jueves, 2 de enero de 2014

Caarteroo!!



No he vuelto a leer a Julio Verne. Quizás por eso, de mi primer héroe literario permanece intacto mi concepto sobre sus novelas. En la mejor de mis aventuras, el no volver a ojearlo, lo he preservado para siempre como uno de los grandes genios de la escritura.  Miles de veces me he tentado por encarar nuevamente Miguel Strogoff, el correo secreto del zar. Pero ha vencido mi afán por preservar aquellos momentos de lectura alucinante y admirativa. Al niño que fue Javier, y que perdura en bastantes ocasiones de adulto, había que cuidarlo, mantenerlo al abrigo.


Otro personaje que necesita de los cuidados y mimos en estas épocas es el cartero. En estos tiempos de mensajería instantánea, es difícil imaginarnos otras formas de comunicarnos que no sea a través del mail, del MSN, Skype o del WhatsApp (les desafío a que busquen las distintas maneras de escribirlo a lo largo de siete meses en este blog, será que no lo considero un gran amigo). Pero lo había, como había un casi todo antes de esta explosión que nos llevó a la amnesia y a la indefensión en caso de corte de suministro. Y estaba la imagen familiar del cartero que llegaba un par de veces a la semana a tu casa con la carta de alguien, con las novedades de un ser querido alejado de nuestra realidad o con algún documento o encomienda importante para entregarnos.

La revolución tecnológica parece haber sitiado la imagen del cartero y la solidez de la institución de Correos. “Aunque llueva, truene o caiga nieve, hay que salir al reparto”, quien de mis generacionales no recuerda esta frase como máxima para no abandonar esfuerzos. Para otros, esta frase puede pertenecer a Alejandro Lerner en su tema Campeones de la vida, para la serie de finales de los 90, del mismo nombre. Sería una pena que nuevas generaciones relacionaran este adagio con una canción.

El servicio de correos nace con los faraones como una institución del poder. Roma finalmente le blindó como organización. Augusto, síntesis de César Augusto, a su vez de Cayo Julio César Augusto, fue el primer emperador del imperio romano. Este utilizó el correo como parte de las comunicaciones militares. El primer servicio de postas data del imperio y se denominó Cursus publicus.

A partir del siglo XIX, comienza a tomar cuerpo que es el Estado quien debe garantizar un servicio de correos universal y barato, capaz de abarcar todo el territorio nacional. Desde los romanos hasta entonces, la experiencia alterna entre lo público y privado (alentado por los comerciantes). Hoy nuevamente lo privado irrumpe con fuerza. Amparado en el concepto que público a veces es ineficiente, hordas de empresas inundan nuestros buzones con correspondencia, pero no es la misma que añoro. Ahora solo llegan publicidades y extractos o estados de cuenta, siempre y cuando no nos hayamos incluido dentro de los que preservamos la ecología, descartando la impresión de tanto papeleo innecesario.

El primer sello de correos de pago anticipado nace en 1837. Rowland Hill, funcionario inglés, presentó un proyecto a los encargados del servicio postal británico para introducir ciertas reformas. Inicialmente las cartas y paquetes las pagaba el destinatario, despertando confusión, malestar y propiciando actos arbitrarios de abuso y corrupción. A veces, debías pagar por algo que no habías pedido recibir, y lo pagabas bien caro. Hill propuso y logró la introducción de un adhesivo, en el que dibujó el perfil de la Reina Victoria, que se vendería al precio de un penique. Dependiendo del peso del paquete o sobre, se unirían varios adhesivos. Allí nace el nuevo orden y a Hill deben los amantes de la filatelia, el gusto de conocer y coleccionar sellos postales de distintas partes del mundo.

Los servicios de correos se han ido adaptando a su tiempo permanente. Antes el servicio demoraba, porque demoraba en salir de destino y demoraba en llegar. Con el paso del tiempo, se encontró ante un nuevo desafío, el cartero llegaba a casa y en casa no  había gente. Allí habrá nacido el papel de aviso. A partir de los 2000, los procesos de liberalización y recortes de personal, lo habrán jaqueado. Los estudios de mercado han difundido nuestra percepción de que no tiene sentido entregar un mensaje a domicilio por muy alejado que esté el destinatario con la imparable evolución de las tecnologías. Entonces aumentarán los recortes y de no medir una reinvención de la función del cartero, en unos siglos las generaciones futuras lo habrán de conocer por algún grabado perdido en alguna pared de las nuevas cuevas culturales.

