jueves, 14 de agosto de 2014

Pescador de ilusiones



Mi  amigo Mariano, todas las mañanas anuncia la temperatura existente en sus madrugones en Buenos Aires, a través del grupo de amigos en wassap. Siempre después de las 5 horas, avisa al resto sobre las condiciones climáticas y los consejos para abrigarse o no. Es un clásico, aún para mí, que estoy a doce mil kilómetros. Pero en la mañana del martes, además de alertarnos sobre el frío reinante, dejó una frase: “Mork llamando a Mindy”.

“Fuera de broma, me conmovió la muerte de Robin. Me hizo divertir mucho en mi niñez”, fue su tierna explicación. Yo, que me enteré en la cama,  pasada la medianoche, de la muerte de Robin Williams, entendí perfectamente lo que quiso decir. Llevaba un rato deseando encontrar en la red algún capítulo de la serie iniciática del actor, donde se nos presenta como un genial extraterrestre, que analiza a la perfección la naturaleza humana, con sus virtudes y contradicciones. Y el resto de su carrera fue un símil. Nos mostró con un talento desacostumbrado, las distintas caras de un ser humano en esta comedia dramática que es la vida.
Y el de Mariano habrá sido un ataque de nostalgia. A todos nos pasa con hechos como este. Detalles que mantenemos agendado en algún rincón de nuestra memoria, se suelen activar en cuestión de segundos. Y tantas veces la nostalgia nos devuelve a la niñez, quizás el momento de mayor disfrute en nuestra existencia. Y como si fuéramos otra vez pequeños inmaduros, deseamos reeditar esos momentos. Yo lo subsané, o lo atenué, viendo dos capítulos de la serie.
Ahora, con la noticia consumada, todo es fácil de reconocer. Ahora es obvio decirlo. Robin Williams era un hombre de sonrisa tierna, de palabras lentas o alocadas, de ironía estable o sutileza inmediata, de gestos permanentes, de muecas interminables, de emociones fáciles, pero siempre, casi siempre, de mirada triste. Y en el arte, el sentido común dice, que detrás del maquillaje, se suele encontrar a un hombre que sufre. Se lo reconoce como el payaso triste.
Un aria de la opera Pagliacci (Los payasos), de Ruggiero Leoncavallo, narra la historia de una troupe de payasos. El jefe del grupo, Canio (un hombre celoso) se entera momentos antes de la actuación, que su mujer, Nedda, lo engaña. A pesar del dolor y los celos que le inundan, debe salir a actuar. Canio el payaso canta esta aria (denominada Vesti la giubba) inicialmente en mi menor, que representa la angustia y el dolor del protagonista. Va dando paso a la tonalidad del do mayor, y lo hace de manera violenta y expresando la amargura de tener que hacer reír al público, aún cuando tiene el corazón destrozado. Intenta sobreponerse a su tragedia personal.
Ruggiero Leoncavallo fue quizás, el mejor exponente del Verismo (Realismo), como reacción al Romanticismo imperante en la época. Pagliacci se estrenó el 21 de mayo de 1892, en el Teatro dal Verme, de Milán, y dirigida por Arturo Toscanini. Fue un éxito instantáneo y sigue siendo popular hoy, de manera tal, que los no aficionados a la opera, al menos la habrán oído una vez en su vida.
La maldición del payaso existe. Y dicen que abarca un sinfín de generaciones de actores. Depresiones, adicciones o simplemente, bajones emocionales insoportables, han hecho presa de innumerables artistas. Charles Chaplin dijo alguna vez que “Para hacer reír de verdad, tienes que ser capaz de coger tu dolor y jugar con él”, dando a entender un permanente estado de fragilidad interior para sacar adelante su trabajo. “El humor nace del dolor”, otra frase recogida que permite suponer lo absurdo de un don, que el talento de un cómico es al mismo tiempo su maldición.
Robin Williams desarrolló con éxito un sinfín de personajes. Pero casi todos lo habrán de asociar con un papel realizado en 1991, en una película de Steven Spielberg, que en verdad, no fue gran cosa. Pero el Peter Banning encarnado por el actor, en el film Hook, parece ser el verdadero y eterno Peter Pan. Aún mejor que el dibujo de Disney, ya que para representar el síndrome de este personaje, se puede tener 30, 40, 50 ó 60 años. Y Williams tenía 40 tacos al caracterizar al hombre que no quiere o le cuesta crecer.
