domingo, 30 de noviembre de 2014

Mi sol de Breda



Mi bisabuela nunca conoció su tierra de concepción, Holanda. Su madre, embarazada de cinco meses, abandonó Ámsterdam junto a su esposo e hijos, y fue a buscar su destino a la Argentina. Era 1894 y pocas cosas más puedo apuntar de mi bisabuela Carlota. Su padre, de nombre José, (me imagino que se llamaría Joost), era miembro de la Marina Real de Holanda. De tan pocos datos me aferro en el momento en que llegando a la primera estación de tren holandesa de mi viaje desde Bruselas, la policía me pide documentos. No me siento Omar Sharif en alguna película de espionaje de la Guerra Fría, pero algo se puede estar cerrando en mi historia personal. Ciento veinte años separan a mi bisabuela Van der Land de mí, pero algo me hace pensar que es cuando más cerca estoy de ella.

Yo no conocí a mis abuelos. Los paternos por una cuestión de distancias, aunque mi abuelo ya había fallecido antes de que yo naciera. Los de parte de mi vieja, por fallecimiento, aunque mi abuela Carola estuvo durante mis primeros seis meses de vida, pero no lo suficientes para que yo pudiera retener una imagen personal de ella. Pero sí disfruté durante unos años de mi bisabuela Carlota. Era una persona muy particular, ya vieja y tan independiente. Y de tan autosuficiente, se mandaba sus cagadas, recuerdo a mis tías o mi madre ir detrás de ella para comprobar que la plancha o las hornallas estuvieran apagadas. Y mi bisabuela que se enojaba ante tal muestra de falta de confianza.
En mi historia personal, se acusa a los Marina de ser los errantes. Pero como buen argentino, tengo en las dos ramas el fruto del desarraigo. Lo que pasa es que los Van der Land, Bollini o Farías, decidieron un día plantar bandera en la Argentina. Los Marina, cada tanto regresan a Euskadi o a España, pero son como más solitarios o trashumantes. Y cómo son vascos, el tópico de raros no se los quita nadie.
“Tu bisabuela estaría tan contenta si viera que vos estás por ir a vivir a su tierra”, me dijo mi madrina, mi tía Coca. De por sí emocionado, como cada vez que la llamo por teléfono, esa frase cargada de nostalgia, creo que condicionó mi escapada a Breda, para conocer el lugar donde he de vivir a partir del nuevo año. “Busca a la familia”, fue la siguiente frase, un poco más complicada. Ciento veinte años son demasiados. Por eso cuando el policía holandés me devolvió mi DNI español, agradeciéndome con un movimiento de cabeza, me pregunté si la casualidad no me estaría acercando un pariente. No tengo por donde comenzar, y por otro lado, debo comenzar a ambientarme a mi nuevo destino. El tren, minutos después de arribar a tierra holandesa, llega a mi estación: Breda. Afuera, me está aguardando Fernanda. Después de casi diez horas de mil conexiones, el último tren me deposita en mi nueva casa; tanto Fer como yo nos damos cuenta que la aventura está en marcha, aunque Fernanda sea la adelantada.
“El valor del vencido hace famoso al que vence”, la frase que Pedro Calderón de la Barca pone en boca de Ambrosio Espínola, en su libro de teatro clásico del Siglo de Oro, “El sitio de Breda”, es la siguiente frase que me acompaña en mi “desembarco”. No hay lanzas como en el cuadro de Velázquez, solo la oscuridad de la noche y un sinfín de bicicletas que aguardan aún en la estación. Conozco bien poco del destino, holandeses o españoles me recuerdan “El sitio y rendición” como emblemático, como histórico. Y yo recuerdo a Alatriste, con la tercera novela de la saga: “El sol de Breda”. Y la historia la cuenta el paje del Capitán, un vasco, Iñigo de Balboa, que en esta aventura por primera vez empuña un arma en combate.
