jueves, 31 de julio de 2014

Imágenes paganas



“Así que me marché a casa. Por el camino procuré captar al máximo el bullicio callejero que durante mucho tiempo (ésa era mi opinión; papá y mamá contaban con que iban a ser varios meses) no volvería a oír. Llegué a casa, tuve que darle la noticia a mi madre. Le dije: mamá, no te asustes. Me ha tocado el transporte”.

Petr Ginz - Diario de Praga (1941-1942)

Petr Ginz, un niño judío de Praga, nunca más volvió a contemplar las calles de su ciudad. Murió en las cámaras de gas de Auschwitz en el año 1944, con apenas 16 años. Su libro recoge, a la manera de un diario, los avatares de un niño que sabe que en cualquier momento ha de ser trasladado a un campo de concentración. No fue escrito para ser leído, el niño redactaba cosas nimias, castigos en el colegio, las visitas de sus primos, los juegos con su amigo Pepper, etc. Tomó trascendencia porque comenzó a alternar anotaciones sobre lo que estaba sucediendo a su alrededor, con todos los judíos de Praga. Se llega a comparar con El diario de Ana Frank.
Dos años de anotaciones reflejan el testimonio de un niño prodigio que debe convertirse rápidamente en hombre serio y reflexivo. Y dentro del horror del tratamiento judío, que los alemanes optaron por llamar solución final, las conductas de las familias enteras que se vieron obligadas, primero a residir en un ghetto, y luego a trasladarse a un campo de concentración, me detuve un largo rato en el momento en que al niño Petr, le notifican que estaba en la lista de deportados para esa misma tarde, al campo de internamiento de Terezin, ciudad fortificada a 65 kilómetros de Praga.
Su madre y tía materna comienzan a preparar la maleta autorizada para el traslado. La familia, a su alrededor, intenta hacer mas disimulable el mal momento. Si bien, todavía no se conocía el destino de todos los deportados o detenidos, en el ambiente familiar se vislumbraba que podían estar frente a una despedida para siempre. El padre, tratando de mantener la calma, le dice que sólo se trataran de unos meses. Su hermana, sobreviviente del campo de Terezin, es la que relata ese momento. Ella es la única de la familia que llegó  a conocer el final de la historia, que Petr habría de morir en menos de dos años.
Y recordé que toda despedida, incluida la deseada, comporta alguna forma de sufrimiento. El día de la partida se hace largo, cuesta dormir de corrido la noche previa, los movimientos a tu alrededor suelen ralentizarse. Pero miras la hora, cada rato, y el tiempo avanza. A tu alrededor, familiares y amigos muestran distintas caras. Unos contentos, comentan las expectativas que te aguardan en cuestión de horas. Otros tristes, aprovechan cualquier interrupción en los preparativos, para darte otro abrazo, regalarte una carta o agachar la cabeza para disimular la lágrima súbita. Aceptamos o reprochamos la perdida que supone una partida, una despedida. Todos habremos vivido algo de esto.
Una despedida activa el retorno de la memoria permanente. En mi caso, retuve imágenes de mis distintas despedidas. Han pasado los años, pero sigue temblando mi interior cuando recuerdo los instantes finales a embarcar en el aeropuerto de Ezeiza, con destino a Madrid. Un amigo comenzó a llorar, y el efecto cascada, fue inmediato. Más de veinte personas, entre familia y amigos, exteriorizaron el dolor por su perdida, y yo, el más afectado supuestamente, maticé cada despedida con palabras de aliento y contención a esa gente, que media hora más tarde, recobraría eso sí, con una sensación de vacío, su diario discurrir. Todos lloraban menos uno, mi viejo. Y cuando al día siguiente, ya en casa de mi prima Adriana, veía la foto de grupo, mi vista algo nublada estaba fija en él, quizás porque siempre fue la persona que me orientó hacia cualquier puerto (aún el de independizarme), y me abrazaba a esa tranquilidad con la que me despidió, para que siguiera guiando a la distancia, mi camino.
Del viaje en avión en sí, no recuerdo casi nada. Estaba como hipnotizado, como si hubiera tomado varios calmantes. Apenas caminé por los pasillos, apenas dormí en esas doce horas. Todo el tiempo recordaba los abrazos, las palabras de dolor de mi vieja, el “fuerza Reyes” (algún día explicaré el significado de esa frase) de mi viejo, y el camino hacia la manga que me separaba de todos ellos. Me abandoné a un par de películas en mi asiento y comprobé mi primera sorpresa en un detalle muy tonto. Las películas que ofrecía la línea aérea eran filmes doblados, se acababan los subtitulados. Es absurda la realidad a veces, ese detalle continúa grabado en mi memoria. Estaba enojado porque Clint Eastwood supuestamente decía “me cago en la leche”. Era inaudito, se me caía un ídolo.
Aquí conocí el significado de la palabra morriña. Aquí me sorprendí con esa especie de taquicardia que me abrazaba al momento de encontrar libre la cabina de teléfonos, un domingo por la tarde, cuando cumplía mi jornada de doce horas en el bar. Aquí supe la emoción que te bloquea al sentir que está marcando el numero de tu ser querido. Aquí supe que toda pregunta que te hagan puede ser tonta, pero que merece respuesta. Aquí comprobé que es posible que te puedan contener, aún a doce mil kilómetros de distancia. Y aquí comprobé, al menos los primeros años cuando no tenía internet, que después de los saludos de rigor, necesitaba con urgencia, saber cómo había terminado River Plate esa jornada.
