lunes, 14 de julio de 2014

Sin documentos



Parejas lingüísticas es un programa que alienta facilitar el aprendizaje de un idioma a la persona migrante. En este caso, aprender a manejar el castellano. Dedicamos parte de nuestro tiempo a sostener charlas y encuentros, con personas extranjeras que necesitan adquirir mayor fluidez oral, acelerando el proceso de integración. En mi caso particular, lo he experimentado con personas que huyen de sus países por problemas religiosos, políticos, guerras intestinas o por hambre. El apoyo es importante, esta gente a duras penas, cuenta con alguien en la semana que le ayude a mejorar su comunicación.

De esta manera conocí a un par de jóvenes nepalíes, y un muchacho de Senegal. Los mecanismos utilizados con unos y con el otro, no fueron similares. Yo me tuve que adaptar a sus características. Con los jóvenes nepalíes, me llevó varios encuentros el entender que la comunicación transitaría por los carriles de las pocas palabras. Y descubrí que a veces más que conversar con ellos, mi ayuda podría venir de acompañarlos al médico o realizar alguna gestión, y de a poco se generó el vínculo, que con uno de ellos se mantiene, con llamados telefónicos, para saber cómo estamos, cada poco tiempo.
Con el muchacho de Senegal, la comunicación y empatía se generó desde el apretón inicial de manos. Su castellano fluía con naturalidad, la misma espontaneidad que utilizaba para, al recibirme en el lugar de encuentro, coronarla con una palmada afectuosa, similar a las costumbres latinoamericanas. Casi siempre una sonrisa custodiaba el saludo. El buen humor no se teñía ante el mal clima que acompaña en las calles de Bilbao cada encuentro, o por su situación personal. Siempre predispuesto, me gustaba ver su sonrisa cuando ya me divisaba a 50 metros de donde habíamos quedado.
Y ser pareja lingüística de gente como él, no es similar a encontrarte con un sueco o australiano para enseñarle las palabritas emblemáticas de nuestro idioma. Esta gente suele tener guardada o almacenada en sus espaldas, historias fuertes de vida. Y te cuentan realidades de otras gentes que también están residiendo en esta u otras comunidades. Y en casi todas las historias, abunda la solidaridad, el apoyo que le da al que no tiene nada, el que tampoco casi nada tiene. Y muchas veces terminas el encuentro, con la sensación de que el que más se ha cultivado, eres tú.
Muchos de estas vidas han aprendido a ser pobres en España. Dormir a la intemperie, con el único abrigo de un cartón que irremediablemente se ha de mojar a los pocos días, es una realidad que no frecuentaban en su país de origen. Tener que acercarse a la casa de algún conocido o buscar en la ciudad los lugares de acceso a duchas públicas, no formaba parte de su rutina en su tierra. Tampoco tener que controlar el tiempo sin distracciones para no perder el turno en el comedor de un albergue, llegar fuera de horario te puede hacer perder, quizás, la única ingesta del día. Y si se repitiera, acaso te quiten el carnet, para dárselo a otro que también lo necesite. Eran pobres, pero no de esa pobreza. Muchos de estas personas tienen una base de conocimiento interesante. Y muchos más se acercan a la experiencia del dorado europeo, con una carrera universitaria que no les avala para experimentar una proyección o desarrollo como profesional.
Algunos sobreviven con la venta ambulante. Llevan años alternando entre los cd´s, dvd´s, imitaciones de bolsos, gafas de sol, fundas protectoras de móviles u otras ofertas similares. Es postal conocida verlos atentos a sujetar con destreza los bordes de la manta que oficia de tapete, en el caso que la policía se acerque a la zona, para desmantelar el puesto y poner pies en polvorosa. Da la sensación que el País Vasco es bastante más sensible a esta realidad, en los últimos tiempos no se los nota a estos “vendedores” tan proclives a ejercitar la carrera corta del escape. Muchos me han contado que vivir aquí es diferente, han recuperado la natural sensación de transitar las calles sin el agobio, de que en cualquier momento, te detengan para pedirte el documento.
Para muchos, después de varios años, se cristaliza una especie de progreso, al ver coronado en parte, su esfuerzo personal. Pueden compartir pagando una habitación en un piso alquilado, en la misma calle donde hasta hace poco solían dormir en algún portal resguardado de las inclemencias o en el cajero de un banco, emblema del único uso que esta gente puede hacer, del capitalismo imperante.
Y siguen llegando, no conocen de editoriales de periódicos de derecha que claman que en España las cosas están mal, que no hay lugar para los “ilegales”. No tienen acceso a la edición digital de los periódicos financieros, desconociendo así los puntos con los que abre cada mañana la bolsa de comercio. No acceden a la jugosa información sobre el cíclico modus operandi de los tesoreros del partido gobernante, que han de enriquecerse aún más, en la administración o caja del partido. Solo siguen viniendo, y aquí, en el calor de un hogar con calefacción central, cocidos calentitos y caldos etílicos de orgullo de exportación, varios claman al cielo que Europa no puede albergar a todo Cristo.
Y hablando de Cristo, muchos de ellos no interrumpen nunca la tradición de acercarse los domingos al oficio religioso de sus comunidades. Rezan, cantan, comparten sus comidas típicas, se hacen compañía al tiempo que refrescan la palabra del Señor, y sobre todo, suelen recordar a la cantidad de compatriotas que han quedado en el camino, en el intento de arribar a esta tierra. Son respetuosos, como en todo habrá excepciones, pero el exceso de confianza no suele formar parte de sus accionares.
