lunes, 29 de septiembre de 2014

Yo no me sentaria en tu mesa



“Da lo mejor a tu familia”
Publicidad de McDonalds en los 70.

Le gusta a casi todo el mundo. En el momento de comer, es raro que un integrante de la familia se niegue a aceptarlas. Esta entrada no trata sobre las bondades de la hamburguesa o kebap, dentro del concepto de comida rápida, sino que trata sobre los misterios a la hora de intentar comer sano y terminar devorando alimentos que el marketing ha rejuvenecido comercialmente al no disponer de tiempo para elaborar nuestras comidas, o padecer de una pereza insoportable.

De lunes a viernes intentamos a toda hora comer dentro de los horarios, hacerlo de manera sana, buscar un equilibrio y compensar las ingestas con algún despliegue físico. Los que no son presa de horarios laborales cercanos a la esclavitud, lo intentan. Salimos a caminar, los jóvenes y los entusiastas prueban con correr, algunos concurren a gimnasios, otros a piscina. A los niños les contemplamos al menos una actividad extra escolar vinculada con el deporte. La semana parece perfecta. Pero ya el viernes a la tarde, coincidiendo con las compras semanales en el super del centro comercial, la vida sana corre riesgo del olvido. La tentación de un combo que incluya la hamburguesa y patatas en el local del payaso (que ya casi no aparece en sus diseños), nos obligarán a modificar el discurso: el lunes retomamos la vida sana.
Buscamos el alimento milagroso que nos permita mejor la calidad de nuestra vida. Pero nos chifla comer lo que es graso, engordante, repleto de azucares. Sabemos lo que debería ser sano y habitual para nuestro organismo, pero lo dejamos de lado con facilidad para volcarnos a lo dulce, al alcohol, sal, carnes grasas, conservantes, etc. Hacemos un exhaustivo análisis de calidad y precio en las góndolas del supermercado, pero a la hora de la verdad, nuestra canasta estará presidida por alimentos congelados, de fácil y rápida cocción. Nos cuesta ser consecuentes con una idea de que no solemos cuidarnos a la hora de planificar nuestros alimentos.
Y somos seres bipolares. Nuestra cesta de verduras se convierte en un altar de buenas intenciones donde reinan las brócolis, espinacas, calabacines o berenjenas. Dejamos de salar durante la cocción con la excusa de que le echaremos sal a la hora de sentarnos a la mesa si le hace falta; y como le hace falta, debes atravesar por el antipopular gesto de claudicar, al levantarte y buscar el salero que remedie la cena algo sosa. Y verás el odio en el rostro de tus compañeros de comida en el momento que eliges darle un cambio de última hora a las berenjenas grilladas: ofrecer una irresistible mil hojas de berenjena con jamón y mozzarella, nos obliga a tambalear nuestra sana intención de cenar, pero transigimos a la tentación de tan sugestivo plato.
Y los argentos que abusamos de la previa, del agasajo, de las buenas costumbres, de la sobremesa y de las tonterías que siempre están a mano en alguna alacena, vinculamos nuestros afectos con la comida. La picada, el vermouth, el tentempié, el mate con el agregado de cualquier tipo de masa, y a la hora donde deberías irte, como te vas a ir ahora, pedimos unas pizzas o unas empanadas y un par de cervezas. De pasada por la cocina, observas esa col que ya está despidiendo algo de olor, el lunes comenzarás la batalla contra la caducidad de los alimentos sanos e intentarás darle salida con alguna comida que tenga sabor a algo.
