domingo, 25 de octubre de 2015

Soy tan feliz que la dicha invade mi felicidad



"El recuerdo es el único paraíso del cual no podemos ser expulsados".
Johann Paul Friedrich Richter, más conocido por Jean Paul, escritor y humorista alemán.
Si observamos las marquesinas que rodean nuestra existencia, la permanente referencia a que alcancemos la felicidad es el objetivo. Los caminos y las motivaciones pueden ser variados. También las frustraciones. Algunos relacionan felicidad con la satisfacción de la realización personal o laboral. Para otros, la alegría depende de la acumulación de dinero o riquezas. Los extremistas o inconformistas la ven como tarea pendiente, difícil de alcanzar. Hay positivistas que lo asocian con el amor y aseguran que la felicidad es un estado permanente. Otros, modestamente, sostienen que la dicha se basa en momentos. Y hay quienes reconocen que la felicidad suele ser mejor disfrutada con en el recuerdo que en la propia experiencia.

Cuando recordamos una experiencia, la clave puede estar en la manera que utilicemos para recordarla. Es que el pensamiento nos puede devolver otra práctica. Muchas veces terminamos idealizando un momento que si volvemos la vista atrás, no estuvo impregnado o precedido del clima de bienestar con que luego lo contamos. Cuantas veces revisando una foto, recordamos con añoranza aquel momento de bienestar. Y cuántos recuerdan que segundos antes de que se sacara la foto, se estaba protestando o discutiendo por cuestiones triviales o por un mal estado anímico.
Recordar, en un punto es, como lo que hace un escritor. A una experiencia puntual, de una duración estimada, se le agrega una impronta que puede confundir la realidad de las personas, dilatando en el espacio lo acontecido. Hay una diferencia de encuadre entre el yo que razona en el presente y el yo que recuerda. El yo que recuerda, tal vez para agigantar el momento, se valdrá de los mismos recursos de marketing que nos atosigan en la vida. Sobredimensionará el momento, lo blindará de un clímax que no pueda ser rebatido. Y dicha épica convivirá con el yo que razona, quién en ese momento tendrá que compartir con el desfasaje o exceso de lo que se está recordando.
Ser feliz es muy complejo. Es más fácil estar contento o alegre, tener ilusión o expectativas por algo. Hemos banalizado el ideal de felicidad de tal modo, que para el yo que piensa es difícil situarse en ese chispazo o ramalazo de escasa duración que puede ser un momento feliz. Lo feliz pasa pronto, lo que queda instalado es un concepto de placer o equilibrio, que para el yo que piensa parece escaso a la hora de precisar. El yo que recuerda es el que necesita tener añejados toda el tiempo, sucesión de momentos de felicidad.
Vivimos con una velocidad mareante. Instalados en ese circuito de la vida, sabiendo que bajarse puede ameritar el quedarse fuera. Y nadie lo quiere, aunque lo desee internamente. Sufrimos la realidad, aun la grata. Porque nos hemos inculcado no detenernos y seguir experimentando. Por eso, el yo que recuerda se ha vuelto imprescindible. Si tenemos apenas dos días para conocer un país, no habremos de parar. Maldeciremos si los contratiempos surgen en nuestro itinerario. Debemos recorrer lo máximo en el mínimo tiempo. Seguramente hemos de flaquear en más de una oportunidad. Pero sabemos que la recompensa nos la brindará el yo que recuerda. Nos presentará una producción que hará inolvidable hasta aquel momento previo donde todo era caos, cansancio o confusión. Disfrutaremos siempre más un viaje revisando fotos o anécdotas que en el mismo momento que se gestaron.
El yo que recuerda es el biógrafo no autorizado del yo que tiene las experiencias, del yo que piensa. Los dos yo constituyen a la misma persona, pero la tironean todo el tiempo. Aquel yo, para no repetir tanto el que recuerda, es el editor de nuestra vida. Y debe recibir presiones, quizás del subconsciente. La memoria debe ser como aquel directorio que necesita resultados permanentes. El yo pensante vive prisionero del que recuerda, porque no puede contrariar la magnitud de un recuerdo en realidad intrascendente. Y porque nos han hecho saber que el que piensa o reflexiona no es tan vertiginoso ni glamoroso como el que recuerda, como el que atesora momentos de dicha. Es más atrevido el que tiene los pies sobre aventuras que aquél que apenas los posa sobre la tierra.
