martes, 3 de octubre de 2017

Y si mañana es como ayer otra vez

“Quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia”.
Aldous Huxley, escritor y filósofo británico del siglo pasado.

Existe un porcentaje estadístico elevado que confirma que parte de la sociedad no se acerca a un libro, porque indudablemente no forma parte de su realización cultural. Pero ese horizonte se encoge aún más al optar por no leer, porque afecta a su capital y potencial lingüístico. Y la lengua se presenta en constante evolución, donde nuevas palabras o expresiones pasan a formar parte de un registro personal. Pero si le damos la espalda a la realización cultural, corremos el riesgo de desconocer el valor de determinadas palabras, o malinterpretarlas, o darles un uso indebido. Y todas estas adversidades a veces se llevan a cabo sin sombra de vergüenza o de curiosidad por confirmar el error.


Nos hemos tecnificado en la vida, nos manejamos más por mensajes con iconos o simplificaciones, donde se desprecian o ignoran la acentuación o el léxico empleado. Para colmo, internet no para de crecer y los medios de comunicación invaden nuestra intimidad el día entero. Y es en la web donde comprendemos un fenómeno en aumento, que debe tener su origen en este problema de reducción lingüística que manejamos: la interpretación de lo que sabemos o creemos saber. Basta acercarse a un foro de red social para ruborizarse de las barbaridades que se escriben en nombre de ideologías, movimientos políticos o actitudes individuales o colectivas. Muchos conceptos están mal dirigidos u orientados, y existen palabras que se usan por usar, desconociendo su verdadera concepción o significado.

El término “fascismo” es camaleónico, se usa para todo y para todos, y en casi todos los casos no reviste precisión ni rigor. Pero no importa, suena bien acusar al otro de facho, de fascista si su opinión discrepa de la nuestra. Si lo miramos con rigor, todos estamos expuestos a ser acusados de fascistas, y no solo eso, el término suele ir acompañado con agregados tales como “fascistas de mierda” o “sucio fascista” o “traidor fascista”, para dejar más sentado nuestro conocimiento histórico de una palabra que representó una doctrina totalitaria que en el pasado siglo se cobró millones de muertes. Hemos logrado banalizar una palabra, otorgándole un concepto equivocado: descalificar cualquier intento o modelo donde las minorías deban asumir las decisiones u opiniones de supuestas mayorías.

Y esta es una palabra histórica fácilmente desarrollada en cualquier diccionario. Pero si la mayoría de la gente no se acerca a un libro, es de suponer que no frecuenten un diccionario. Entonces nuestros oradores dejan de pertenecer a un arte o una disciplina donde la elocuencia se constituía en su principal atributo. No entraremos en la valoración de la intencionalidad del uso reiterado de este tipo de palabras, solo nos limitaremos a observar consternados que una definición evidente, mediante un uso continuo y discriminado, se convierte en una palabra con un nuevo significado. En el caso de fascismo, puede resultar peligroso, ya que, por una cuestión generacional, nos estamos quedando sin memoria viva que nos pueda explicar la dureza de dicha doctrina. Si bien es preocupante, el consuelo de estas nuevas derivaciones culturales no es de una sola palabra, se tergiversan innumerables conceptos que nos lleva a confundir otras palabras de uso trascendente, como democracia u obligaciones. Lo inadecuado en estos casos no es el mal uso de estas palabras, sino nuestras actitudes, conductas o pensamientos. Estamos cercados por la ignorancia, por la mala educación y por una deficiente formación interior. Con tanta información en el aire, perdemos la noción de las grandes narrativas sucedidas a lo largo de la historia. Y esa carencia genera que se hable cada vez más de cosas que se desconoce.

Quizás esa falencia formativa se ha reemplazado con ese proceso o sensación interior de que es resultado de la combinación de los sentidos con las pasiones. Por eso nos basamos en percepciones antes que, en un necesario conocimiento, reemplazado por una doctrina casi populista donde nos permiten reiterar palabras como nacionalismo, xenofobia, radicalismo y por supuesto, fascismo. Es simplista esta situación, nos atrapa en ideologías confusas y sencillas. No estamos en condiciones de razonar e ideologizar palabras con tanta historia como comunismo, república, justicia social, movimientos de izquierda o fascismo. Si vamos a presenciar una discusión donde abunden algunos de estos términos, estaremos ante un debate estéril, sin resultados, sin posibilidad de crecimiento. Solo escucharemos palabras acusatorias, pronunciadas con énfasis y con postulados eternos -cada día se soporta menos a la gente que habla tanto y no dice nada-  que se asemejarán a autoritarismos, nacionalismos o ideales conservadores, vaya casualidad, tres características o alternativas que representaban en el siglo pasado al fascismo.

Las malas interpretaciones y la falta de tolerancia contribuyen a que en los foros o discusiones políticas unos acusen a los otros de fascistas. Se machacan las mismas palabras para poner etiquetas a todo aquel que suene adversario, aunque solo se trate de alguien que osa cuestionar un razonamiento o frase. Existe una necesidad, un pedido desesperado de retornar la base que brinda el conocimiento, alejarnos de la moda de aquel que, sin coherencia o ideología verdadera, juega el juego del demócrata, que, en el canto de la mejora social, suele al menos, mejorar su posición económica, acusando al resto de esta tontería de moda, de llamar facha a aquel que reniegue de una supuesta e implicada izquierda.


“El fascismo fue una invención nueva creada concretamente para la era de la política de masas. Pretendía apelar sobre todo a las emociones mediante el uso de las ceremonias rituales cuidadosamente orquestadas y cargadas de una intensa retórica. El fascismo no se apoya en un sistema filosófico elaborado, sino más bien en sentimientos populares sobre razas dominantes, su suerte injusta y su derecho a imponerse a pueblos inferiores. No le ha proporcionado soportes intelectuales ningún constructor de sistemas, como Marx, ni tampoco una inteligencia crítica importante, como Mill, Burke o Tocqueville”, observaciones rescatadas por Robert Paxon en su “Anatomía del Fascismo”. Es importante la conceptualización de la palabra. Quizás en esta entrada no regresemos a aquel fatídico siglo pasado donde esta doctrina totalitaria penetró a través de dos sociedades en gran parte de Europa, sembrando muerte. La mejor finalidad de entender el significado de una palabra se corrige con la lectura, donde años de indiferencia o ceguera nos han impedido comprender que el abandono del hábito de leer o de educarse hoy nos arroja sus nefastos resultados. Sin noción histórica resulta difícil comprender que los manipuladores recurren a los mismos trucos que no entregarán resultados. Debemos aspirar a recuperar la calidad de la información, para que se pueda aspirar a influir a la audiencia con la legitima acepción de las palabras, y de esta manera, recuperar el sentido y el alcance de significados que hasta hace poco eran clásicos y significativos.

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