miércoles, 28 de diciembre de 2016

Vuelvo siempre a caminar tratando de encontrar algo

"El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho"
Miguel de Cervantes

Al momento de determinar qué autor o qué lectura te han marcado en un camino literario, las respuestas pueden ser variadas. En muchos casos, un referente familiar o escolar pueden despertar en ti, el gusanillo de la lectura. Pero existen otras opciones, muy variadas. De tan diversos que pueden ser los motivos, uno y no menos importante, puede darse simplemente por generación espontánea. Leo porque quise leer, pero de esta opción nos cuesta tantas veces justificarla. El erudito en la lectura termina siempre convenciendo que un momento determinado marcó su vocación. Y por más que busco el momento o el autor, leo porque leí en su momento y no quise abandonar.


Mi madre tuvo mucho que ver. Partiendo de una referente esencial en mi vida, puedo aventurarme que fue mi madre la piedra esencial donde se sostuvo la afición. Mi padre también tuvo su parte, pero él se presentó más como una imagen a imitar, más que la militancia paciente de mi madre al presentarme revistas infantiles, tebeos o los primeros libros de lectura. Según recuerdo, y la memoria es selectiva y tantas veces confunde, mi madre me invitó a conocer y devorar literatura infantil. Y mi padre, aguardó con paciencia para presentarme, y agobiarme en el primer momento, con la lectura filosófica. Así que entre ambos se puede definir la asociación lícita hacia mi devoción literaria.

No recuerdo a profesores de la escuela primaria como partícipes de mi inclinación. Si a una profesora de colegio secundario, y vaya casualidad, la instructora de Literatura, quién se empeñó a partir del tercer año del Instituto San Román, en un aliento constante por abrir mi mente a nuevas lecturas. Aquella convicción que sostenía en mi adolescencia por leer respondía más a un entretenimiento que a un despertar. Hasta ese momento, el final de un libro se vinculaba más a una diversión placentera o una aventura, que a un interrogante o duda existencial. Era tan solo lector, todavía no me preguntaba las tan variopintas cuestiones que al día de hoy, casi no he podido responder.

La filosofía es el arte de preguntar. La pregunta abre el inicio del conocimiento y de toda interacción. En el interrogante se abre la vía para encarar objetivos. La noción del problema permitirá los cimientos del génesis filosófico, y un concepto elemental que nos puede permitir a todos ser al mismo tiempo principiantes en la filosofía, es que todos de una manera u otra, nos hacemos las mismas preguntas. La diferencia de profundidad estará en los que se animen a encontrar sin temores, las más crudas respuestas.

Para tantos especialistas, la filosofía o las artes no están desarrolladas para contestar interrogantes, sino para seguir intentando con las preguntas. El cráneo humano aloja un cerebro prehistórico que permite emparchar la información con evolución. Pero, lamentablemente, sucede que las generalizaciones no pueden ser dogmas por solo pronunciarlas. La evolución no es una consecuencia inevitable. De hecho, a diario observamos o nos rodeamos de personas que destilan o derrochan la ostentación de no poder ni querer evolucionar, ni cambiar, ni ser original, ni ser constante. La filosofía es, a fin de cuentas, un ejercicio de constancia, donde se pensará por pensar durante décadas y quizás, durante la vida, y los avances serán lentos y penosos, y las respuestas que aparezcan quizás abran nuevos interrogantes. Esto nos puede llevar a un espiral sin destino, donde la pregunta es ¿porqué persiste en la historia modelos mentales que han fracasado?

Aprender a leer es un proceso complejo donde se aúna la recepción sensitiva -el movimiento adecuado de los ojos- con la recepción cerebral, donde los símbolos recogidos tras la lectura, se elaboran dentro del cerebro. Gracias a la lectura, el hombre puede enterarse y puede retroceder en la historia para trascender y transmitir aprendizaje. Retomando mi génesis, tal vez la chispa disparadora fue la enciclopedia juvenil "El tesoro de la juventud", veinte tomos de narraciones, juegos, relatos, ilustraciones, que mis tías conservaban en la vieja casa familiar. Ante cualquier duda o pregunta infantil, la respuesta podía reposar en alguno de sus tomos de color verde oscuro. Y si la respuesta no afloraba, una nueva fábula me entretenía, disparaba mi imaginación hacía un nuevo interrogante. "El libro de los porqué" era una sección que planteaba preguntas y respuestas que lograba, como anzuelo infalible, responder pequeños interrogantes, al tiempo que generar dudas mayores.

