jueves, 21 de agosto de 2014

Algo contigo



“Habla y escribe lo que tú creas que sabes, lo que has visto y pensado, cuéntalo honradamente con toda tu verdad. No hagas programas en los que no crees, y no mientas. Di lo que has pensado y lo que has visto y deja a los demás que, oyéndote o leyéndote, se sientan arrastrados a decir su verdad también. Y entonces dejarás de sufrir ese dolor de que te quejas”.
                                                                      Padre Leocadio Lobo,
                                                                       Cura Republicano

 Cuando la gente opina, ¿Qué debe buscar? ¿Dar a conocer su opinión, o ganarse adeptos?. A todos nos gusta que avalen nuestros dichos, parece que la vida rueda mucho mejor de esta manera. El problema surge cuando contradecimos el sentir del otro, el criterio de un ser querido puede llevar a desautorizarnos por el sólo hecho de disentir.
A mí no me ha pasado aún, por eso me permito acomodarme en mi sillón y escribir plácidamente sobre esto. Bien distinta sería mi intención de sentarme a “pensar” frente a la PC, si me hubiera sucedido. Todavía no me han desautorizado, pero muchas veces yo mismo, aún creyéndome un tipo apolítico y amplio, me sorprendo pensando con virulencia como hizo tal amigo para ser simpatizante, militante, fervoroso o empecinado seguidor de tal político. Y si bien no llego a confrontar con él o ellos, en mi interior me igualo a la intolerancia: dejo que mi criterio o la supuesta falta de juicio del otro, deteriore el concepto que de él o ellos tenga, y me termine alejando de una persona, a la que en definitiva, me unen muchas más cosas que la simple militancia política desuna.
Entonces a veces leo una consigna política de ese o esos amigos, y me invade una furia intolerante. Le destrozo mentalmente sus escasos recursos, desenmascaro cerebralmente al icono que lo ha mediatizado. Elaboro espiritualmente mil maneras de contraatacarlo, de exponer públicamente su carencia de criterio, y alterno otros de estos ejercicios intelectuales. Cuando me siento a hablar con él, o simplemente lo miro a través del skype, me duele darme cuenta que he sucumbido a la ideología política y me he distanciado de un tipo común y corriente como yo, que apenas toma otra acera a la hora de perseguir ideales. Pero que en definitiva le preocupa mi bienestar, y a mí, el de él o ellos.
Es más dolorosa esa lucha que la reyerta con un contrario, al que desconoces plenamente. Es una vieja discusión interna el preguntarse como una persona, a la que crees conocer bastante, con las que has compartido infinidad de horas muertas o productivas, pueda razonar o comportarse políticamente de ese modo. A un desconocido lo puedes destrozar sin complicaciones ni miramientos. Pero de un ser querido, te duele y te enoja en proporciones casi idénticas.
Los militantes de un partido político deben profesar un afán corporativo. Ese ideal, a mi criterio, les obliga a perder la perspectiva y parte de su credibilidad en muchos momentos. Un gobierno hace todo bien, o todo mal, depende con el cristal que le simpatices. No tenemos medias tintas, perdemos perspectivas por una simple militancia. Entonces, como no sabemos distinguir entre ser adeptos o personas con criterio, preferimos ser adeptos. En España, para dejar de lado mi país de origen, donde la radicalidad es lacerante, si eras del PSOE en 2010 no podías detenerte a reconocer que entrabas en una profunda crisis, que si bien no habías generado, no sabias gestionar, anunciar o  revertir. Preferían ver brotes verdes donde había tierra sin arar, que reconocer un diagnóstico y trabajarlo en consecuencia.
Lo mismo le sucede a la derecha, que mutila su propuesta de partido, y prefiere nublar su conciencia diciendo que el gobernar es tomar decisiones que a veces contradice unos principios. Que la situación era infinitamente peor, por lo cual tuvieron que tomar decisiones antipopulares para sus propias bases, pero lo han hecho por el propio bien del país, al que priorizan por sobre el partido. Y ahora, mientras observas día a día más escándalos vinculados con la desfachatez de sus conciencias materialistas, te anuncian sin ruborizarse, que todo marcha para nuestras economías, a velocidad de crucero.
Los nacionalistas catalanes deambulan en estos días asimilando lo sucedido con su gurú, al que han defendido con el bastión de su honestidad, más alta que el más alto de los muros, y resulta que él mismo confiesa que no lo era, desde el comienzo de su andadura. Algunos, los más empecinados, aseguran que se ha inmolado por su pueblo. Y uno tiene ganas de decir ya basta. No sigamos exponiendo de manera tan cruel una supuesta fidelidad o convicción. Pero no los conoces, y puedes enfurecerte con mayor tranquilidad.
Me pasaba con el fútbol. Si un amigo hincha de Boca Juniors, decía una tontería, era lógico que lo hiciera, porque era simpatizante de Boca. Ahora, cuando la bobada bien gorda provenía de otro amigo, en este caso de River Plate, me descolocaba. Tenía que suponer que se trataba de un hecho aislado, de un lapsus, de un mal momento. Suena impensado que uno de los tuyos sea un profeso practicante de sandeces. De uno de los tuyos no te lo esperas. Y como se trata de fútbol, en definitiva no parecía tan grave.
Pero siento que hemos perdido el sentido de lo que es criticar o disentir. Lo hemos cambiado por una sensación de difamar, menospreciar, zaherir, estigmatizar o humillar. Adoctrinados por gente que no nos conoce y que, en definitiva no forma parte de nuestra vida, nos enfrenta en el recurso de una guerra de todos contra todos, beneficiándonos con el más degradante uso que se puede hacer de la palabra, que es causal dolor estéril y sin provecho. Y defendemos a ese que no conocemos agrediendo a tu entorno tan cercano.
