvaro de Mendaña partió de El Callao con la firme intención de continuar el predominio naval de la Corona Española de los Austrias. Durante dos siglos, fue la potencia mundial hegemónica, apenas competida con los portugueses. Mendaña buscaba la tierra Australis incognita.

En 1568 descubrió el archipiélago de las Islas Salomón. Mendaña y sus hombres la bautizaron con el nombre bíblico en honor a una leyenda de la tierra mítica que circulaba hace siglos, el país de Ofir, puerto mencionado en la Biblia por sus interminables riquezas. El mito sugería que el Rey Salomón recibía cada tres años cargamentos de oro, plata, sándalo, piedras preciosas, marfil, monos y pavos reales de estas tierras.  En Islas Salomón no encontraron ninguna riqueza.  Los conquistadores dejaron de lado tanta imaginación por la realidad,  situando las costas de este archipiélago en los mapas. Con el paso del tiempo estas islas conforman uno de los tantos paraísos fiscales, este perteneciente a la Commonwealth británica.
El descubrimiento de Salomón es sólo una parte de la historia de la navegación española en el Océano Pacífico. 27 años después, Mendaña descubrió las Islas Marquesas, en su afán de colonizar estas tierras e impedir que sirvieran de refugio a los piratas ingleses que atacaban a las flotas españolas que comerciaban con las Filipinas. Su nombre completo inicial fue Islas Marquesas de Mendoza, en honor al Virrey del Perú, García Hurtado de Mendoza. Pero Mendaña enfermó de Malaria y murió en 1595. Los colonos, entraron en conflicto con los nativos. Abandonaron las islas y durante un par de siglos perdieron el interés por ellas. Posteriormente fueron visitadas por franceses, holandeses y británicos.
De los nativos poco se sabía, si que su población mermó considerablemente a partir del contacto con el hombre blanco. Hasta que en 1767 el explorador británico Samuel Wallis observó que era una “costumbre entre los hombres y mujeres hacerse diferentes diseños de tinta negra en las nalgas y en la parte trasera de los muslos”.
Al año siguiente, el aventurero francés, Louis Antoine de Bougainville relató que “las mujeres de Tahití se tiñen los riñones y las nalgas de azul oscuro”. Hubo que esperar ocho años más para mejorar la definición. En este caso, el navegante, explorador y cartógrafo británico James Cook, escribió en su diario de a bordo “los nativos imprimen signos en sus cuerpos y llaman a eso tattow”. Esta reseña universalizó, quizás, un fenómeno de fascinación mundial, el tatuarse.
Hasta antes de la llegada de los europeos, la lengua polinesia no era escrita, sólo oral. Los diseños simbólicos del tatuaje servían para expresar la identidad y personalidad. Indicaban un rango social por jerarquías, su genealogía y su madurez social. Fue erradicado durante la colonización. La bitácora de Cook no demuestra el invento de tatuarse el cuerpo, sólo de sus anotaciones, se universalizó el nombre de este arte.
El hombre se tatúa o le tatúan la piel desde casi los orígenes. Fue tanto en lo civil como en lo religioso, un aviso de prestigio como un estigma. Evocaba a los Dioses, pero también a los demonios. Otorgaba poder hacia la lucha, como a su vez librarse o condenarse a muerte. Destacaba a los jefes, pero a su vez, servía para señalar a los proscriptos. Ya teníamos referencia de su uso con los esclavos en el imperio romano, como así también en el Código negro francés con los habitantes de las colonias, o con los ladrones y prostitutas en la propia France, a los que se le imponía un estigma en la frente, que “demostraba” su pertenencia a un grupo social no calificado.
El tatuaje era un ornamento. Hasta hace escasos cincuenta años seguía perteneciendo a ese arte primitivo que sólo profesaban los indígenas, presidiarios o criminales, marineros, militares y otras especies de freaks (el concepto hoy tan bastardeados debería ser motivo de alguna otra entrada) de ferias ambulantes, circos, punks, hippies u otras movidas trashumantes. Era un rito de paso, un recordatorio, un castigo o añoranza. En cualquiera de los casos, se desarrollaba en especie de antros o garitos, sin ninguna garantía higiénica, con tinta china, carbón vegetal o cenizas, con alfileres o agujas dolorosas y con inscripciones vulgares. El ancla, el corazón o la referencia de la madre, formaban parte importante de esta liturgia a la hora de reseñar el tópico. Hasta que se masificó, y hoy obliga a un permanente esfuerzo de supuesta originalidad y competencia. Este impulso permite observar, sobre todo a los neutrales como en mi caso, un catálogo de imágenes, signos o leyendas, que van de lo llamativo hasta lo vulgar.
A finales del siglo XVIII aparece la primera mención de tatoo artistic. La reivindicación del movimiento aguardará hasta la segunda mitad del siglo XX. Su propia naturaleza impedía que se considerara arte. El arte trasciende las culturas y las épocas. Un tatuaje tiene una vida útil, que va desde que te lo haces hasta tu muerte. Desaparece cuando desaparece el tatuado. Pero se impuso esta tendencia, y la paradoja la da, que en una época donde el arte parece ser más efímero o perecedero, multitud de etnias distintas pugnan por eternizar en la piel, mensajes o emociones. Se vive en una ambigua sensación de intimidad compartida.
