jueves, 27 de marzo de 2014

Verdad Consecuencia



Solemos pedir perdón a la persona con la que tropezamos en la calle, a la que sin querer molestamos al querer descender de un medio de transporte o a la que le queremos pedir alguna información en la vía pública. Es un formalismo, pero lo solemos llevar a cabo sin complicaciones, sin malestar. Y sabemos que anteponiendo la palabra perdón a lo que luego vamos a consultar, generalmente merece de la otra parte una respuesta positiva. Pero no siempre el aducir por el perdón es tan fácil de encarar o encajar.


En el libro Los límites del perdón, su autor Simon Wiesenthal comparte su encrucijada. En su obra nos cuenta que siendo prisionero judío en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, fue llevado a trabajar en un hospital de la reserva. Allí se le acercó una monja de la Cruz Roja y lo condujo a la habitación de un soldado alemán moribundo llamado Karl. Este hombre, consciente de que su muerte era eminente, le pidió a Wiesenthal que le escuchara hablar sobre un suceso que le torturaba. Estando en la campaña contra Rusia y al atacar uno de los tantos pueblos o ciudades, le dieron la orden de introducir en un edificio a un grupo de 200 judíos, en su mayoría niños, mujeres y ancianos; en la construcción habían puesto gasolina en todos los pisos y además de arrojar granadas, le prendieron fuego. Estuvieron presentes mientras el lugar ardía y disparaban a quienes trataban de escapar. Atormentado por los crímenes en los que había participado, el soldado quería confesarlos a un judío y obtener la absolución de sus labios. Deseaba morir en paz. Simon en ese momento, sin dar explicación ni respuesta, sale de la habitación. Al día siguiente el soldado Karl muere y Simon se encuentra ante el dilema moral si debiera o no haberle perdonado.

En mi relación con un grupo de niños en el equipo de futbol del pueblo, se generan muchas veces roces o enfrentamientos propios de la edad. Dependiendo de las distintas personalidades, se agravian o lastiman y en la mayoría de los casos, no saben reconducir la situación. Es ahí donde los entrenadores o más bien formadores, nos vemos en la obligación de acudir a moderar el conflicto. Enterados del suceso, solemos indicar a las dos partes que deben disculparse para seguir adelante en el proceso de conformar ese grupo. Las disculpas mutuas suelen ser fácilmente dadas y aceptadas. Es algo más difícil cuando solo uno de las partes debe pedir disculpas. Lo llamativo es que las dos partes pasan por el apuro. La víctima, generalmente está necesitada con ansiedad que esto pase lo más rápido posible, quiere regresar a la normalidad, al paso anterior al conflicto. Y espera con ansiedad que el otro se disculpe, o al menos que lo insinúe, para él adelantarse y dar por concluido el conflicto con el apretón de manos. Y el culpable suele tardar, quiere discutir su total culpabilidad. Es como si temiera la claudicación, como si trajera más consecuencias que el reto del momento. Y es el mismo que vuelve a caer en la tentación de molestar a sus pares en cada entrenamiento.

Pedir perdón es un componente esencial, indispensable para una reconciliación. Si alguien le hace algo que no se puede dejar pasar sin más a otra persona, es menester mediar en el conflicto para solucionarlo. El tercero debe buscar empatía en la solución. Pero muchas veces el tercero no quiere dar por terminada la situación, considera que no es suficiente la manera de disculparse o no es sincero el gesto de arrepentimiento. Se genera un nuevo dilema dentro del dilema. El tercero solo debe mediar o es un juez frente a una disputa ante la cual él no tiene que estar afectado.

Hay conflictos que llevan muchas décadas sin cerrarse. Dejemos de lado las pugnas personales, pasemos a los conflictos del Estado o a consecuencia de un Estado carente. ¿Es posible perdonar al que no pide perdón, no transita por una iniciativa sincera o no le interesa que le perdonen, porque insiste que él es la verdadera víctima del conflicto? Los que suelen ser más intransigentes en estas circunstancias, tanto o más que el victimario, suelen ser los terceros. Las víctimas (los que sobreviven, aclaro) dan la sensación de ser los que menos se ocupan del perdón. No lo mencionan si no se lo mencionan. Y mantienen el dolor si el entorno retoma una y otra vez la causa enquistada. Muchas veces solo necesitan pasar página. En otras, permanecen en el rol de víctimas y encienden el resentimiento sobre su victimario. Muchos no pueden olvidar, esa situación condicionará indefinidamente su existencia. No hay una sola manera de reaccionar ante una ofensa o dolor. Tampoco hay una sola manera de pedir disculpas. Pero también hay unos terceros que parecen más interesados en que esta situación nunca termine.

Retomando el libro de Wiesenthal, nos dice: “El punto más importante es, por supuesto, la cuestión del perdón. Perdonar es algo que sólo el tiempo puede conceder, pero también el perdón es un acto de voluntad y sólo la víctima tiene autoridad para tomar la decisión. Tú, que acabas de leer este lamentable y trágico episodio de mi vida, puedes ponerte mentalmente en mi lugar y preguntarte a ti mismo: ¿Qué habría hecho yo en su lugar?”. Hasta el día de hoy se han publicado 53 respuestas de personas de todas las condiciones, de ambos sexos, de distintas religiones y de distintas implicancias en el dilema. Y no hay uniformidad de criterios.

