viernes, 17 de mayo de 2019

No hablaré del final


“No creo en Dios, pero lo echo de menos”.
Julian Barnes.

Algunos hombres persiguen con denuedo el vencer a la propia muerte. Aspiran a la inmortalidad, convertirse en dioses y si no se puede, al menos distraer o subyugar al envejecimiento. Envejecer es acercarse a lo desconocido, más allá de la basta experiencia que se pudo haber adquirido durante una larga vida. Tememos lo desconocido y la muerte arropa lo más oculto de la existencia, tantas veces disfrazada con la quimera del reencuentro. En definitiva, para algunos -entre los que me encuentro- el miedo a la muerte es el miedo a la nada.


La religión nos brinda la tragedia humana con final feliz. Y el transhumanismo puede ser definido como un movimiento intelectual y cultural que afirma que es posible mejorar la condición humana a través de la tecnología y la ciencia –biotecnologías, biónica o inteligencia artificial- , que permita mediante técnicas, eliminar el envejecimiento e incrementar, a su vez, nuestras capacidades intelectuales, psicológicas y físicas. De ser posible el desarrollo de estas técnicas y capacidades, los seres humanos podrían ser modificados hasta el extremo de considerarse posthumanos o un estado superior. Anhelan un crecimiento personal más allá de las limitaciones biológicas que nos comprenden.

Dependiendo del autor transhumanista que se investigue, los aspectos a mejorar podrían ser físicos, mentales, emocionales o morales. Para ellos, la sociedad se ve atrapada por influencias religiosas u otras creencias que generan oposición a todo avance que durante siglos han demostrado enormes beneficios a la vida en el planeta. Hoy nadie duda, pero en un primer momento se estuvo en contra de las transfusiones de sangre, trasplante de órganos, vacunas, fecundación in vitro, satélites, predicción genética de las enfermedades o el salto cuántico de materiales.

El transhumanismo es un modo de pensar acerca del futuro basándose en que el ser humano no representa el punto final de nuestro desarrollo, sino que al revés, conforma una fase temprana continuadora del humanismo. Las creencias constituyen el estado básico y de tensión de nuestra existencia, la vida del hombre es un continuo hacerse, no le queda más remedio que intentar hacer algo para no dejar de existir. Como refería Ortega y Gasset en “La historia como sistema”, la vida no se nos da hecha, tenemos que hacérnosla nosotros. Y para muchos, el transhumanismo es un movimiento que pretende el mejoramiento del hombre.

Los transhumanistas ambicionan el trascender los limites biológicos propios, enfrentando para terminar con la enfermedad, el sufrimiento, la minusvalía, el azar del nacimiento, el envejecimiento y llegar a enfrentar a la muerte. La mejora de los rasgos genéticos humanos nos acerca al concepto de la eugenesia o higiene racial que se asocia en forma inmediata con los genocidios nazis pero que mas de medio siglo después, sigue estando latente en las entrañas de los nacionalismos mas cerrados. A través de los biotopics o películas de ciencia ficción podemos focalizar conceptos como clon, mutante o transgénico. La realidad nos indica que la primera terapia genética practicada en una niña cuyo sistema inmunitario no funcionaba por falta de un único gen, viviendo encerrada en una burbuja. Al sustituir las células defectuosas, le permitió vivir con normalidad. Es decir, que la mejora de los rasgos genéticos ya está instalada en la ciencia, pero todos sabemos que también existe el lado oscuro, desde el dopaje para deportistas o la construcción para hacer daño, las dos caras de todos los avances o descubrimientos.

Reconocemos que el hombre es un ser falible, y que su voluntad nos ha conducido, tantas veces, a lo peor. Los pronósticos nos arrojan a un próximo siglo donde el transhumanismo es la idea según la cual la tecnología cambiará el concepto del mundo hasta un punto tal, que nuestros descendientes no lleguen a ser, en muchos aspectos, humanos. Podrán denominarse transhumanos o posthumanos. No es ciencia ficción, solo queda tratar de recordar como era nuestra vida durante los ochenta del siglo pasado. Si lo recuerda, compárelo con nuestra realidad actual tras la irrupción de la tecnología en este siglo. No somos los mismos seres humanos, dicho sin medias tintas.

La fusión entre nuestros cerebros y la tecnología abre paso al concepto de superinteligencia. Para algunos, los peligros de la inteligencia artificial están a la vista a través del desarrollo moral de nuestra especie. Nick Bostrom, bautizado como el filosofo del fin del mundo, advierte ante el optimismo ingenuo en aquellos que ven en las maquinas pensantes las soluciones a todos los problemas, que solo somos niños pequeños jugando con una bomba. La idea impactante sobre la que giró la ciencia ficción de que las máquinas nos superarán en inteligencia se debe contemplar en un horizonte cercano. La inteligencia media -la masa- es de sobra menor a la tecnología desarrollada y las manos del poder donde recae este desarrollo está demostrado -un político no oposita en inteligencia- suele chocar constantemente contra muros donde aún hoy se muere de hambre, por desigualdades o por picadura de insectos.

Desde siempre, el disponer de un conocimiento nos ha hecho más responsables. Somos los que nos ha pasado, lo que ha hecho y lo que lleve sobre su espalda. Siempre el ser humano ha sido la consecuencia de los que nos precedieron y sus ideas. Somos conscientes que es necesario superarnos para no dejar de existir. La vida es la historia y el pasado sostiene mal o bien, nuestro hoy. Se pierde la fe en Dios y por ende, el hombre se encuentra solo frente a la naturaleza y a su naturaleza. Se debe aspirar a lo que defendía Ortega, que sea el mundo el que se adapte al hombre. Lamentablemente, crece la percepción de que el ser humano se esté transformando por la influencia de los medios tecnológicos, y que este acople perjudique notoriamente la continuidad de la especie…

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