lunes, 28 de julio de 2014

Algún lugar encontraré





“Dicen que soy un gran escritor. Agradezco esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la refutarán fácilmente y me tildarán de impostor o chapucero o de ambas cosas a la vez”. 
           Jorge Luis Borges.


En estas épocas de vacas flacas en mi accionar, muchas veces me pregunto: ¿Qué soy?. Un buen tipo, eso parece, ya que mis familiares y amigos me lo hacen sentir. Sus hijos y sus perros se acercan aunque yo no lo motive. Esperan con ansias mis alegrías y sufren bien cerca mis tristezas. Por eso, en un papel en blanco y en respuesta a esa pregunta, puedo decir con la frente alta: Buen tipo.
Pero eso sólo puede sonar a poco, a efecto consuelo. En todos estos tiempos me he preguntado y me han preguntado, que es lo que quisiera ser ante la escasez de recursos para acceder a un sueldo. Y es la pregunta más difícil que no puedo llegar a contestar. A veces creo, que con una dosis considerable de inmadurez, solo puedo atinar a decir, quisiera ser escritor. Pero me lo callo. Como que me da vergüenza esa respuesta. Porque no soy un bohemio, soy un tipo responsable, al menos eso creo. Y decir escritor, puede sonar, a otro más que quiere vivir del cuento.
Y ante la duda filosófica me siento a escribir y me doy cuenta que llevo 112 entradas en este blog, que estoy en un segundo año de confidencias, razonamientos o mensajes en botellas, en océanos de marea baja permanente, y digo: “Mierda, es que soy escritor”. Pero el problema será que no me lo creo, que simplemente se me da bien y poco más. Porque en este concepto de bohemia, siento que hay una definición de escritor que tendría que ser profesional. Y en este Deltreceenadelante no hay banners, no hay libros ni escritos a la venta. Y lo peor, ni siquiera tengo spams o críticos a lo que escribo. Y eso que tengo un par de amigos K que sé que me leen.
Hace muchos años escribía informes en Çlarín para todos, el suplemento de los miércoles del Diario Clarín. Los clientes de las respectivas agencias de publicidad donde trabajé, venían con sus necesidades comerciales y me encargaban que escribiera las bondades de sus productos, en forma de publi notas. Entonces yo les escuchaba, bah, en realidad no les escuchaba, porque esa gente suele tener poco que decir, me llenaban de brochures, anotadores o papeles con garabatos, para que yo las leyera. Y escribiera. Y lo importante de ese informe era que vendiera, no importaba tanto que se dijera la verdad. Ni que hablar que nadie iba a cuestionar el estilo. En mi haber, puedo acreditar que casi nunca recibí correcciones ni correctivos. Es más, la encargada del suplemento en el diario nunca me modificó una coma de mis escritos. Supongo que porque se pagaba el espacio y se cobraba muy bien. Y yo sin estar orgulloso, al menos me llevaba la arrogancia de que casi siempre cumplía en tiempo y forma. Ah, y me llevaba trescientos pesos a mi casa.
Y un día me tocó hablar de las bondades del aloe vera. Llegué a escribir que Cleopatra no usaba leche para sus baños. Sin ruborizarme y sin contrastar la información de mi cliente, que vendía aloe vera y sus hilos de oro para mantener eternamente la juventud, y lo vendía por teléfono. Retomo el hilo, en este caso, del relato. Cleopatra usaba el aloe vera, ese pudo ser uno de los motivos por lo que Marco Antonio perdiera la cabeza por ella. Y si perdía la testa, al menos esperar que el mismo aloe le ayudara a cicatrizar. Al menos cauterizaron o cerraron las ventas, fue suplemento de casi 200 compras telefónicas. Y con el fono se gana dos veces, una al cobrar jugosa la llamada y la segunda parte del plan, con la venta.
