viernes, 3 de mayo de 2019

Quise quedarme pero me fui


“El recorrido por la autopista es por lo tanto doblemente notable: por necesidad funcional, evita todos los lugares importantes a los que se aproxima; pero los comenta. Las estaciones de servicio agregan algo a esta información y se dan cada vez más aires de casas de la cultura regional, proponiendo algunos productos locales, algunos mapas y guías que podrían ser útiles a quien se detuviera. Pero la mayor parte de los que pasan no se detienen, justamente”.
Marc Augé

De un tiempo a esta parte hay algunos lugares donde me molesta estar. Me siento invadido, extraño e incómodo. Los evito pero cada tanto hay que ir, a veces los necesito. Me falta el aire, me siento vulnerable, anhelo salir lo más rápido posible, es una extraña sensación que se repite constantemente y que el día que la comenté en mi terapia me enteré de que tiene un nombre: “el no lugar” y recordando la caverna de Platón, comprendí porque disfruté con tanto dolor La caverna, de José Saramago.

Aquel libro del año 2000 profundizaba la necesidad del escritor portugués de escribir sobre las pérdidas del hombre. No solo el empleo, como es evidente, sino los espacios de comunicación, de visibilidad. Situaba gran parte de la trama en un centro comercial, lugar donde según Saramago “la ausencia de comunicación es total”. Los grandes almacenes parecen reemplazar a las catedrales o universidades, salvo que la gente no se arremolina para conocer, saber, orar, si no para olvidar o para buscar lo más fantástico de las posibilidades. El centro comercial es uno de los lugares donde me ahogo. Durante un tiempo pensaba que era evidente que yo no disponía del poder adquisitivo para comprar y comprar, como era la cultura con la que me topé al llegar a la península. Para todo se sacaba un crédito, se cambiaban las gafas, la funda del móvil, el coche, las camisas. Yo me ahogaba porque llevaba solo saldos o marcas blancas y durante un tiempo pensé que era vergüenza.

El otro lugar es la terminal. Pero sobre todo, los aeropuertos. Me pasó por primera vez hace unos años. Sin ocupación -desempleado- , acompañaba a mi mujer a un viaje de trabajo y sentía al arribar la falta de aire y de privacidad más absurdo de mi vida. Nadie te mira, todos marchan de un lado al otro -salvo los sentados que esperan abordar o un trasbordo- pero me percibía como un farsante porque entre tanto movimiento, yo en ese momento de mi vida, no lograba ir hacia ningún lado, estaba paralizado. Era necesario salir cuanto antes de allí y recuperar mi dignidad mancillada. Lo pasaba mal, muy mal. Si bien esa sensación ha desaparecido al recuperar la actividad rentada, sigo manifestando ese malestar al llegar a una terminal y tener que avanzar hacia una salida o puerta de embarque.

Y tenía un nombre, y desde los noventa. Marc Augé lo definió como los no lugares. El no lugar es el contexto de todo lugar posible pero con referencias totalmente artificiales. Pero esa sensación también suele extenderse a tu propia casa. El no lugar ocupó el espacio más personal posible, han ocupado el lugar del hogar. El televisor, el ordenador, portátil, Tablet, móvil, los auriculares, el ruido nos están arrastrando hacia un no lugar permanente. Los aparatos de la tecnología no están portando en nuestro cuerpo la constante referencia del no lugar, como si no pudiéramos soportar el silencio. Nos han vendido que para la creación no hace falta la caverna que vela por nuestro interior, lo que importa es el delineador o maquillaje que permita la creación. El volumen o el ruido acallan el interior, hoy crear es estar en tensión. No lo imagino a Saramago escribiendo bajo tensión.

La caverna se convirtió en menos de veinte años en una distopia, como piedra de toque que nos debía permitir incidir sobre esa tendencia social que hoy nos lleva a situaciones poco deseables, como es la de ir a pasar “tiempo” en familia a un centro comercial buscando el lugar que conforme a todos, la monotonía. Tal vez Augé lo advirtió primero porque Los no lugares es una novela de 1992 pero que llegó a mis manos recién este año, cuando la revelación de que mi angustia ya estaba analizada y que otra vez, me quitaba el protagonismo ante una nueva angustia universal. Aquel lugar donde el individuo se siente solo, ignorado, mudo ante una multitud que fluye y fluye pero que realiza contactos transitorios y solitarios condenados a no reencontrar mas que un desesperado pasatiempo es lo que cristalizó como no lugar.