El consejo con que abro esta entrada, proviene del cura republicano Leocadio Lobo al autor de “La forja de un rebelde”, Arturo Barea (1897 – 1957). Me resulta llamativo, porque a ambos les unía la pasión por la Segunda República española. Pero el escritor fue muy crítico con la actividad de la Iglesia, antes, durante y después de la contienda. Y Lobo fue un sacerdote católico que se unió a la filas de un movimiento que combatió la nociva incidencia de una Iglesia, en una sociedad que debía cambiar.
“Sabía, porque yo mismo se lo había contado, que yo no era un católico practicante, sabía que me había divorciado y que vivía en pecado mortal, no le ahorré mis discursos violentos sobre la clerecía política en complicidad con los poderes ocultos. Nada de eso pareció afectarle, ni impresionarle, ni menos aún cambiar su actitud hacia nosotros que era la de un amigo cariñoso y cálido (…) Era una de esas gentes que os dan la impresión de que solo dicen lo que es su verdad interior y no están dispuestos a hacerse cómplices de lo que creen una mentira…” para terminar reconociendo “… El hombre que más me ayudó entonces, cómo me había ayudado a través de todas las semanas infernales que habían pasado antes, fue un sacerdote católico, el hombre para quien guardo mi mayor amor y respeto: Don Leocadio Lobo”.
Lo paradójico de Barea, es que mientras él avanzaba por la victoria de la República, se ganaba la desconfianza de los suyos, ya que lo consideraban un inadaptado. ¿Qué quería simbolizar la palabra inadaptado? Un verso libre, que no encajaba en la ortodoxia comunista, que encabezaba la defensa de Madrid. Él era un hombre de izquierdas, pero adepto al socialismo, y su condición de autodidacta encajaba mal hasta en el partido. Por qué se dedicaba a luchar mientras observaba y manifestaba la torpeza de los suyos. Rozaba con los otros órdenes (comunistas o anarquistas) que intentaban frenar el avance franquista. Se dio la paradoja que mantuvo una excelente relación con intelectuales extranjeros, sobre todo ingleses, que con los suyos propios, los de su mismo país.
Barea retrató a las personas con las que compartió experiencias, mostrando su lado humano; mostrando aristas distintas, según la cantidad de personas retratadas. Y entonces retrataba tanto al que estaba a la altura, como a aquel de escasa capacidad para mantener la integridad. Asiste a la torpeza de la táctica republicana y lo manifiesta. Se gana enemigos, casi le cuesta su salud mental. Finalmente adquirió la ciudadanía inglesa, donde murió en su destierro. Casi ignorado por ambas partes de la contienda.
Leocadio Lobo, por otra parte, se enfrentó con la autoridad eclesiástica por razones políticos-culturales. La mayoría de la curia apoyó públicamente el régimen de Franco y se unieron a este, en una supuesta cruzada en defensa de la religión católica. Lobo se manifestó muy pocas veces con respecto a la persecución religiosa en la zona republicana, algo que llamó la atención, porque muchos de sus amigos o conocidos, fueron asesinados. Él consideró que fueron ejecutados no por su profeso catolicismo, sino por sus ideas políticas, que les llevó a apoyar a partidos y grupos de derecha.
Aún acertado el diagnóstico, flaqueó en el criterio al condenar con énfasis la muerte de todos los inocentes que pertenecían a ambos bandos, pero simplificó una realidad que afectaba a su propia congregación, la matanza o persecución a los curas. No puso el énfasis en deplorar los ataques a la iglesia o moderar la intención de suspensión del culto religioso, culpable para muchos, del infinito atraso por la que atravesó España. Podía tener claro la valoración, pero la eliminación sistemática de religiosos también merecía una condena sin paliativos.
Entonces se convirtió en un ícono de este conflicto que dividió radicalmente a España. Para unos fue “el gran sacerdote republicano”, mientras que para otros fue “el propagandista rojo”. El concepto variaba, según era idolatrado por unos o vilipendiado por los otros. Quizás trató de ser coherente con sus principios, pero en todo caso, la relevancia social de su vida, hizo muy complejo el estudio de su persona. No se trata de justificar o no su labor republicana, solo mi idea fue mostrar como el portador de un consejo tan sabio, puede ser al mismo tiempo un enigma, apenas descifrado según las simpatías políticas.
No admitir la parte de verdad que puede tener una crítica nos suele convertir en autistas. Nadie está obligado a contemplar los contenidos de una crítica a sus convicciones, pero al menos escucharlas, puede ser un excelente ejercicio de la libertad de juicio. Nos permitirá alejarnos del totalitarismo, al que sin darnos cuenta o desearlo, nos terminamos arrastrando. Muchas veces considerar una crítica como constructiva puede ayudar a vencer la animadversión que sentimos ante un semejante. Es un excelente ejercicio para construir sociedades, donde unos y otros en esencia desean lo mejor, en un principio.
Un buen amigo me suele felicitar por el contenido del blog. Muchas veces no piensa como yo, sobretodo en cuestiones políticas, me confiesa. Pero cree ver en mí que no tengo mala leche, que no soy propagandístico. Creo que es uno de los mejores elogios que me han profesado en este año de escritura. Si bien me puede ganar la curiosidad de saber en qué disentimos, prima la bondad de coincidir en las esencias, con nuestras virtudes y defectos, deberíamos honrar esas libertades de conciencia que nos obligue a corregirnos y mejorarnos, antes que desacreditarnos o destruirnos. La contradicción forma parte activa de un crecimiento que duele pero no aqueja…

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