La vida del yo pensante no suele ser grata. Es el que debe encargarse de las decisiones meditadas. Y la mayoría de las veces, las decisiones que tomamos no son gratas, placenteras ni aspiran a la meta de la felicidad. Son solamente decisiones de sentido común, basadas en los intereses o en las armas que se disponga. El riesgo es un factor a tener en cuenta, pero el yo pensante debe extremar las precauciones antes de darle paso. En base al posterior éxito de la decisión, el yo que recuerda adornará con una pátina de heroicidad la gesta. Por eso, solemos disfrazar decisiones en el recuerdo, en base a los resultados. Nos olvidamos de las presiones, titubeos o de las bajezas que obligaron a decidirse, para colocarle el traje de aventurero, intrépido, mítico, de osado, de James Bond. Si las cosas salen bien, el yo que recuerda lo justificará con detalle desmedido. Si salen mal, buscará una historia alrededor que comprenda el fracaso. Y muchas veces cuestionará al yo que piensa, culpándole de ser nuestro propio lastre. Desaparece la experiencia con sus matices, y aparece el relato del recuerdo.
Tantas veces me gusta escribir, pero muchas más me agrada haber escrito. El resultado tantas veces genera más placer, que el ejercicio de "ir" escribiendo, ya que este otorga dudas, debilidades, sospechas o temor en el camino de no poder realizarse o plasmarse como uno quería. En mi juventud, tantas veces sentí necesidad de quedarme en casa un sábado a la noche, leyendo un libro o viendo una película sólo o con mis padres. El recuerdo de esa jornada promediando el domingo podría semejarse a una perdida. El domingo estaba acondicionado para un adolescente, para contar sus épicas sabáticas, no para quedarse en casa sin "vivir" experiencias. El yo que recuerda es un narrador que como tal, sólo necesita acción. Y de la buena.
Resumiendo, me encuentro en la disyuntiva de si la fuerza primordial que determina el curso de las cosas no es racional, sino fruto del caos, de la multiplicidad, de la variación. El ser pensante no tiene la última palabra, siempre estará al servicio de instancias básicas, como las emociones o los instintos. El yo que recuerda es el que denodadamente busca la realización personal. El yo que piensa solo atina a moverse de acuerdo a sus principios, coraje o determinación. El yo que piensa no quiere cambiar el mundo, solo atina a poder seguir caminándolo. El yo que recuerda lo va a cambiar, lo va a hacer trascender, va a ocultar la posibilidad de que se haya accedido por casualidad o error, para sentenciar que se ha planificado y confrontado en todos sus aspectos. Nietzsche o Sartre nos ayudan a razonar sobre las debilidades del yo que piensa, del que nos representa a los otros yo en la puesta en escena.
Tantas veces utilice el recuerdo de una anécdota para graficar la posibilidad de recompensa que otorga un esfuerzo más, antes que abandonar. En una de las tantas caminatas o procesiones hacia la Basílica de Luján, me enfrenté ante un temporal que en el lapso de tres horas dejó mi ropa arruinada, mi salud mental debilitada, mi físico aturdido y tres cuartas partes del camino, aún por delante. Al llegar a la última parada antes de abordar la noche cerrada y los últimos veinte kilómetros (de un total de sesenta), valoré con unos amigos el abandonar la procesión. La decisión estaba meditada en base a los acontecimientos, solo debía observar mi exterior para justificar la decisión. Varios amigos decidieron continuar, otros argumentamos que continuaríamos en los autobuses que nos pusieron a disposición por contingencias. Al llegar a la puerta misma del autobús, un último arrebato me insistió en intentarlo. Así logré llegar a pie hasta la Basílica.

Esa experiencia me permitió reflejar la importancia de meditar un último esfuerzo. La luz se puede ver al final del camino, era mi moraleja. Con el paso del tiempo, y de las lecturas, y de la experiencia, me encuentro en una encrucijada que de resolverla, no debe quitar mérito a la experiencia. Quizás continué la caminata porque momentos antes de acceder al primer escalón del autobús, consideré que no podría convivir con mi propia imagen a la mañana siguiente, por no haber intentado seguir, y confirmar mis fuerzas. Quizás no fue mi yo pensante el que me dio fuerzas; quizás irrumpió mi yo que recuerda para pedirme que por favor, le brindará un mejor argumento para la épica y no dejará sin el final del guión donde yo era el héroe. Nietzsche definió a esa pluralidad de instintos como voluntad de poder.

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