lunes, 8 de septiembre de 2014

No hacer el bien ya es un mal muy grande



“El hombre nace libre, pero en todos lados esta encadenado”.

Jean – Jacques Rousseau, en El Contrato Social.

A través de El Contrato Social, Rousseau produjo uno de los trabajos más destacados en la época de la Ilustración. El pueblo es el soberano y la política estaría basada en la voluntad popular. Expuso que la única forma de gobierno legal será aquella de un Estado Republicano, donde todo el pueblo legisle. Lo publicó en 1762.

Este pensador, luego de observar exhaustivamente el andar de la sociedad monárquica, cavila que el vínculo entre un Rey y sus masas no debe hallarse en la sumisión o en el uso de la fuerza. Afirma, para ser más concreto, que el hombre puede y debe renunciar voluntariamente a un estado natural de inocencia y someterse a las reglas de una sociedad, y ese intercambio social le brindará más beneficios que complicaciones. Para Rousseau, el hombre primigenio es un ser sin maldad, de ahí otra frase inmortal, esta vez presente en su “Emilio, o de la educación”: “El hombre es bueno, por naturaleza”. Visto lo visto, y temiendo que cada año vemos peor, la pregunta es: ¿Es verdad que el hombre primigenio no tiene maldad o la formación de las sociedades lo hace malvado y mezquino?
Viendo los avatares de nuestras sociedades, uno puede predecir que la derrota es total. Pero a pesar de la debacle, seguimos sosteniendo sólo con palabras esos principios de igualdad, ética y solidaridad. Los que gobiernan lo pregonan a cada momento, y los que nos dejamos gobernar, creemos infantilmente que nos asisten derechos, que las conquistas no deben alimentarse permanentemente. Es verdad, que cada tanto algún arrebato social nos permite suponer que sí, que tenemos una fuerza poderosa. Es verdad que las condiciones sociales de las minorías parecen mejor asistidas que apenas un siglo atrás. Pero el manto de anestesia que nos han inoculado, nos ha convertido en seres apáticos, sin voluntad y sin ideales. Solo la inercia de la protesta que no va hacia ningún lado nos sostiene. El esfuerzo del cambio lo debe hacer otro, nosotros no tenemos la culpa. La culpa es sólo de los gobernantes. Así nos va, sin autocritica el cambio sigue a la espera.
También es destacable que el concepto de justicia social no consiste en darles a todos lo mismo. Las sociedades, integradas por individuos que aceptan las normas, deben recibir lo que les corresponde en función de su aporte a la sociedad. Ese no es un concepto vinculado al capitalismo. No, es de pura lógica. El Estado asiste universalmente en caso de necesidad, de desprotección. Pero cada uno cosecha lo que siembra. Y no lo pienso desde ningún costado burgués, es solo la contemplación de un ser sociable (no en exceso) que convive en la sociedad hace casi medio siglo.
Entonces nacemos en un país determinado y vamos aceptando tácitamente el contrato social vigente. Podemos cambiar de país por diversos motivos y nos adaptamos a las bases sociales de nuestra nueva comunidad. Dependiendo de la regulación, aportamos casi el 40% de nuestros ingresos a un Estado, con la condición que esto garantizará la igualdad de oportunidades y que sólo nos resta ser constantes en nuestro esfuerzo y gozar de buenas decisiones, para llegar a donde queramos o podamos llegar. Eso sí, contando con un Estado que nos asista y no nos deje tirados a los altibajos de la suerte. Ese Estado también somos nosotros, habrá un administrador, pero administrar no significa que sea el dueño, que actúe como el supremo.
