lunes, 24 de marzo de 2014

Polaroid



Mehmed detiene su andar y con una sonrisa, una más, le da a entender a su esposa Maryam y sus tres hijas, que deben aguardar el cambio de semáforo para cruzar al otro extremo de la Gran Vía. Las niñas se paran detrás del padre y lo miran. Él acaricia el cabello de la más pequeña mientras observa el paso del tranvía. Es la primera señal en el día de que se puede detener el tiempo.

No comprendo su idioma, pero lo único que intuyo es la referencia a la Gran Vía, pronunciada como en éxtasis, como si les contara un cuento.  El efecto de esa palabra en castellano magnetiza a las niñas; embelesadas observan a los ansiosos transeúntes detenidos por el rojo del semáforo que mueven las piernas en el lugar como si siguieran caminando. Las niñas giran en todo momento la cabeza, se sorprenden con la cantidad de teléfonos móviles que se pueden localizar en menos de quince metros. Maryam también observa los contrastes. Pero lo hace con naturalidad, sigue magnetizada con la presencia tan cercana de su esposo.
A Maryam y a las niñas las acabo de conocer. A Mehmed ya lo había visto en un par de oportunidades cuándo atinó a sintetizarme su historia. Todos tenemos una historia, comprobé el mismo día que pisé por primera vez la Organización. El problema es que a la mayoría, nadie está dispuesto a escucharles. Pero son historias de vida, curiosas, sufridas, pintorescas, simpáticas, dramáticas. Cada una alterna con las otras en menos de quince minutos de entrevista. Sales con mal sabor de boca en una, una sonrisa te devuelve la posibilidad de hacer algo bueno dentro del sistema en la siguiente. Así sigues, así transcurren los días de labor.
Cambia el semáforo y un gesto de Mehmed habilita a cruzar la avenida. Yo mismo camino cautivado, como si formara parte de la familia. Simplemente les acompaño a la casa de fotografía para que todas ellas obtengan una foto carnet, para comenzar el trámite de solicitud de asilo. Un trámite que hago con habitualidad, pero que esa mañana me sienta distinto. La sonrisa del padre también me alcanza. Observo rasgos de familia que la velocidad actual de la vida, de esta cultura, ha ido mermando, hemos ido perdiendo. Caminamos los seis en dos líneas desparejas, pero armónicas. Con Mehmed hablamos en castellano y las niñas ladean el cuello hacia arriba sonriendo. Maryam cierra la marcha, también presta atención mientras descubre su nueva ciudad, su nuevo país. He aprendido en estos años que para mucha gente, la patria es donde esté reunida su familia. Y después de cuatro años de forzosa separación, la familia de Mehmed y Maryam retoman su vínculo patrio.
Mehmed me repite el nombre de sus hijas. La más grande, camina cercana a su madre y sonríe al escuchar su nombre. Setareh, que vendría a ser Estrella, tiene siete años. Llama la atención que camine con un bolso que casi es más grande que ella, pero lo lleva con gracia. Un vestido largo hasta los zapatos, con colores intensos, despierta la atención de los viandantes. Ella camina como dominando la ciudad, pero en realidad sigue la estela de los pasos del padre. El pelo largo, cobrizo y recogido, se mueve con la misma soltura. No es linda, es elegante. Estrella, repito, y el padre continúa con las presentaciones.
La del medio es Sepideh, con cinco años. Sepideh significa Alba, Amanecer. Y su cara es fresca, lozana, como justificando el nombre. Me llama la atención sus zapatos, parecen de un par de tallas más grandes y están ajados aunque bien lustrados, sin embargo ella camina con agilidad. No lleva bolso, su vestido es de color crudo y tiene un lunar en el mentón. El cabello lo lleva igual de largo que su hermana, también recogido. Sepideh, me animo en su idioma, y me hace una reverencia.
Mahtab es la más pequeña. Luz de luna, al castellano. Sonrío al repetirlo, ella me mira con cara seria. Aún no he visto una sonrisa en ese astro luminoso pero reservado. Es la menos agraciada, el pelo bien corto la confunde con un niño. También lleva bolso al hombro y su vestido es parecido al de una muñeca. Mahtab, repito, pero a diferencia de las otras, ella no mira. Las tres tienen nombres asociados con la noche o el fin de la misma. Mehmed me sonríe como asintiendo pero no agrega nada, si la noche es mágica para la pareja será un secreto que una sonrisa no pueda develarme.