Hasta se arriesga a definir estos mensajes cutáneos en tres categorías: traumáticos, cosméticos y decorativos. Y ya no te tiene que acompañar toda la vida, el láser vuelve a actuar sobre la piel, desactivando el mensaje. La piel parece ser nuestra bitácora, una pantalla donde plasmamos nuestras fantasías o añoranzas. Es un envoltorio que se convierte en nuestra memoria. Ya no es sólo nuestro cuerpo con sus características físicas. Somos trazos en nuestra propia maqueta. Grafittis en movimiento.
El tatuaje es una cultura de masas en estos momentos. Pequeños detalles en lugares estratégicos vinculados con el erotismo, dejan paso a vitrales o murales, y hasta a transcripciones de texto con más de un signo de ortografía. La discreción del erotismo muta en una piel, ahora totalmente marcada. Ya no solo acudimos a la peluquería con la intención de recrear su formidable corte de pelo del famoso de turno. Ahora seguimos a Angelina Jolie, David Beckham u otras celebrities con sus signos o señales en otros idiomas (que desconocemos totalmente) para tatuarlos. Pero también nos acercamos al rudo, queremos tener la marca de la bestia, y parecernos a Mike Tyson o el jugador NBA, díscolo y rebelde, pero multimillonario por contrato. La duda es si el fin que se persigue es la originalidad de la identidad o la mera imitación. El tatuaje puede ser considerado como el fin de la represión, el basta del miedo a las convenciones. Para unos y otros, se tratará de perder o ganar memoria, la de uno mismo.
Cuanto se trata de perder u olvidar parte de esa memoria, se puede recurrir a los covers. Estos son tatuajes que tapan uno anterior. El nuevo diseño tendrá que ser al menos, tres o cuatro veces más grande que el tatuaje que se pretende encubrir. Un error, un impulso desmedido, un amor fallido, un mal acabado de un tatuaje deseado, se puede remendar. Es como el parche o pitucón en la costura, no equivale al zurcido invisible, pero al menos ayuda a encauzar el “mapa” de nuestras vidas.
El verano descubre los cuerpos, y estos cuerpos descubren sus tatuajes. Cuello, espalda, pechos, tobillos, vientres, nucas o manos, lucirán sus ornamentos. Algunos invitarán al disfrute, otros abusaran de la erótica imaginativa, los más se ofrecerán como un canto a lo cotidiano, y algunos generaran rechazo. En todos los casos, los especialistas avisan que los tatuajes llevan a la piel lo que el individuo porta en su fuero interno. Pero se puede dudar de esa interpretación, no se debe generalizar. Más cuando adivinamos la espalda de Megan Fox con su omóplato shakesperiano que refiere al Rey Lear y la frase: “Todos nos reímos de las mariposas doradas”. Es que también es moda tatuarse citas literarias. “Sólo con el corazón podemos ver bien, lo esencial es invisible a nuestros ojos” hacen de El Principito uno de los hits parade de los tatuajes literarios.
El tatuaje es un lenguaje corporal, como lo son otros aderezos, como la pintura, el peinado, los perfumes, los accesorios tipo reloj, aros, piercings o pulseras; o la cadencia o desenfreno que propone la música o la danza, en todas sus manifestaciones. Como sucedió con el rock and roll, el mercado, al masificarlo, se apoderó de los códigos del tatuaje y lo hizo formar parte activa de la sociedad, al alcance de todos. Ya no hay estratos sociales que se resistan a la moda, se ha unificado el estigma, el rito iniciático.
Un local de tatuadores en Bilbao, en los primeros años de este siglo, anunciaba en su marquesina “Personaliza tu cuerpo”. Algo ha cambiado, ahora el cuerpo sin tatuajes puede perder atractivo, considerarse ordinario. Para los amantes de la piel limpia, o simplemente, aquellos que no nos hemos tentado con la tinta en el cuerpo, podemos parecer hoy como elementos de serie, como más de lo mismo.
Me acerco a los tatuajes, porque como les sucedió a muchos pensadores o descubridores, me genera el mismo magnetismo el observar las pieles marcadas. Tanto los discretos y elegantes, como los desmedidos o patológicos, tal mi criterio que los califica. En mi caso, me encanta tomar el sol, que mi piel luzca un bronceado parejo. Me rejuvenece, me gusta sentir el calor en el cuerpo. Es mi manera de definir parte de mi identidad, como si fuera mi lenguaje corporal preferido. La piel curtida por el sol es mi manuscrito, es como mi tablilla de mis elementos. A los veinte y poco me puse un aro, la cruz en la oreja simbolizaba el mismo derrotero que en la vida, aceptar y cargar su propio crucifijo. Mi llegada al País Vasco y el contacto con mis seres cercanos, me asesoró a través de miradas y comentarios observadores adversos, quizás de otro siglo, a dejar de lado esa cruz, y retomar mi vía crucis sin estandartes; al menos se me “autorizó” continuar con la compañía de la barba, también cuestionada por esa mirada inquisidora y prejuiciosa. Me tuve que cortar el pelo, esquilmado parecía un ser humano, pudo ser la tranquila conclusión de mis asesores, hoy abandonados. Ahí sentí los prejuicios de ser un número de serie.
Por eso no puedo ni debo criticar ninguna moda, simplemente porque no considere que el tatuarse forma parte de una ceremonia, simbolismo o accesorio fashion. Tampoco el desprecio o la polémica al que lo haga, y se convierta en un entusiasta que repite cada poco, considerándolo como a un coche, moto o el mismo móvil, al que todo el rato podemos tunearlo...

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