Y un estudio que encuentro en los periódicos esta misma mañana, antes de sentarme a escribir esto que no sé si es una entrada tributo a la comida, o alegato sobre el sufrir comiendo, me viene a confesar que resulta posible entrenar a nuestro cerebro para que escoja comida sana. “Al principios de nuestras vidas ni adoramos las patatas fritas ni odiamos, por ejemplo, la pasta integral”. Pero la realidad golpea desde pequeño. Conozco pocos casos (los hay, hay unos hermanitos que comen todo lo que les pongas en la mesa, sobretodo comida sana) en los que los padres no claudiquen ante las mañas de sus pequeños, y no entreguen las patatas fritas o la hamburguesa congelada, o los macarrones con tomate frito apenas calentado en microondas, a la hora de dar la comida. Estas criaturas te mirarán con desprecio en el hipotético caso, que un simple tomate en mitades con una pizca de sal y aceite, oficie de acompañante.
Y que bien lucen nuestras despensas con sugestivos frascos repletos de legumbres. Nos obligan a recordar las cocinas de nuestras abuelas. Pero no sabemos encontrar el momento de comer legumbres o verduras. Alubias, garbanzos, lentejas, eran la base de las dietas de antaño. Son valiosos alimentos en proteínas e hidratos de carbono. Pero los dejamos de lado, aun cuando pocos médicos de cabecera nos recuerden que son básicos para prevenir accidentes cardiovasculares. He optado en remojar habitualmente garbanzos, para disponer de apetitosas ensaladas frías que me sirvan de almuerzo y me permitan dejar de lado los macarrones de todos los días con aceite de oliva y queso rallado. Los cocidos en cambio, solo son bien vistos en invierno y en el mediodía del domingo, por el tema de una buena digestión, vio?
Y para complicarnos aún más, vemos a Gordon Ramsay con sus dieciséis estrellas Michelin, que nos alienta a experimentar con unas sabrosas y sanas hamburguesas caseras. Resulta que las hamburguesas gourmet están de moda, vaya por Dios, como diría alguno de mis vecinos de Plentzia. Ya no son fast food, no. Ahora entraron por la puerta grande en el mundo de la alta gastronomía. Carne picada en su máxima expresión artística. Pero, como no tenemos tiempo, y al creer que no tenemos tiempo, no tenemos ganas de ver si sacamos tiempo para prepararlas, entonces claudicamos. En vez de preparar la hamburguesa casera, nos vamos a la hamburguesería o kebap, y nos contentamos con no parecernos tanto a Homero Simpson, a Pilón, aquel familiar de Popeye, o a Krusti, el payaso.
Yo aspiro a trascender mi hamburguesa de autor. En realidad, la trascendencia sería la de mi vieja, quien un día me explicó su receta. Si la quiero hacer pasar como alemana, le agrego manzana rallada; si necesito darle un toque exótico, no me queda otra que contemplar el curry; si la quiero llamar española, a comprar jamón serrano; si extraño la campiña italiana, le agrego hierbas provenzales; salsa de soja si apetezco comida étnica; si creo que puedo hacer una hamburguesa lusa, a la carne la reduzco con un chorro de oporto; y así, mil variantes mínimas para convertirme en un creador único del alimento más utilizado del mundo.