Estos inmigrantes no suelen contar a sus familias en qué condiciones viven en tierras europeas. Habrá un componente de orgullo en la decisión, pero también algo de solidaridad con el que se ha quedado, y al menos sueña con el éxito de su ser querido, o que los habrán de sacar de sus pobrezas. Yo me puedo volver a mi casa paterna o decirles lo afligido que estoy al no conseguir un trabajo o proyecto. Pero podría volver. Ellos no, o al menos no de manera tan sencilla como la mía. Yo no tengo problemas de papeles para trabajar o frecuentar aduanas. Y lo que es más triste, mi piel no destaca tanto. Asistiendo a mis pactadas parejas lingüísticas, pude conversar y entender lo que para ellos es el duelo que atraviesan desde el mismo momento en que abandonan su país.  Y solidarizarme con el otro duelo, el de llegar a otra tierra y comprobar, que al menos de momento, se te cae la otra ilusión, la de salir adelante con esfuerzo pero con premio. Nadie alcanza a adivinar la clase de vida que el destino te puede deparar al llegar al otro lado.
En estos últimos años están perdiendo algo que otros gobernantes, también españoles, les han otorgado. La renta básica se va de sus bolsillos y los exponen a la miseria absoluta, casi similar a la que tenían al llegar a las costas ibéricas. La diferencia que ese dinero que manaba de las arcas europeas, les permitía acceder a pocas cosas (o muchas), y ellos escogían un móvil de última generación, unos cascos imponentes para escuchar música, una buena chamarra para gozar del abrigo, el envío de parte de ese dinero a su país y una habitación con derecho a empadronarse. ¿Es reprochable? Según las prioridades de cada uno, habrá tantas interpretaciones posibles. La realidad es que esa renta se la ha dado otra España, y ellos no estaban en condiciones de hacer la salvedad, se aferraron a ese balón de oxígeno. También tenían otro salvavidas, que era el trabajo. Lo había. Si el inmigrante trabaja, puede vivir (mal o bien). Si el resto del mundo trabaja, lo mismo. Si no hay trabajo, es feo para todos. Pero para los inmigrantes puede ser algo más feo, porque no cuentan con el apoyo familiar para resistir. Y ahí aparece la gente vagando, a la espera de una nueva veta o simplemente, por pérdida de tiempo. Y ellos también caen en el saco marketinero de haber vivido por encima de sus posibilidades.
Saint Louis es uno de los escenarios más hacinados de Senegal. La sobreexplotación pesquera ha dejado tan pocas opciones a las 45.000 personas que de manera, directa o indirecta, viven de esa pesca. A partir de 2005 invirtieron sus pocos recursos en remodelar esas barcas y abrieron una nueva alternativa de acceso a Europa de esta inmigración, el tránsito en cayucos. No siempre se trata de mafias, muchos pagan lo que pueden para abordar el intento. Calcularon que cuatro días de travesía debían afrontar para unir los 1.300 kilómetros que las fronteras separan. Muchos se equivocaron en la precisión. Cuatro días que fueron más de once. Y esa diferencia de jornadas afectó en la disponibilidad de alimentos, agua potable, gasolina, medicamentos y comodidad. Viajaban en grupos de más de cincuenta personas. Y cuando la ruta se oficializó, también hicieron sus negocios las mafias. Y muchos quedaron en el camino, si no se entiende, es que han muerto ahogados, enfermos o deshidratados.
Lo que para los políticos y comunicadores europeos se consideró el efecto llamada, da la sensación que sólo se trató del efecto huída, el efecto tirar hacia adelante, para ganar un día más al triste destino. Es que el ser humano sigue analizando las realidades del otro, amparándose en su propia perspectiva. Lo que alimenta constantemente el error, si nos pusiéramos un segundo en el lugar de la otra persona, sería más fácil comprender la compleja realidad de nuestros semejantes. Y algo que me hizo ruido alguna jornada donde me explicó el destino de los pescadores, y algunos eran familiares de mi pareja lingüística, fue que la pesca no dio para todos, y dentro de todos, resta mencionar a los inmensos barcos europeos pesqueros que saquearon su fondo marino.
Y mi pareja de charlas me aclaró que hay muchos “héroes” que se han quedado en sus tierras, luchando por intentar salir adelante. Y me ha preguntado por Mar del Plata, lugar de la Argentina, donde varios compatriotas se han acercado, en busca de algún destino. Y con sinceridad que abruma, me dio a entender que aquí no encuentra futuro. Me regaló un razonamiento que de tan simple, encierra parte de la complejidad de la vida: Si España le ha dado la espalda a su propia juventud, preocupada por la especulación del dinero y del confort, ¿cómo ha de salvar la situación de los de otros continentes?.
Debería renovar mi participación en parejas lingüísticas, debería entusiasmar a muchos otros para que la experimentaran. Debería acercarme un rato a conversar con algunos conocidos que hice en estos tiempos. Siento que la madeja está en esas acciones, allí aprendo mucho más que en la comodidad de mi propia inercia. Malí, Camerún, Liberia, Senegal, Nigeria, Gambia o Costa de Marfil, son países con el drama diario de salida de inmigrantes. Y cada persona que arriba puede aportar una enorme lección de vida. Y Mamadou aspira en un futuro regresar a su tierra, para desarrollar un proyecto personal, que aún desconoce. Y antes del abrazo de despedida, me explica que a Senegal se la considera “el país de la Teranga”, que viene a ser algo así como de hospitalidad, un don que a casi todos nos gusta profesar como cualidad de nuestra propia tierra.

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