James Matthew Barrie, el autor de la obra, escribió que todos los niños, excepto uno, crecían. Peter Pan apareció por primera vez en 1902, como personaje secundario en la novela “El pajarito blanco”. En 1904 se escribió la famosa obra teatral, y en 1911 la novela, “Peter and Wendy”. Luego de un siglo de su nacimiento, su historia ha ido cambiando de forma, de aspecto, de edad, de significado, de matices. Pero ha mantenido un concepto, el peterpanismo: una tozuda resistencia al mundo de adulto, que azota más que nunca al hombre contemporáneo.
Como patología, la inmadurez es inminentemente masculina. Al menos así nos los recuerdan las mujeres. “Nada pasa después de los doce años que importe mucho”, era una afirmación de Barrie. En la búsqueda de la felicidad siempre se vuelve a la infancia, a la protección que brinda esa edad. Por eso, los hombres  con el síndrome, huyen de las responsabilidades y del compromiso que profesa ser un adulto.
El psiquiatra Eric Berne, en 1966, fue el primero que utilizó la figura de Peter Pan, para definir al adulto centrado exclusivamente en satisfacer sus demandas y necesidades. En 1983, el psicólogo Dan Kiley describió el síndrome, como el conjunto de características que tiene una persona, que no sabe o no quiere renunciar a ser hijo para empezar a ser padre. “Hombres que se comportan como eternos niños”, cualquiera sea su edad. Crecer y ser adulto no se registra como sinónimo. El problema radica en la falta de madurez afectiva.
Quizás el sistema de bienestar que hasta hace poco pregonaba la sociedad capitalista, fue quizás un sueño o una burbuja de inmadurez totalmente alejada de la realidad, basada en el mundo de nunca jamás. Todo es pasajero, momentáneo, circunstancial. Conocemos sociedades que culpan de sus errores a los demás (hacen épica los gobernantes argentinos de ello), conocemos a gente de bien que prefiere refugiarse en fantasías imposibles de nuestros gobernantes, optando por no ver el profundo deterioro de esa mentira. Vitorean a narcisistas, irresponsables, y no reparan en su complicidad. No reparan porque razonan de manera distinta, no quieren asimilar nuevos fracasos. Deseamos creer que las clases sociales postergadas tienen su lugar, vaya síndrome de inmadurez que afecta también a las sociedades.
Volvamos al actor. Robin Williams fue un excelente Popeye; ha doblado con maestría a Aladdin; confirmó la risa como terapia en Patch Adams; fue un disc-jockey políticamente incorrecto de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos; fue un divorciado que para estar cerca de sus hijos decide convertirse en una madura e eficiente mujer; fue un genial psicólogo dispuesto a ayudar a un genio de las matemáticas a salir de un agujero mental inmenso; fue capaz de dar vida a Teddy Roosevelt aunque sea por las noches; fue un vagabundo conmovedor en su búsqueda del santo grial, para permitirle sentir paz interior; fue capaz de interpretar a un hombre muerto que espera torcer la decisión suicida de su mujer; tuvo la capacidad de desarrollar personalidades oscuras a pesar de su eterna imagen de simpatía; fue el profesor de Literatura que enseñó a amar la poesía, la lealtad y el vivir el momento, al mismo tiempo; pero todos los asociamos a la primera con ese Peter Pan, que no es sólo un síndrome del individuo, sino de la sociedad en su conjunto.
Los hombres de esta sociedad actual, ante la imposibilidad de encontrar el sistema de la eterna adolescencia o felicidad, adaptan una especie de Carpe Diem (Toma el día) sin ir más allá, sin aceptar compromisos. Y entonces recurrimos a Williams nuevamente,  en su personaje de John Keating, del año 1989. Es una manera de homenajear al excelente interpretador de realidades, que nos puso nuevamente en el brete de comprender, porqué aquel que tan bién caracteriza y comprende las contradicciones, suele decidir abandonarnos de manera tan tajante, y recién ahí valoramos la ausencia de esa mirada tan suya, tan triste…







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