El servicio postal de Canadá abrió el debate. Hace unas semanas tomó la decisión de eliminar los carteros en un plazo de cinco años. Canadá estima que su servicio supone un coste de 283 dólares por domicilio, coste que pueden bajar a 108 dólares si abren una oficina comunitaria y eliminan al cartero. Los residentes de las distintas localidades podrán recoger su correspondencia en su oficina comunitaria. Vendría a ser como todo aquel que alguna vez manejo una casilla de correo. Y la decisión fue tan rápida como los movimientos de Miguel Strogoff. Hasta 2011, el servicio canadiense había registrado 16 años consecutivos de beneficios. En 2012 se interrumpió la estadística con pérdidas y las estadísticas de volumen de cartas despachadas descendieron desde 2008 a 2011 un 25%.

Los estudios de mercado dejan algo bien claro, más allá del afán de recorte de los que lo contratan. El buen concepto del Correo se mantiene entre los ciudadanos, valoran la calidad del servicio. Naturalmente predomina lo recabado en las grandes urbes, en las zonas rurales siguen necesitando la asistencia puerta a puerta. En Suiza y otros países nórdicos se está experimentando con que los carteros amplíen su funcionalidad realizando actividades de acompañamiento de personas mayores en lugares alejados. En Francia se está probando que el cartero realice la entrega de medicamentos a enfermos crónicos o la lectura de los contadores de luz y agua. En el Reino Unido, el Royal Mail británico participa en proyectos para completar información de catastros: al tiempo que hacen su recorrido, completan la base de datos al verificar el estado de los edificios.

La Fundación Lázaro Galdiano, coleccionista de tantas cosas, exhibe en Madrid hasta el 27 de enero, la exposición Correspondencia sin privacidad: billetes, tarjetas y epístolas literarias. La idea de la muestra es descubrir al público formas poco conocidas de comunicación. Los billetes eran las notas dobladas que se entregaban en mano, muchas veces a la espera de inmediata respuesta. Las tarjetas postales me recuerdan a mi mujer, que en su primera excursión fuera de su país, enviaba desde cada ciudad una postal a su familia interiorizándoles sobre los avatares del viaje, haciéndoles participes de la aventura. Con ella habíamos iniciado una agradable rutina de comprar una postal en cada ciudad visitada, debo confesar que lo hemos interrumpido vaya uno a saber en qué viaje.

En mi buzón rara vez recibo correspondencia útil. Mi madre, quien no comulga con las nuevas tecnologías, se encarga cuatro o cinco veces al año en mantener activa mi dirección. Cumpleaños, aniversarios de boda o fiestas navideñas y de fin de año siempre estarán matizadas por una bonita postal adecuada a la ocasión y unas líneas fraternales de buenos deseos. Mis tías solían enviar correspondencia, pero la edad y los achaques que la vejez trae las han obligado a replegarse. El teléfono parece ser el último elemento de resistencia de ambas.

Como siempre existen libros en mi vida, Ardiente paciencia de Antonio Skarmeta irrumpe en el final de la primera entrada del año. La anécdota tiene que ver más con la película protagonizada por Philippe Noiret. Al momento de contraer nupcias Mario Ruoppolo, el cartero de Pablo Neruda en una isla del golfo de Napolés, yo estaba acompañado por una mujer en el cine. Al realizar el brindis por los recién casados, a Neruda le llega un mensaje de confirmación que sus días de exilio han terminado y que puede regresar a su querida Chile. Sin poder mantener la boca cerrada, me acerqué a mi compañera de película y le dije al oído que Mario se estaba quedando sin trabajo el mismo día de su boda. Mi compañera me miró con odio en sus ojos y me dijo que no fuera estúpido, que no empañara el gran momento. Me replegué aun mas en mi asiento abochornado por no saber gestionar los momentazos románticos de un film y a los pocos minutos, el celuloide me brindó, como casi siempre, la reivindicación del que se anticipa a un buen argumento. Noiret se acerca a Mario y acongojado le transmite sus dudas porque indudablemente este se quedará sin trabajo con su vuelta a Chile. Me fui incorporando poco a poco en mi asiento, me quedé satisfecho con la seguridad que Ruoppolo le restó importancia al hecho, dejé de mirar a mi acompañante de turno en la butaca y me entregué a seguir anticipándome al argumento, de inmediato pensé en la envidiable noche de bodas de un arrinconado cartero junto a Beatrice Russo (María Grazia Cucinotta) y me di cuenta que un cartero siempre se ha de reinventar.

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