Siempre que volví, retuve imágenes tanto al arribo como a la despedida. Me abracé a la memoria, no quería olvidar ningún detalle. Pero se te olvidan. Es el precio que debes pagar para retener un par de imágenes o elementos. No puedes retener todo lo que necesitas, la memoria parece ser selectiva. Y a veces se detiene en lo nimio, en lo intrascendente. Pero ese hecho trivial igual te emociona al ser re descubierto. Una vieja revista El Gráfico puede ser contundente, de inmediato te traslada a tu juventud o adolescencia. Y a su lectura con tus amigos.
Alguno define a la nostalgia, como la angustia y deterioro emocional, causada por una separación anticipada o actual, de la casa u objetos, y sujetos de apego, como los padres o novia. Los que sufren esta nostalgia, se abrazan como una preocupación obsesiva, al recuerdo del hogar, y a ensalzar hechos triviales hasta ese momento, reconociéndolo como fundamentales a posteriori. Dicen que ese sentimiento tiene su origen en la necesidad de amor, protección y seguridad, y todos sentimientos están vinculados con un hogar, la casa materna. Y los sentimientos arriban en oleadas, casi por sorpresa. Las emociones vienen y van, no se quedan mucho rato en tu interior. Pero lo certero de su presencia, es que no te avisa que ha de llegar, de repente te encuentras llorando, porque nadie te ha prevenido. Buscas que todo lo actual te relacione con lo anterior, buscas señales hasta donde no las hay. Esa fuerza irracional se ha de llamar apego.
Y mi vieja comprobó con crueldad que mi post-adolescencia en casa no era el fenómeno de “nido vacío”. Si bien vivía con ellos, ya disponía de una independencia que mi madre consideraba como una partida. Pero ese fenómeno del nido vacío lo conoció finalmente con mi marcha del país. Ese sentimiento lo mantiene desde 2002, aún cuando su nene ya tiene 47 años. Cada tanto, en cualquier comunicación, se sigue preguntando por qué me he ido. Creo que ella sigue siendo por lejos, la persona más afectada con mi salida del país. Ella teme hace más de una década que ha perdido participación en mi vida intima. Es más fuerte su pesar que el mío, quien en definitiva fui el que perdí la totalidad del entorno. Quizás por eso, debería ser tolerante ante preguntas como “sí estoy comiendo bien”, ó “si me abrigo”.
Recuerdo el abrazo a mis tías Chiche o Coca como algo aún desgarrador. Recuerdo la despedida de mi prima Adriana en la estación de Atocha, cuando me venía hacia el País Vasco. Recuerdo el abrazo con Fernanda, cuando nos reencontramos tres meses y medio después en la plataforma de arribos de Barajas; recuerdo cada uno de los “fuerza Reyes” que mi viejo me regala, ya con resignación, cada vez que ve que su hijo flaquea en la nueva despedida. Me recuerdo la noche anterior de cada vez que me vuelvo luego de una visita, recorriendo en la oscuridad de la casa paterna, tratando de memorizar cada rincón de la casa, deteniéndome en la distribución de los libros en la biblioteca. Atesoro recuerdos, busco retener eternamente imágenes.
Cuando tenía 15 años, veraneé con mis viejos y tíos en una casa enorme en Villa Gesell. El ultimo día de febrero, cuando finalizaba nuestra estancia veraniega, recuerdo ahora con emoción, un hecho que en ese momento no alcanzaba a dimensionar. Mi tío, y además padrino, aprovechó esas últimas horas muertas antes de emprender un regreso, en acercarse conmigo y con sus dos hijos a ver por última vez la playa. En la oscuridad, la fuerza del mar toma una dimensión casi bíblica. En la orilla y tratando de no mojarnos con el vaivén de las olas, mi tío invitó a sus hijos a retener las imágenes del mar, y a agradecer la oportunidad de haberlo disfrutado. Yo contemplé ese instante mágico entre padre e hijos, sin formar parte. Pero algo me habrá marcado, siempre recuerdo esa imagen con cariño.
Los libros te disparan sensaciones diversas. No puedo comparar la despedida del Petr con las distintas mías. Pero sí agradecer la claridad con lo que expresó ese momento crucial, la buena escritura tiene ese detalle. Permite a los demás comprender las dimensiones, o al menos acercarlas a las de uno vividas.
Hablando de despedidas, al trasbordador espacial Columbia le restaban 16 minutos para aterrizar en Florida. Eran casi las nueve de la mañana del 1 de febrero de 2003. Uno de los siete integrantes de la expedición, el astronauta israelí Ilan Ramon, estaría guardando el dibujo de la tierra visto desde la luna de un niño que nunca pudo llegar a ser astronauta. Era de Petr Ginz, lo había dibujado desde el campo de Terezín, y la ilustración viajó al espacio como una especie de homenaje a las víctimas del holocausto nazi. Pero el trasbordador se desintegró al tomar contacto con la atmósfera. Este drama permitió recuperar la tragedia que vivió el joven checo, y con él, el contenido de sus diarios. Ese drama que hoy algún padre palestino estará viviendo a causa del conflicto absurdo y eterno con Israel, que le arrebata la vida de sus hijos.  Y mientras tanto, lo único que queda de todos los absurdos es la posibilidad de retener imágenes, de convivir con la desolación del arbitrio de que los poderosos de turno te quiten a tus seres queridos…

PD: Mikel Bengoetxea, Imágenes paganas es un tema de Virus, grupo pop fundamental en la historia de la música de mi país. Y como esto va de retener imágenes, ni bien busqué el titular de la entrada, me vino su cantante Federico Moura, con la entonación de este lindo tema. Te lo comparto.

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