O acaso el referente pudo haber salido entre Julio Verne, Emilio Salgarí,  Alejandro Dumas, Mark Twain, Richard Bach, Herman Melville, Charles Dickens, Jack London o cualquier libro de la colección Robin Hood. Un buen literato se aferraría a estos autores para lanzar y sostener una buena candidatura a lector y posterior intelectual. Pero, ¿Qué pasa si el disparador fuera la lectura de la revista Billiken o Anteojito? No creo que desmereciera mi formación, pero la imagen que debe sostener un erudito no debe estar cimentado en ese tipo de lecturas o en un cómic tal los casos de Flash o La Liga de la Justicia, o en la distracción de la lectura de El oso Yogui, Los picapiedras, Archie, La pequeña Lulú, Las locuras de Isidoro, Andanzas de Patoruzú, Áxterix, Mortadelo y Filemón, o las aventuras de Luky Lucke.

Aquellas tempranas lecturas incitadas por mi madre y por mis tías, pueden haber templado este carácter literario, y marcado la honda huella para entender, practicar y cuestionar la literatura. El afán y persistencia de mi profesora de Literatura puede haber permitido que aún sin entender a Borges, Casona, Denevi, Antonio Machado, García Lorca o Lope de Vega, comprendiera que algo había en esas lecturas obligadas por el currículo escolar. Es genuino reconocer que de aquellas lecturas obligadas para aprobar una asignatura, afloró la confusión de sentirse inferior e incapaz de comprender lecturas, encontrar metáforas, profundizar sentidos o desmenuzar poemas en rimas, contenidos, intenciones e interpretaciones. Pero de aquella duda, mantener la chispa persistente en el tiempo y darle a esas lecturas una nueva oportunidad, esta vez propiciada por el placer del descubrimiento.

La experiencia lectora es un descubrimiento permanente gobernado por el azar. De ahí que considerar a Dickens o Verne -por ejemplo- como el ideólogo o factor iniciático es algo aventurado, quizás disparado por los eternos tópicos que nos persiguen o limitan, y nos obligan a considerar influencia en los eternos influyentes. Influir, es decir sentir una influencia, puede ser producto de la genética, de la ascendencia cercana, de la pujanza personal por cercar la curiosidad de la vida dentro de la lectura o por el poder de ciertas personas o extraños por alterar la forma de pensar o de actuar. Pero lo que sí es una influencia decisiva es la reclusión silenciosa que necesita la lectura. Del silencio surgirá la necesidad del debate, el confronte de la propia experiencia y la necesidad de compartir lo descubierto. De ese silencio concentrado se nutrirá la explosión de intercambio de ideas, la filosofía necesita del silencio para saber escuchar a los demás y a las dudas que uno mismo mantiene o descubre.

Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Stephen King, Gregory MacDonald, Adolfo Bioy Casares, Horacio Quiroga, Osvaldo Soriano, Miguel de Cervantes o William Shakespeare, parecen decisiones personales y tempranas en el final de mi adolescencia por investigar e iniciarme a un nuevo mundo. Mi padre, entre tantos nombres por mí escogidos, sembró la semilla de la duda y de un verdadero esfuerzo mental, al invitarme a introducirme en Platón, Homero, Maquiavelo, Dostoyevski, Eloy Martínez o Félix Luna, entre otros. Al llegar a un estado, las dudas se renovaban al encarar nuevo material de lectura, pero la influencia creo que estuvo en la persistencia de persistir en nuevos intentos.


La influencia ha sido variada, y lo queda claro, es que la lectura es y ha sido una fuente inagotable de curiosidad, diversión, duda, aprendizaje y sufrimiento. Para algunos, un sola influencia o referencia es esencial y determinante. Para otros - mi caso-, la suma de buenas referencias me alistó en el mundo literario. Tanto que ese sentimiento me permite sostener la devoción por la lectura, la modestia por algunas propias escrituras y las nuevas dudas que me genera profundizar en más lecturas es la paciencia, la práctica activa del ejercicio de la paciencia. El sustento del sabio no es la capacidad de comprender y explicar, sino la paciencia por insistir, por incorporar o por no dejarse despistar por las inmensas distracciones que nos acompañan o limitan. Por eso temo sobre el fin del hombre sabio o filósofo, generado por la falta de lectura o por la intempestiva interrupción de la silenciosa meditación de la realidad.  Por eso a veces me toca ser ese referente que simplemente recuerde, que a veces la lectura nos permite conocer aquello que quizás nunca verán nuestros ojos...

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