sábado, 31 de octubre de 2015

A las cosas simples las devora el tiempo


"Siempre es más valioso tener el respeto que la admiración de las personas"
Jean Jacques Rousseau

Nos comportamos tantas veces en el día a día como si la vida fuera sólo para la gente activa, para la velocidad de los actos, para los momentos interesantes, o para encontrar nuevas actividades extra escolares o laborales, que solemos olvidarnos de una parte importante de la estructura donde nos sostenemos: Nuestros adultos mayores, los troncos donde se construyen nuestras familias. Si nos olvidamos de nuestros antecesores, estamos perdiendo nuestra historia.

La culpa no es de nadie, pero debería ser de todos. Los que tenemos variados recuerdos de vida antes del cambio de siglo, evocamos que entre las actividades que desarrollábamos de pequeños, se encontraba la de visitar a nuestros mayores, aún en el caso de que estuvieran enfermos de vejez. Hoy la tendencia es evitar que los pequeños se conecten con esos mundos, debemos eludirles de esas "ingratas" situaciones.
Recuerdo haber vivido los momentos difíciles de un tío abuelo mío que se escapaba de su casa y había que salir a buscarlo por el barrio. Todavía no se hablaba del Alzheimer, habría perdido la memoria en el mejor diagnóstico. No creo que me haya afectado en demasía en mi vida de adulto, el alternar mi rutina juvenil con esas visitas. Es más, de él no recuerdo las veces que caminé junto a mi madre sin saber cómo buscarlo por las calles del barrio de Núñez. Su recuerdo me devuelve a sus días de escasa lucidez, cuando me enseñaba a encolar las piezas que se iban rompiendo de mis puzles y a las horas que nos demoraba armarlos, donde él nunca callaba, aunque de eso no me acuerdo ni una palabra.
"La experiencia es un peine que te da la vida cuando te estás quedando calvo", es una frase que recuerdo en demasía. Nuestros mayores que rebosan de experiencias, pero "pecan" de no conservar fuerza física o mental, se parecen a aquellos peines. La escasez de fuerza física puede ser un problema serio, pero peor es el navegar por el mundo sin tener el control de su propia mente. Nos es grato asistir a un niño pequeño, al llanto por llanto mismo de un bebé. Pero nos enoja o nos exige una resignación silenciosa acudir a observar a un anciano con la mente perdida o casi perdida. Los primeros días lo hacemos en honor a la memoria de los buenos tiempos. Pero cuando se mantiene en el tiempo, se nos puede convertir en una convivencia agobiante.
Una vecina está perdiendo de a poco sus facultades. Sin temor a equivocarme, puedo decir que es la mejor vecina desde que vivo en el barrio. Siempre servicial, graciosa, usina de anécdotas hilarantes, activa e independiente, su adaptación a la última vejez parece ya transitándose. Y ya no resulta hilarante, y a veces debemos sortearla con educación pero con determinación. En el día, puede tocarte el timbre un par de veces para pedirte desde una zanahoria o que le subas el volumen de la tele, o  para conversar con alguien que ya no vive en el edificio hace quince años. Varias veces me he preguntado si debo consultar a su hijo, si reconoce en su madre la reducción de sus facultades.
A veces me toca el timbre por la tarde, entrada la noche. Requiere de patatas o pimientos para completar la cena de su nieto, para que una vez que finalice su entrenamiento de rugby, habrá de subir a cenar junto a ella. Me sorprendió el hecho de que mantenga el ritual, porque entonces la familia debería estar informada de que a mi pobre vecina, entre otras cosas le cuesta mantener "la salud" de sus alimentos.
Varias tardes la he visto asomada a la ventana de la cocina. Alterna subiendo o bajando las persianas, como si se hubiera olvidado de ver algo. En los últimos días comprendí ese extraño movimiento. El nieto ha crecido, y cuando termina el entrenamiento ya no visita a su abuela. Seguramente se lo han dicho, pero ella no lo recuerda. Y dos tardes a la semana ha estacionado su vida en esa rutina, y comprendo el porqué del habitual hedor que sale de su casa. La comida se le echa a perder porque sigue calculando carne con patatas y pimientos para dos noches a la semana.