Otro día visitaba a un delegado gremial, y obviamente mi informe iba destinado al gremio y a su excelente, cristalino y “democrático” manejo. Si bien tenía experiencia en escribir informes, más de una vez tuve que tomar apuntes casi casi sin levantar la cabeza, es que me daba vergüenza transcribir las burradas que me contaban. Es que el embuste tiene como un tufillo que hasta el más lelo, puede olfatear. Pero a la semana, estaba el informe listo e iba acompañado de un par de fotos, una de ellas, la de mayor tamaño, era la que tenía al modesto delegado gremial, favoreciendo su mejor perfil. Y por ahí no cobraba los trescientos pesos. Es que esa gente es mas de recibir que de dar.
Y un día me encontré escribiendo la revista de un hospital de Buenos Aires. Y tenía libertad de contenidos. Bueno, no te conviertas en una pluma de ciencia ficción o fantasía. Tenía, en realidad, un pliego de la revista para darle el contenido que quisiera. En realidad, el Hospital editaba la revista para que “su pliego” contentara a ellos mismos y siguiera distrayendo a los que apoyaban a la directiva. Porque no se necesita ser escritor para darse cuenta que de los embustes, la raza humana es la última en enterarse.
Y en esa libertad de elección, me encontré en la Feria del Libro escuchando a Mario Vargas Llosa. El escritor peruano presentaba “Los cuadernos de Don Rigoberto”. Y entre tantas cosas amenas que platicó (no habló de política ni de la derecha, quédense tranquilos) despertó en mí la curiosidad de sentarme a escribir una novela. Nos estimuló a los presentes a que participáramos en el concurso de Alfaguara de ese año.
Y yo escribí una novela de cuatrocientas páginas. Y estuve sobre todo los fines de semana, sin moverme de la compu. Fue increíble, en todos los aspectos. Tuve una idea, la dividí en capítulos y busque darle un recorrido, y llegar a un desenlace. Pero cometí un error, en realidad habrán sido varios y el primero tal vez, escribirla. El error es que una vez terminada casi que no corregí nada. Así como la escupí la imprimí y para la editorial. “La capital de los siete pecados”, su título. Hasta encuaderné una copia a papel.
Esperé a los finalistas publicados en el mismo Diario Clarín, y mi seudónimo que no apareció. Y envié una carta a Alfaguara preguntando que les había parecido, ya que era un autodidacta y como tal, no tenía un mentor o referencia a quien consultarle, y lo más lógico era que les preguntara a ellos, ya que al menos se habían tenido que enfrentar (a la fuerza, por el rigor de un concurso) a mi obra iniciática. Y no me respondieron.
Al año siguiente escribí mi segunda novela. Esta vez se notó algo más de profesionalismo en mi accionar, esta vez creo haber corregido al menos 50 renglones de mis nuevas 400 páginas. “No hay un modo” se titulaba, y la historia mentaba sobre la despedida de un grupo de rock, luego de década y media de ser pop-stars. Cada capítulo lo escribía o contaba una persona distinta, entre los miembros de la banda, su manager, alguna esposa o novia, y el último capítulo un fan, la raza más sufrida en la escala de valores de lo manipulable. El “No hay un modo” de titulo fue todo un hallazgo, para algún argentino avezado, se dará cuenta que era una frase de la canción Signos, de Soda Stereo.  Y esa banda se despidió en 1997, justo el año que me senté a escribir mi segunda opera. Tampoco estuve entre los finalistas, creo que mi seudónimo no era comercial, no manejaba otra explicación.
Pero ese No hay un modo, no hay un punto exacto, finalmente me trajo un pequeño ruido, no de reconocimiento, pero sí al menos de visibilidad. Cuando me acerqué al barrio de Pompeya, a llevar las dos copias de la novela a la editorial, por algún motivo tuve que dar mi nombre y apellido en la recepción. La mujer que hasta ese momento, me estaba ignorando con cariño y dedicación, se detuvo, me miró y me preguntó si yo había enviado una carta a la editorial. Le dije que sí, que quería tener una opinión, pero que al parecer yo no era opinable, porque no recibí ni acuse ni recibo. Ella me dijo que se acordaba de la carta, pero que les había sorprendido mi ingenuidad. Ellos reciben más de 500 obras por concurso, y no saben quién las lee, la mayoría de las veces de eso se encargan “los negros”, ya que los autores consagrados que forman parte del jurado, solo entrar en acción a partir de la tercera o cuarta criba. Al menos me volví a casa sintiéndome portador de un secreto editorial de importancia.