La situación parece que se agrava cuando entran en juego situaciones de crisis económicas y políticas. Es el refugio absurdo donde nos arremolinamos cuando descubrimos que no podemos huir del discurso. Merodeamos terrenos inencontrables. El tercer lugar que me acomete en aquel listado inicial es mi añoranza, en mi cabeza se sucede la resistencia de esos lugares a donde vamos a parar y que difieren radicalmente de nuestro pasado, de nuestra esencia. El viaje a Buenos Aires en vez de devolverme a mi margen me lleva hacia un no lugar, hacia el terreno desbastado por donde caminan mis seres queridos, y yo no los quiero dañar remarcándoselos. Es un no lugar porque solo existe en mi cabeza, en mi pensamiento. No siento ya reparo al llegar al aeropuerto de Ezeiza, salvo porque veré a mis padres. A una persona educada en valores, llegar a Buenos Aires es confirmar que se profundiza que es el reino del sin valores.

Ese descentramiento que me acomete en ciertos lugares está estudiado. Hasta el ser humano se ha desplazado con respecto a sí mismo. Llevamos un teléfono a todos lados, que ya no es solo teléfono, es red social, correo electrónico, cámara o filmadora, Google maps, apps, Blogger, es todo lo que puedas pensar. Somos también parte de lo efímero y de tránsito. Pero este no lugar que es nuestro cuerpo no me paraliza como los otros mencionados. El no lugar tiene la magia especial de ser un instrumento de medida interpretable, un lugar puede constituirse en lo que para otro es un no lugar. Frente a mi ordenador, parezco tener el control de la situación mientras que en una zona de tránsito como lo es un aeropuerto me siento expuesto, avergonzado. Vivir en una sociedad de consumo permite pasarse del otro lado del espejo, hacerse uno mismo imagen. En un aeropuerto me encuentro envuelto en un paréntesis que me ha llevado a un lugar donde no cuadro, donde no puedo disimular que no voy hacia ningún lugar de velocidad empresarial. Pero en mi ordenador o teléfono no debo dar cuenta a nadie, quiero creer que es mi espacio neutro. Frente a mi portátil no debo mostrar mi documento, mi tarjeta de crédito, sortear el escaner y las cámaras de seguridad. Pero no es así, mis datos de navegación, mis gustos, mis hábitos, tal vez mis secretos están todos observables, el visor de la cámara me apunta a la nuez a cada navegación realizada. En el sitio más estático posible -el ordenador- me siento dinámico. Es absurdo.

Hace unos meses estuve con un amigo en Madrid para un evento futbolero. Retornando al hotel luego de horas de tensión y emociones futbolísticas y del regreso a mi lugar mental -el futbol, la amistad y un logro deportivo- nos encontramos con hambre muy entrada la noche. En las afueras de Vallecas lo único posible era la comida rápida de Mac Donald y su servicio 24 horas. Y me sentí bizarro al acometer una fila entre coches donde mi amigo y yo éramos caminantes. Unos avanzaban con primera y nosotros con nuestros pasos, pero nos hicimos con las reparadoras hamburguesas, patatas y refrescos. Ahí comprendí que hay más no lugares, ya que el servicio 24 horas está pensando para que no te bajes del automóvil, para que todo sea un tránsito. Fue gracioso pero podría haber sido patético, depende del no lugar de mi mente. En este sitio dinámico como esa fila, no tuve que convertirme en automóvil, pero casi casi. Caminé sin disimular que no tenía muchas marchas para ofrecer al resto que me acompañaba con sus distintas gamas en la fila.

La discusión sobre lo que es un lugar o no lugar explican gran parte de la producción cultural de los últimos años del siglo XX. En mi cabeza busco el anonimato pero me flagelo ante un supuesto publico que no me observa. En aquellos tiempos de desempleado, no me permitía acercarme a la playa salvo los fines de semana. La playa, la arena, la reposera, el libro, los amigos y el mar parece ser para mi el lugar donde se justifica el estar todo el día sin hacer nada. Pero para justificarlo, debía antes haber hecho todos los convencionalismos requeridos. Hoy vuelvo a disfrutar la temporada de playa, siento gozo y satisfacción de tirarme en la arena a no hacer nada durante diez horas, donde mi cabeza huye de mí y de los diversos discursos. De mis no lugares tan sufridos, llamémoslos intermedios como decía el gran Saramago…


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