Leyendo periódicos, caminando las calles, viendo los noticieros, conversando con seres cercanos, escuchando sin querer conversaciones o expresiones de desconocidos, muchas veces llego a la conclusión que somos testigos impotentes de la peor clase dirigente que hayamos vivido. Y lo siento con los líderes españoles, y con los argentinos. De momento, he morado en esas dos sociedades. Hay una profunda discapacidad ideológica. Las carteras más importantes están en manos de personajes de lo más incompetentes, improvisados. Nos quieren confundir con ideologías, pero la realidad confirma que ellos están tan confundidos como nosotros. La tecnología nos acercó un arma que debía ser definitoria, la imagen casi al instante. Ante un error de bulto, un exabrupto, una tropelía, un acto innoble, seguramente gozaremos de una filmación, obsequio de cualquier teléfono móvil. Pero lo sorprendente es que no basta con la imagen, no es definitivo. Sobrevendrá un relato que desmentirá lo visto, la palabra sigue siendo más importante que la imagen.
Aguantamos de todo, ya casi no podemos resistir ante la violencia de los que presumen de modales, de saco y corbata. Si esta cofradía nos retiene heridos de muerte, la otra, representados por esa masa desalineada y marginal, nos asesta la última de las puñaladas. Eso les permite a estos adoradores del merchandising sin forma ni argumento, campar con la tranquilidad que en definitiva, los unos se lían con los otros, con los pares, los que tenemos poco o nada. Mientras tanto, en cualquier mitin político, o cadena nacional, los adoradores vitorean o arengan frases, no hechos consumados. A uno, que no está de acuerdo con ellos, lo obligan a colgarse el cartel de oposición. El que razona que la reina o el rey están desnudos, le tildan de vende patria, de agorero, de mala onda.
Los que ostentan el poder, acumulan más riquezas. Adoramos a la reina del pueblo, y en realidad es una soberbia burguesa del tedio. Es llamativo el fracaso de las políticas públicas, y el constante éxito privado de sus dirigentes. ¿Es tan difícil llevar a la práctica en el Estado que administra, las formulas de éxito de su administración personal? No será por un problema de comunicación, si en realidad están todo el tiempo comunicando, o haciendo que se informa. No será por un problema de la soledad que rodea a los que gobiernan, ya que funcionarios cercanos, viejos amigos o socios, también gozan año a año las bondades de seguir creciendo en patrimonio. Entonces algo raro estarán haciendo. Me encantaría consultarles a los aduladores, pero creo que ellos están allí por: un margen inferior de convicción; por un margen medio de ignorancia; y por un deseo superior de poder acceder a un margen de ese desarrollo. De los tres márgenes, me apena más el del ignorante, porque lo están manipulando sin recato, y él, flamea la banderita ante la nueva causa, o actualiza su facebook defendiendo sin miramientos a su soberana y no a su soberanía.
Me inquieta más los efectos de los de a pie. Una parte significativa de nuestras sociedades aceptan con naturalidad la convivencia entre el fracaso de la gestión pública y el éxito de lo privado, de nuestros funcionarios. No les produce rechazo. Siguen repitiendo el relato. Es exasperante, es frustrante. No les inspira rechazo, les infunde aprecio. Aprecio que los llevará a votar por ellos, una y otra vez. Pasa en Valencia, Madrid, Buenos Aires, en casi todos los rincones.
Las urgencias son tales, que solo atinamos a vivir el presente, sin enterarnos de que estamos consumiendo el futuro. Pero ese porvenir es de mañana mismo, no se refiere a dentro de quinientos años. Esas promesas o afirmaciones se pueden refutar al día siguiente, o lo más triste, a los quince minutos de ser formuladas. Hay un discurso vacío, que proviene del poder, y hay un razonamiento, también vacío, del que lo recibe. ¿Y cómo se desestructuró ese contrato social?: Con una mentira sistemática, o lo que algunos llamaron literariamente, relato.
Hay un nombre para esos gobiernos de los peores. Paradójicamente, para los argentinos, el nombre le puede sonar a actual. Pero el término “Kakistocracia” fue acuñado por Michelangelo Bovero, Doctor en Filosofía. Según Bovero, las reglas electorales se aplican, pero no producen democracia. “La democracia hoy no significa gobierno con el consenso del pueblo. No se debe elegir a un guía supremo que decida todo, y luego la otra institución que se renueva con nuestros votos, que es el parlamento o legislativo, apruebe sistemáticamente los proyectos del gobernante supremo”, anunció en junio del año pasado en una conferencia “Democracia y participación ciudadana”, realizada en México.