Lo que Gordon no podrá enseñarme es como comer la hamburguesa sin sentir el olor residual en mi boca una vez finalizada;  o a no quedar manchado de salsas, tomates, jugos de la carne, o que se me caigan la rodaja de huevo cocido, la cebolla o el esquivo tomate. Ni hablar de los bocados donde solo encuentro pan, o aquel mordisco donde sin querer, se fue más de la mitad de la carne. Y lo peor de todos, la eterna huida de la carne hacia el fondo del pan, quedando al descubierto y goteando la mostaza. Pero como hay estudios para toda necesidad, los japoneses nos acercan el suyo: el kit viene acompañado por un gráfico donde nos indica la posición que deben adoptar nuestras manos para el éxito del cometido. Como los nipones suelen ser prolijos, nos adjuntan otra posibilidad tan añeja como su cultura: comer la hamburguesa con cuchillo y tenedor, pero creemos que eso sería desvirtuar la tradición de deglutir “le burguer”.

Los mismos problemas no aquejan a la hora de comer kebap o tacos. Conozco una familia que hacen de estas comidas un verdadero arte, un sofisticado estilo. Para comenzar, tratándose de familia numerosa, cada integrante aguarda paciente su momento, sabe que dispondrá de suficiente carne, pollo, huevo y verduras, para prepararse su propia tortilla de maíz o pan de pita. Y luego envuelven el relleno con una plasticidad similar a un eficiente packaging. Y si en la hamburguesa las salsas son el gran obstáculo, al comenzar a comer un taco o kebap, lo primero que deberás tener en cuenta es la presencia masiva de servilletas. Es menester el acopio de ellas, porque invariablemente y sin ser profético, me he de manchar seguro. La culpa de estos percances se lo debemos a los alemanes. A la hora de conocer los primeros puestos de doner kebap en los años setenta, inventaron el cubrir la carne de salsa.
Quizás el único secreto para acometer con éxito la ingesta de un taco o kebap solo sea consumirlo en un horario donde todavía funcionen nuestros sentidos, ya que la falta de reflejos o equilibrio obligará sí o sí a pringarnos la ropa, las manos y pasar un mal momento. Otra posibilidad de ser efectivos sería pedir menos cantidad de relleno, pero no siempre estamos predispuestos a resignar el género. Y pedirles a los dueños del local que le ponga menos lechuga, que es lo que más ocupa, tampoco parece ser la idea del comerciante.
En definitiva, al vivir tan de prisa optamos por comida rápida. El contrasentido radica en que antes de sentarnos en nuestra hamburguesería o bocatería favorita, nos podemos tirar un par de horas desperdiciadas en vagar sin sentido por el centro comercial. En casa, pasa más o menos lo mismo, no solemos tener ganas de vigilar todo el proceso de una cocción al horno de un pollo. No tenemos tiempo, pero mientras tanto se puede uno perder navegando por horas en el facebook.
Para los habitantes de la península surge una opción también rápida pero de mejor equilibrio gastronómico. Algunos lo llaman Spanish fast food, para sofisticarlo. Pero si les digo tapa o pintxo, todos sabemos de que se trata y de sus bondades. Los chefs nacionales han trabajado en los últimos años en desarrollar esta cultura del comer, y se considera una comida de reyes, pero en miniatura. En el País Vasco, resulta un placer visual el recorrido de una barra repleta de pintxos. Un par o tres de ellos garantizan una comida rápida pero versada, con elaboración y equilibrio, ya pocos optan por las aceitunas, frutos secos o pan con embutidos. Pero las tapas o pintxos, como así también la cultura del poteo se merecen una entrada aparte. La prometo.
En el país que nació el concepto de comida rápida, Estados Unidos, se consume más del 35% del consumo mundial de comida rápida. Casi dos veces más que en Japón, que es el segundo consumidor, y 2.6 veces más que en China, el cómodo tercero. En España, en los últimos diez años, ha aumentado la tendencia al fast food en un 23,86%. Es llamativo que entre los cinco primeros consumidores de esta modalidad de comida, tres países se encuentren en territorio asiático, si nos consultaran a ciegas, todos diríamos que esta cultura corresponde en exclusividad a los países occidentales.
Donde se supone en la península que se consuma mayor cantidad promedio de comida rápida por habitante. Para sorpresa de muchos, no será en las grandes ciudades o en las comunidades top en categoría Michelin de cocina. Al frente está Baleares y luego Canarias, el secreto será exclusivamente la presencia masiva de turistas extranjeros. La ecuación es sencilla: en Baleares, al cabo de un año, hay más de ocho veces más turistas extranjeros que personas residiendo en el territorio, mientras que en Canarias, la proporción disminuye a cuatro por uno.
Es común entre los jóvenes, personas que viven solas o parejas en las que ambas trabajan muchas horas al día, en aumentar la tendencia de la comida rápida. Los hábitos han variado, pero no debemos olvidar que necesitamos una dieta variada y funcional, y así se beneficiará nuestra salud, nuestro bolsillo no confundirá que gastar para comer entre 1.90 y 4 euros es económico. Hay un dicho que reza “lo barato sale caro”, solo al tiempo hemos de confirmarlo…

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