Con cerca de 160.000 habitantes, Breda es una ciudad con encanto. Las calles de mi casa mantienen un estilo medieval que la hacen acogedora. Silenciosa en extremo, más bicicletas que coches conforman su flota automotora. Sus locales, con mucho diseño y tradición, me anticipan su constante innovación. La gente no es distante, pero de momento todo pasa por saludos con la cabeza, al menos yo me estoy familiarizando. Fernanda ya ha tenido ocasión de presentarse ante algunos de los vecinos. Y la otra diferencia de momento es el contraste con el título de la novela de Pérez Reverte, no hay mucha presencia del sol en este noviembre. Y cuando está, como que no puede calentar. Me da a entender que aquí conoceremos algo más sobre el frío, cuando ya nos habíamos acostumbrado al clima del País Vasco.
De una visita anterior a tierras holandesas, me quedó la particularidad de sus grandes ventanales impolutos, sin presencia de cortinas. Así que ya instalado en casa, observo particularidades de mis vecinos, a través de sus salones o comedores. Los ambientes parecen sobrecargados: diseño, decoración, plantas y sillones me permiten suponer que a diferencia del País Vasco, la vida social se genera en las casas. Pero la gente parece exhibir su naturalidad, me he cansado de no querer mirar a mis vecinos leer un libro, mirar el móvil o la tele, cocinar o comer en sus salones. La privacidad no pasa por la mirada, parece que se refleja por el confort de estar en un lugar plácido. Nuestra casa parece que reúne esos requisitos, y estamos acostumbrados a reunirnos en los hogares, ese puede ser un punto de adaptación encarado.
Pérez Reverte logró trascender al Capitán Diego Alatriste y Tenorio, dándole identidad propia. Con sus novelas podemos enterarnos de la época dorada de conquistas de los españoles, aún cuándo sus historias reflejen la parte miserable de las batallas y sometimientos. El sol de Breda narra la contienda y el asedio a la ciudad, allí por 1625, por los Tercios españoles en Flandes. Alatriste será testigo, en la voz de su paje Iñigo, del asedio y sometimiento de las tropas españolas y la famosa rendición, que sirvió de escenario para la confirmación española como potencia mundial.
Y con el increíble nexo de hacer ficción que parezca realidad, Alatriste describirá años más tarde al pintor de la corte, Diego Velázquez, la humanidad de la contienda, lo que permitirá al artista sevillano, plasmar uno de sus grandes lienzos, exhibido en el Museo Nacional del Prado, en Madrid. Los rostros de los participantes de la contienda al momento de la entrega de llaves de la ciudad sometida, hace que La rendición de Breda (Las lanzas) sea la otra expresión artística que nos permita conocer algo más mi ciudad de residencia.
El cuadro, y ahora hablando de la obra de Velázquez, ensalza las manifestaciones de humanidad que la Corte quiso eternizar, después de los horrores de una guerra. La fortaleza más importante de los Países Bajos meridionales, constituía un punto estratégico militar. Ese lugar era Breda. Allí envió Felipe IV a su mejor capitán, Ambrosio de Spínola, a recuperar el territorio. El cuadro refleja el acto final, la rendición. Y lo muestra reflejando que el ejército derrotado pudo abandonar la ciudad sin verse ultrajado, llevándose consigo armas, insignias y honor. El cuadro es uno de los testimonios más célebres y perfectos de la historia del arte en cuestión de argumento bélico. Aunque la experiencia que nos da este mundo virtual que habitamos, me permita suponer que esa grandeza pueda estar condicionada por el marketing de la Corte, a la hora de contar sus gestas y ocultar sus miserias.
El centro de la ciudad, actualmente es una explosión de gente y bicicletas. Al menos un día sábado. Calles comerciales, edificios históricos, tiendas llamativas dan paso a las terrazas en los alrededores de la Grote Mark. Junto a la Iglesia principal, la Grote Kerk, un sinfín de bares y restaurantes confirman que es la zona principal de esparcimiento de la ciudad. Rodeando la Iglesia, un millar de bicicletas confirman que el medio más cómodo de traslado en el país, por mayoría, es ciclístico. Y otro dato más para sentir cariño a la ciudad, en 2011 fue votada como el Mejor centro de Ciudad de Holanda.