La kakistocracia es una degeneración de las relaciones humanas, donde la organización gubernativa está en manos de gente inescrupulosa e ignorante. También se destaca por la mediocridad del funcionariado público, donde el capacitado se aparta asqueado o resignado, y se aplaude a los peores que se eternizan  y los nuevos oportunistas intentan formar parte de negociados.    
En su primera edición, allá por el año 1944, el “Dictionary of sociology” incorpora por primera vez esta definición, de la mano de Frederick Lumley: “Gobierno de los peores, estado de degeneración de las relaciones humanas en que la organización gubernativa está controlada y dirigida por gobernantes que ofrecen toda la gama, desde ignorantes y matones electoreros, hasta bandas y camarillas sagaces, pero sin escrúpulos”. Cómo los individuos capaces y preparados, que también han fracasado en sus utopías, no comparten esta manera de gestionar la cosa pública de estos incapaces, se retiran. Los gobernantes entonces, reclutan a todo aquel con menos capacidad y preparación, y por ende, principios, para que proteja el proyecto autoritario. La idoneidad es reemplazada por una supuesta lealtad incondicional, pero que disfraza una ciega ambición del corto plazo. Ese clientelismo impide la búsqueda de consensos o diálogo, rompiendo el contrato social. Pero siempre achacarán que están dispuestos al debate, que tienden puentes para el disenso en aras de un consenso.
La repugnancia ejerce una enorme, y nefasta fuerza de atracción. Por eso, nos convertimos en espectadores permanentes de tanta mentira, de tanta bajeza. Somos oposición, pero no tenemos fundamentos para aportar, tan sólo la percepción de que no hay futuro sin verdad, y que no tenemos ideología o convicción para terminar con estos kakos. Kakistos es superlativo en griego. Kakos representa lo sórdido, perverso, funesto e innoble. Es decir, lo peor. Lo que se manifiesta en los últimos tiempos.
Nos acerca a la fábula del Rey desnudo. En 1837, el danés Hans Christian Andersen, nos deleitó con “El traje nuevo del emperador”. No se supo si la historia fue fruto de la originalidad de Andersen, o si se basó de la realidad. Pero en ella nos recuerda que no por el hecho de que una mentira sea aceptada por muchos, tenga que ser cierta.
Una sociedad gobernada por mediocres, nunca podrá ser exitosa. El problema pasa en reconocer nuestra mediocridad, e intentar revertir una decadencia que lleva décadas desarrollándose. No puede ser cierto que nos merezcamos tanta miseria, interna y externa…


PD: Esta entrada la motivó, entre tantas cosas, un video que vi en Facebook sobre el proceder de un gendarme en una autopista argentina. La escena era grotesca, de no ser que afectó a un particular que podría haber sido yo, o vos. El afectado, a su vez, estaba afectando a sus pares con una nueva modalidad de protesta. Pero lo más burlesco es que muchos opten por cliquear un me gusta a esa parodia, aunque quiera expresar una especie de condena. Nos hemos adaptado a lo burdo, vemos el pesaroso azar del vecino y no nos inmuta, El poder democrático se pasa su mandato condenando lo que denigra del otro, el autoritaro, y terminan adoptando las mismas políticas de intolerancia y arbitrio, como síndrome. En este caso, me gustaría alguna vez leer un comentario de los que creen que está casi todo bien, y que luego de defender estas causas, pueden contarles a sus hijos un lindo cuento nocturno, para que vivan sanamente su inocencia.
A veces escribo sobre mí, sobre mis recuerdos, sobre mi pasado. Otras veces, y juro que trato de espaciarlas, escribo sobre lo que observo de mis semejantes, y me da la sensación que los humanos no se hartan nunca de tolerar el vicio, y que sólo el uso de la memoria constante demora degradarnos cada vez más rápido.

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