Y comencé a frecuentar talleres literarios. Y me iba intimidando cada vez más. Es que escritor era Borges, y yo tenía miedo que a la primera semana se dieran cuenta que yo era un fraude. Pero de a poco algo me he ido soltando, escribí un par de decenas de cuentos, y hubo un par que hasta recibieron premio. Un viaje a Colonia en Uruguay para un primer premio, una edición de cuero del Martín Fierro para un segundo premio, y 350 euros para un segundo premio también, pero esta vez en un concurso lejano, ya aquí viviendo en Plentzia.
Escribí un par de novelas más y me sequé. Se acabó la imaginación, no había caso. No sentí el temor a la página en blanco, simplemente no llegaba ni a tener ganas de enfrentarme a lo níveo del papel. Y sin llegar a considerarme escritor, de un día para otro, dejé de serlo. Pero comencé otra carrera, la de lector.
Me tomé en serio eso de que para ser escritor había que pasar un período formativo intenso. Una década de preparación, con un promedio inicial de setenta libros el primer quinquenio, para estacionarme en las cien lecturas de los últimos cinco años. Me tomé al pie de la letra eso de que para poder ser escritor, hay que meter horas o días enteros en leer todas las narrativas y forjar una propia opinión y sobre todo concienzuda. Y creo haber madurado, de tan maduro puedo parecer fruta podrida o prohibida.
Leí los clásicos, porque para escribir hay que conocer a los próceres. Pero eso creo que me ha aislado, porque casi nadie lee o leyó a Proust, Joyce, Flaubert, Tolstoi o al propio Cervantes. Ellos, muertos hace más de cien años, me marcaron un supuesto camino. Me regalaron el mejor de los regalos, el vocabulario, y me prepararon para volver al ruedo. También incorporé algo de técnica, y me afilié a la ensayística de ciertas tradiciones. Pero no regresé con un cuento o novela, fue con este blog. Y mis malditas cinco carillas de Word por entrada, que aleja más que invita a la lectura. Pero tengo mi rascacielos literario.
Pero me suena que sigo bases o requisitos del pasado, que ya nadie necesita ni tributa. Hoy las redes sociales nos permiten a todos ser escritores, o en el peor de los casos, foristas. Y ya nadie lee, no hace falta, se puede escribir sobre todo. Se puede ser escritor o blogger sin haber leído nada, sin recibir ni dar educación, sin entender ni valorar críticas, llamando a todas las que existan como mendaces. Cervantes o Shakespeare se compadecerían de nosotros. El propio Gabriel García Márquez, viendo en como degeneraba todo esto, y quiero creer que en plan altruista, hasta ofreció eliminar la H del abecedario, sin saber que con los Msn luego se suprimirían varias más de las consonantes. A nadie le sonroja las faltas de ortografía.
Cinco carillas otra vez para llegar a la conclusión de que sí, soy escritor. Alguien me ha de leer, y alguna vez alguien me ha de criticar. No sé si llegará el dinero a mi portal, pero sí que me siento un escriba. Se leer y escribir, tengo algunos amigos que se sientan con curiosidad para saber de qué va la siguiente entrada. El sábado pasado, un conocido me regaló quizás una de las mejores frases. Me dijo que estaba enganchado con el blog. Esa será por lo pronto la consigna a la que aferrarme. De momento dejaré de lado las máximas de algunos amigos, que ante el apuro de no leerme casi desde la primera salida, me suelen decir: “Hace tres meses que no te sigo. Tengo que retomarte un día de estos”…

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