Para muchos católicos, pedir perdón a Dios es más fácil que hacerlo públicamente. Lo prefieren ante que ponerse frente a su víctima y reconocerlo. Se atropellan en las primeras filas del pulpito para hacer oraciones o cantos de fe. Parece ser que con Dios, las palabras suenan menos arriesgadas para un futuro y a su vez alivian más. Es un contrasentido absurdo que los fieles siguen manteniendo. Quizás forma parte de uno de los tantos misterios irresolutos que me han alejado de ese dogma. Los fieles temen la ira de Dios, pero aceptan hincarse para disculparse y no temen hacerlo sin verdadero arrepentimiento, sin una toma de conciencia. Parece ser que la ira de Dios no tiene tanto alcance. Uno se disculpa sin verdadero arrepentimiento y sale del recinto con la moral recobrada. Tema la ira pero sabe como engañarle, o engañarse en esa relación que lleva tantos años como la civilización.

Y cuando el conflicto se dilata, muchas veces el perdón no pasa por el olvido, pero si por seguir adelante. Reanudar la vida parece ser una decisión de la propia vida. Nada se detiene, el dolor de la víctima es inmenso, pero al mismo tiempo todo continúa sin esperarle. Es cruel pero sucede todo el tiempo. Los demás no nos detenemos, seguimos la carrera. Entonces somos los demás los que debemos cerrar la herida. Las víctimas o sus familias no están en condiciones de cerrarlas. El victimario puede estar libre o encerrado, y muchas veces no está por la labor de ayudar a cicatrizar afrentas. Pero los terceros deben afrontar con apertura de miras el desafío. Es ridículo cuando piden una rendición incondicional, cuando claman por un perdón que muchas veces ellos mismos no han sabido ofrecer. Se mueven con la misma radicalidad del victimario y mantienen como prisioneros de su dolor a las víctimas. Algunos Estados se especializan en tener ese tipo de rehenes de por vida.

Pedir perdón es algo natural y perdonar parece ser una cosa grande. Pero nos cuesta. La obligación mínima para el que pide perdón es ir con la verdad. No su justificación ideológica, sino la verdad de lo que ha hecho. Decir la verdad es arriesgado y todos creemos que duele. No debería doler, muchas veces ser sinceros finalmente libera. Y pedir perdón es tan agobiante como concederlo. Pero hay gente que lo ha logrado. Y hay personas que no comprenden las razones del otro para dañarle pero disculpan. Hay una vieja fábula oriental que clarifica esa situación: “Ningún doctor puede atender a una persona que se haya caído por un minarete si él mismo no ha sufrido la misma caída”.

El resentimiento es una pasión natural, es decir es una emoción. El perdón a veces tiene que ver con un cambio de emociones. Las emociones muchas veces no escuchan razones, ni a favor ni en contra. Entonces, muchas veces excelentes razones o justificaciones no alcanzan el perdón. Muchos dudan de perdonar, porque además de sus conflictos emocionales internos, temen el “daño” que pueda causar el perdón, sostienen que la absolución rápida puede no generar un cambio sentido en el victimario, que el perdón solo sea un borrón y cuenta nueva e implique el rápido olvido del victimario. Algunos creemos que en el perdonar no se olvida el crimen, de hecho se reconoce y se considera como tal. Y hay crímenes que son inolvidables, por lo menos para las víctimas. La clave pasaría por no olvidar, divulgar lo sucedido, aprender de los errores. Cuando yo le digo a los chicos del futbol borrón y cuenta nueva, significa que no haya resentimiento, miedo o que persista la actitud del que hizo el mal. Tampoco el borrón acepta que vuelva a suceder, el borrón pone a prueba a las dos partes y esta tercera pata del conflicto no volverá a mencionar la falta pero tendrá que tener altura de miras para que no vuelvan a repetirse, que todas las partes entiendan y aprendan del conflicto.

El perdón parece a veces una meta tan lejana. Las pocas respuestas que apoyaron la idea de perdonar al soldado Karl en el libro de Wiesenthal, la dio el Dalai Lama. Según él, el perdón es una actitud aconsejable ante problemas como el del gobierno chino y la lucha del pueblo tibetano por recuperar su libertad. “Sería fácil enojarse ante estos trágicos acontecimientos y ante tantas atrocidades. Sería fácil, de hecho es la actitud más común, el enojarse y alimentar el resentimiento. El perdonar es la manera de comportarse de un budista”.

¿Tenemos que perdonar? Si perdonamos, alentamos la revelación de la verdad. ¿Pero hará más sereno el duelo de los supervivientes? Muchas veces no, pero tenemos que saber que el resentimiento genera aún más dolor. ¿El perdón es necesario para lograr la reconciliación en las generaciones futuras? No siempre, se repiten los holocaustos o las matanzas. El tema del perdón no me despierta curiosidad a través de la lectura de Los límites del perdón. Llego al libro de Simon Wiesenthal luego de leer otro libro, Una temporada de machetes, de Jean Hatzfeld. En este libro, el autor francés intenta reconstruir la mente de los Hutus, que en el plazo de 4 meses asesinaron a 800.000 tutsis a machetazos en Ruanda ante la indiferencia del resto del mundo. Todas las preguntas que no tienen respuesta provienen de este libro y su capítulo: Los regateos del perdón, nos acerca pero nos aleja a su vez de nuestra condición humana.

El perdón mejora la calidad de las personas y de las sociedades. Las personas cambian, asumimos el desafío de que no somos la misma persona a lo largo de nuestras vidas. Podemos retornar de un error, es un trabajo lograr el cambio. No tiene que ver solo con la justicia, esta tendrá que actuar para imponer un castigo. Las sociedades que solo exigen que el otro pida perdón pero no sabe sincerar sus malos actos no crece. Y el que lucra con el dolor del otro es el que más habla del perdón. Y lo hace con una ingenuidad desconcertante, la misma del victimario, que con el tiempo deja de ser ingenua para ser ruin, para descubrir el manejo que genera al que sufre, su intolerancia y su finalmente conversión a verdugo, que siempre llega. Y miremos nuestros países, y descubriremos a más de uno…

No hay comentarios:

Publicar un comentario