domingo, 4 de diciembre de 2016

Mira hermano en que terminaste

"La humanidad tiene una moral doble: una que predica y no practica, y otra que practica y no predica".
Bertrand Russell

Dicen que la muerte nos iguala a todos. En parte puede ser cierto. En parte. No todos mueren con el mismo estatus, con idéntico reconocimiento, con la misma pompa, con la correcta aplicación de la vara de la justicia. Pero creo que la muerte finalmente iguala, porque al dejar uno de existir, se olvida la falta de equidad sufrida. Podrá quedar instalado sobre la tierra el mito de la persona, pero en un punto, lo que afortunadamente se ha de perder es, parcial o totalmente -en pocos casos-, la portación del contrasentido. Esta cualidad que gran parte de la humanidad porta es la que echa a perder las ideologías, pensamientos u obras. Casi nadie puede escapar al contrasentido, la incongruencia o la incoherencia. Y es increíble, porque son los mismos hombres incoherentes los que finalmente están dotados de cualidades excepcionales que posibilitan  una permanente evolución.


Dicen que todo el mundo tiene su ideología, o al menos una simpatía, credo o una especie de doctrina. Una ideología es un compuesto de ideas y valores, y de los principios que portamos o defendemos, tomamos decisiones que enaltecen o afectan a la especie. Todas las ideologías se aprecian coherentes, el caos se genera con la instrumentalización o manipulación de las ideas o sentimientos para obtener o mantener poder, convirtiéndose en traidores de sus propios principios y trasmutando en rehenes a los que les profesan admiración, orgullo o una fe ciega a aquellos referentes que nos hicieron creer que eran trasparentes o heroicos, que los conocíamos, y que a pesar del continuo engaño que finalmente intuiremos, seguiremos protegiéndolos con el corazón en vez de juzgarlos con la razón.

El paso del tiempo nos permite sospechar que ninguna revolución ha resultado. ¿O me estoy olvidando de alguna? El que piense que la Revolución Francesa ha sido la excepción, y se aferre a latiguillos aún repetidos de "Libertad, igualdad y justicia", puede que este románticamente equivocado. Esta Revolución, indudablemente puso fin a un orden medieval, pero quizás sin quererlo, dio pie al nacimiento de varias naciones que desarrollarían el consumismo, gen de la brecha de mayor desigualdad.  La Revolución norteamericana (1775-1783) sería la primera en reivindicar la participación social, inspirada en las letras francesas, instaurando un efectivo y perdurable espacio para el ejercicio de la libertad, eso sí, interno. Todavía hoy, los amantes de las permanentes revoluciones, continúan denominando a los norteamericanos como el imperialismo yanqui.

Lenin fue considerado, en sus inicios, heredero legítimo del legado francés y de Robespierre. La historia nos permitió saber finalmente el extraño uso de la palabra liberación que luego profesó el líder soviético. La Declaración de derechos del Ciudadano y del Hombre, de 1789 es un buen producto de aquella gesta gala. Una declaración loable que al día de hoy cuesta recordar a los Estados y a la sociedad que está incumplida en mayor medida. La reclamación de la participación social y los ideales políticos siguen siendo una mítica construcción, que todos repetimos pero rara vez cumplimos al pie de la letra. Quizás los amantes del arte puedan rescatar parte del éxito de aquella Revolución Francesa, en la belleza de la letra en su conjunto de "Los miserables", obra de Víctor Hugo, y en sus excelentes adaptaciones para el musical que consagró el teatro y el cine. Poco para tanta expectativa revolucionaria.

El problema del revolucionario, que en realidad es de todo ser humano, es la omnipotencia que lo ciega al llevar adelante una revuelta social. Omnipotencia es sinónimo de absolutismo, estado en que los que quieren apagar una tiranía terminan cayendo, a través de continuos graves errores, y siempre con consecuencias negativas para la especie humana. El líder revolucionario ha de terminar reprochándote que lo que ha hecho, lo ha hecho para ti, para tu beneficio. Entonces, tú has de ser el ingrato, el que no valora la abnegación de aquel mítico héroe que se la jugó por los oprimidos. La pregunta que siempre viene al caso y rara vez la preguntamos es: ¿Quién le pidió que llevara adelante su ideal? Seguramente nadie, probablemente el deseo mitológico de todos. Pero fue el arrebato personal de sus emociones, creencias, fanatismos o convicciones lo que le llevó a desafiar y enfrentar el orden vigente, para luego reprocharnos su estoico esfuerzo, en el momento que sospechamos que tanta revolución lo único que generó, es un cambio de cromos en esto de vivir sojuzgados. Es que el revolucionario es en el fondo, un gran continuador de lo que combate y destrona.