Llegamos a un punto de no entenderlos. Y no entendemos que nuestros mayores no son eternos. Y eso nos sucede o sucederá a todos. Y hasta nos enoja que a pesar de sus limitaciones o dependencias, se empecinen a conservar su autonomía. Y eso genera situaciones difíciles. Nuestros mayores se nos han convertido en estigmas irreversibles. El espejo nos devuelve una realidad que las sociedades están tratando de ocultar, la vitalidad no es eterna. Debemos ser sociedades sanas, vigorosas, exultantes. Las debilidades no cuentan, debemos ocultarlas para que no nos perjudique nuestra permanencia en esa rueda tal vez, perversa.
La vejez gozaba de un enorme prestigio entre los romanos. El Senado, institución formada por los más viejos, era imprescindible para el buen gobierno de la República. Los soldados de reserva, mayores de 45 años, recibían el nombre de séniores, al igual que los deportistas de más edad, a quienes se le honraba con la calificación de veteranos. La madurez se premiaba con el agregado de Don a su nombre durante la Edad Media, en sinónimo de dóminus (señor, dueño). La palabra envejecimiento se definía como "el cambio gradual e intrínseco en un organismo que conduce a un riesgo creciente de vulnerabilidad, perdida de vigor, enfermedad o muerte". En un aspecto coloquial solemos imprimir a estos conceptos, como nociones peyorativas. Senil, fuera de su contexto, resulta aún más ofensivo que viejo. Y senil proviene de senescencia, que en biología remite al inevitable proceso que se producen en las células, que luego de pasar por divisiones dejan de proliferar.
Por casualidad me topé con un film de Alexander Payne. El viaje de un anciano al borde de una profunda demencia, me devuelve a la realidad de nuestras vidas cotidianas. Nebraska es un film que solo nos recuerda que la vida es un viaje lineal hacia delante, pero con la particularidad que muchos en su tramo final, sufren una regresión a actitudes infantiles. El film en blanco y negro, con la presencia constante de espacios naturales, cielos abiertos, carreteras despejadas, diálogos lentos o silencios en las miradas, contrasta con lo habitual, la histeria y maquillaje permanente de las grandes ciudades.
La historia parece dominada por el personaje de Woody, ese padre que se presume egoísta por su pasado, en relación al desapego con su esposa e hijos y que encuentra manera de conectar con su vejez desolada, en la creencia de que ha ganado un millón de dólares. El componente dinero permite a la película mostrar otra faceta venenosa de esta vida, que es la codicia o el despertar de envidias familiares a causa de la supuesta riqueza ajena.
Nebraska tiene escenas conmovedoras. El papel que borda la esposa de Woody, es cáustico, corrosivo, cínico, quejumbroso, a la hora de protestar por el desapego eterno de su marido; a la vez que transmite una imagen personal clásica, calma y sabia. En los momentos decisivos, el personaje que interpreta June Squibb, saldrá en defensa de Woody de una manera tan comprensiva que enternece.
El personaje no tan secundario es el del hijo menor, quien profesa un amor y respeto incondicional hacia la imagen paterna, acompañando a su padre hasta la ciudad que da nombre al film, aún sabiendo que la consigna es un delirio. Sin perder prácticamente los estribos ni el respeto hacia su padre, nos devuelve una imagen habitual hasta hace poco tiempo, que era cuando los hijos sabían que deberían terminar cuidando a sus padres, quienes durante un tiempo mucho más largo, fueron cuidadores de sus hijos.
El arte suele ser maravilloso. Un libro, un cuadro o una película nos obligan tantas veces a reflexionar cuando fue el momento que nos olvidamos de algunas cosas simples. Muchas veces no se trata de una decisión personal, sino de un descuido que proponen los ritmos actuales de vida. Esos ritmos que nos hacen creer que nuestros mayores son necios en sus desvaríos o caprichosos en sus conductas. Cuando en realidad se trata de un proceso lógico e inevitable, que quizás la sociedad de bienestar confundió a los jóvenes y maduros activos. No son los adultos quienes no encajan en estos tiempos, somos nosotros los que no deberíamos cuadrar en una sociedad que huye de la vejez y de sus viejos.


PD: El eterno reconocimiento a mi madrina

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