Dos años de guerra y esfuerzos muy duros generaron la rendición de la ciudad de Breda. Los vencidos y vencedores han dado significación a estas tierras y Velázquez logró, al menos para nuestra cultura ibérica, imponer un detalle fundamental: las lanzas erguidas en el costado derecho del lienzo representando la entereza que da una victoria. Los vencidos se retiran con las picas y fusiles en escuadra, sin más sometimiento que una derrota. Es el único equilibrio en el cuadro esas lanzas tiesas, ya que la mezcla de personajes pueda dar la sensación de desorden que precede cualquier batalla. El cuadro manifiesta mucho movimiento, la gente mira al observador, no al revés. Y las llaves, el otro símbolo destacable, el triunfo que cambia de manos.
Mis amigos y familiares continúan las quinielas sobre próximas visitas, momentos que ya aguardamos con expectativa. Mientras tanto, trataremos de familiarizarnos más con un territorio de contiendas, que de momento, nos da un aire de naturalidad, convivencia y armonía. Me ha costado encontrar aquella cara de mi bisabuela Carlota. La coexistencia permanente de parejas mixtas hace suponer que esos rostros originales están prestos a desaparecer. El equilibrio de los movimientos unifica el desorden. Como nos ha pasado a los argentinos a lo largo de su desarrollo en el último siglo, ahora los europeos observan que el estereotipo de la sangre, las señales y los perfiles ha de mutar. Como sucede con mis facciones, en breve costará una primera suposición de a qué país pertenece un rostro.
Al momento de regresar a Plentzia, transito por estados de ánimo diversos. Me cuesta separarme una vez más de Fernanda, me apena dejar esa sala de mi nueva casa donde me he volcado en los estudios de esta semana. Me entristece volver a casa. Y unos días después, en la naturalidad de mi hogar de doce años, comprendo que me costará despedirme en breve de esta tierra. Y allí me acercó a la estación de tren, esta vez andando, con la maleta prestada por Natalia, muy ligera de equipaje. Y entrando a la estación por detrás del casco de la ciudad, encuentro otro rasgo característico.
Anteriormente fue el jardín del Castillo de Breda. Hoy es el Valkenberg Park, zona de expansión extensa, con fuentes y estatuas. Además de llamarme la atención la acumulación de hojas que pronostican el fin del otoño, de repente el canto de una gallina me mueve al desconcierto. En el parque diviso innumerables ejemplares de colores oscuros, con sus nidos, hasta con sus huevos, moviéndose con la naturalidad de un hombre de ciudad. Internet me ofrece la explicación de las gallinas naturales y originales de Breda. Resistente, tranquila y fácil de criar. Antes de cruzar la avenida, observo las murallas del castillo. Y poco más, me espera otro tren, esta vez al aeropuerto de Ámsterdam.
La última vez que vi a mi bisabuela fue por el año 1977, supongo. Errante como el holandés, a sus noventa y largos años, decidió que Buenos Aires no era para ella y quiso volver a su Posadas de adopción, a continuar con sus aires independientes. Me queda la imagen de una "abuela" que me regalaba cosas a escondidas, quizás cansada de sentirse regañada. Me queda su impactante porte, que me obligaba a no creer esa máxima que perjura la vejez nos va achicando el cuerpo. Me acuerdo de su cabello bien blanco. Me queda su fanatismo por Boca Juniors, aún cuando se alegraba de “mis” triunfos con River Plate. Me queda ese cariño y respeto que transmitía hacia mi padre, el vasco, el otro bostero de esa familia. Me quedan las arrugas del cuello y los brazos, y el olor a talco. Me quedan esos vestidos a lunares, con colores oscuros como de luto eterno, con mangas con pespunte. Me queda en una de esas mangas, el eterno pañuelo bordado, plegado y escondido, para palear los efectos de una catarata que obligaba a un lloriqueo permanente de esos ojos tan claros. Esas imágenes me vienen a la mente, cuando esta vez un inspector del tren, de tez negra y modales exquisitos, me hace sentir que me estoy alejando por un mes de mi nueva casa, con la certeza de que lograré que la palabra Breda tenga la misma magia que aquella otra, Plentzia, hasta que el destino me lleve de nuevo a la madre de todas las batallas, el regreso a casa…

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