Nuestras sociedades no terminan de entender lo que es convivir con la existencia de la muerte. A pesar de formar parte de un componente biológico inevitable, decoramos la muerte con valores simbólicos, mitos vivientes, recuerdos sobrehumanos o lecturas trascendentes. Seguramente ansiamos la inmortalidad y estemos dispuestos a vivir con un equipaje extra, que son esos sobredimensionados recuerdos que nos permiten vivir los presentes con un dejo marcado de optimismo, que probablemente nos permita soportar lo existente e intentar dejar una huella inmortal, no para nuestros herederos, sino tal vez para nuestros inconmensurables egos vivientes.

A todos nos gusta fantasear con el éxito de un grupo de hombre simples pero con convicciones férreas y una fuerza de persuasión superior a la que provee la naturaleza, desafiando en su barca, al tirano de turno. Y si esa escasa fuerza de sacrificados guerrilleros enfrenta y vence al coloso y descomunal opresor, mas épica tiene la gesta y habrá pocas voces que se opongan al éxito de la misión. El problema es que los hombres comprueban los fracasos en diferido, rara vez sospechan de que la gesta no es tan gesta sino arrebato momentáneo, que el oprimido de ayer no será el oprimido de mañana. Buscamos las estampas románticas, inolvidables y contundentes. Todo aquel que desee un mundo más justo y más libre no podrá nunca darle la espalda a las revoluciones. Pero si podrá, porque creo que  es su deber, cuestionar los efectos verdaderos y posteriores de esos momentos heroicos.

En un mundo escaso de modelos, todos anhelamos la construcción del nuevo hombre o mundo nuevo. El hombre nuevo o el hombre fuerte, el padre del pueblo, seguirá existiendo y anhelándose en nuestro imaginario. Deseamos con pasión la liberación del oprimido, el abatimiento de la pobreza y la derrota de los imperialistas. La historia se continuará nutriendo de consignas, de romances y de proclamas libertadoras. Toda generación de mortales anhela por su líder carismático y justo. La humanidad necesita esperanza, pero también necesita reconocer que la vida tantas veces no es una lucha entre blancos y negros, sino el enigmático reconocimiento de habitar escalas monocordes de grises. De las revoluciones perdura la sospecha de un nuevo fracaso y subsiste el triste merchandising en camisetas, gorros, ron o habanos.

La palabra revolución ha perdido fuelle en las últimas décadas, al extremo de ser un palabra más de uso publicitario que un emblema de cambio social o camino a la equidad y fin de la opresión. La fuerza del término revolución perdió la batalla con la semántica, y la aplicamos para referirnos a una revolución tecnológica o científica, por ejemplo. Además, cualquier campaña monocorde de ventas se aferra al slogan revolucionario con la idea de demostrarnos que lo que nos van a vender, se refiere a lo último, última aparición en el mercado. En defensa de la palabra revolución, la mayoría de las palabras han sufrido esa mutación, la venta se nutre de la antigua épica, hemos cambiado de chip, antes las palabras encerraban contenidos, hoy parece que las palabras confirman que son términos vacíos, sin fuerza de contenido.

Continuamos necesitando ver cumplidas las utopías sobre la liberación. Las necesidades insatisfechas de las sociedades se acrecientan. La revisión del pasado no arroja dudas de que tras la revolución liberadora, sobreviene la opresión, exclusión, sometimiento y persecución, todos términos que contradicen los ideales buscados. La libertad debería ser la respuesta, una vez liberados del oprimido, nadie debería olvidar que el éxito de algo revolucionario sigue siendo la libertad.

"El revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día después de la revolución", sigue siendo una frase iluminadora, fruto del razonamiento de Hannah Arendt, pensadora esencial del siglo XX, período marcado por contrastes permanentes. En el preciso momento que la humanidad da un paso al frente en su esencial lucha a favor de la libertad y equidad, se baja la guardia y olvidamos que esos principios tan anhelados son producto de una prédica y ejemplo constante. Es ahí donde no advertimos que el adorable revolucionario se ha convertido en el próximo opresor conservador. Y está demostrado que ha de costar media vida regresar a un nuevo estado de libertad.

El tren de la libertad revolucionaria, no transita con regularidad. Tantas vidas se ven postergadas por las garras de las tiranías ideológicas o egoísmos personales. Cuando aparece el ansiado tren reparador, las ganas de adherirse a ese soñado viaje, no nos permite ver, que tarde o temprano, las fanfarrias de la inauguración cesarán, los vagones necesitarán mantenimiento, que los inspectores quizás dejen de ser simpáticos o funcionales, que parte de los pasajeros quizás quieran bajar, que el recorrido necesitará otras estaciones, y que sobre todas las cosas, que el motorman que nos traslade, no puede hacerlo durante cincuenta años. Todo viaje tiene una estación final, donde quizás, alguien cercano o nuevo familiar, esté esperándonos para mostrarnos otras realidades...


"El punto, tal como Karl Marx lo vio, es que los sueños nunca se hagan realidad".
Hannah Arendt.

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