El padre no me había dicho la edad de la hija menor. Tres años y medio, aclara como disculpándose del olvido. Repito la edad, miro a Mehmed y le consulto si él no veía a su familia desde hacía cuatro años. Asiente, cuando todo sucedió, Maryan transitaba el cuarto mes de embarazo. Quise saber cuando había visto a Mahtab por primera vez y antes de ingresar a la casa de fotografía, me dijo: “ayer”. La pequeña, sin soltar la mano del padre, observó con curiosidad como las puertas corredizas nos abrían el paso al interior del local.
Mientras una persona pagaba en caja, esbozo un par de preguntas sin importancia, como para recuperarme de la zozobra de que padre e hija recién se estuvieran conociendo. Nunca antes él había visto a su hija, no sabía lo que era una webcam, apenas sostuvo un par de conversaciones por teléfono con la niña. La segunda respuesta señala a su esposa. Maryan escogió el nombre y estuvo acertada. Maryan es María, ella me vuelve a saludar con una inclinación de cabeza. A diferencia de sus hijas, ella tiene hiyab, un tipo de pañuelo que cubre completamente la cabeza y el cuello. Su bolso es grande, sus zapatos inmensos y su vestido es de un color apagado. No es atractiva, si simpática. Sonríe a cada rato.
Mientras, la ciudad adquiere su ritmo habitual, casi histérico. La primera señal me la da la encargada de la tienda. Enojada, me dice que el ordenador acaba de ser encendido y debe calentarse antes de comenzar su funcionamiento. Le pregunto qué debemos hacer, ella cortante, como de costumbre, dice que transcurrirán veinte minutos hasta tener los revelados. Consulto a Mehmed que quiere hacer, él mira a su esposa y sonriendo, confirma que podemos aguardar en la tienda. Me parece una respuesta lógica, quizás porque dejó de ser habitual el poder y querer esperar algo en esta parte del mundo. Segunda vez en minutos que confirmo que vale la pena detener el tiempo.
Mientras los cinco miran los productos del local, pienso en Mehmed. Lo veo caminar sin poder disimular una fea renguera. La pierna cosida a balazos, fue su explicación el día que nos presentaron. Estuvo a punto de morir desangrado, pero lograron asistirlo e internarlo. Diferencias religiosas y políticas, aunque él no militara. Tuvo suerte que la Organización estuviera cerca y lo sacaran del país. No pasa los treinta y cinco años, pero su cuerpo tiene señales de mucho sufrimiento. Si tuviera que destacar un rasgo particular de Mehmed, diría sin duda alguna la tranquilidad que regala. Ayer recuperó a su familia luego de tantos años, pero pareciera que fue una breve interrupción, no un transitar por países y quirófanos. Me consulta por un artefacto curioso, un pequeño trípode y se las arregla para explicarle a los suyos para qué sirve.
El local, mientras tanto, se llena de urgencias y fastidios. El personal se lamenta de las condiciones de trabajo y por lo bajo murmurando, reprochan la existencia de clientes. Los usuarios se afligen por el tiempo que pierden, por no ser los primeros en ser atendidos. Los resoplidos y quejas confunden a unos y a otros. La famosa ansiedad de occidente. Yo estoy seguro, estoy cerca de Mehmed y su familia, aguardamos con naturalidad que la máquina de revelados termine de arrancar. En minutos les podrán sacar las fotos.
La encargada nos acerca al fondo blanco, a los focos y al taburete para la foto. Mehmed señala a la mayor, Setareh. Por primera vez, deja el bolso en el suelo, al lado del padre. Maryam se acerca de manera natural a peinar la cabellera para luego atarlo nuevamente, con tranquilidad como si estuvieran en su casa. La encargada sigue nerviosa, su intención es sacar una foto detrás de la otra, sin detenerse en cada niña. Setareh, satisfecha con los arreglos,  se sienta en el taburete y no le cuesta ni un gesto regalar una sonrisa a la cámara. El trámite ahora es ligero, la familia sonríe cuando la niña recupera el bolso y vuelve al lado de la madre.
Una mujer del este de Europa interrumpe la ceremonia. Necesita con urgencia una foto para el renovado de su visado. Es rubia, con las mejillas encendidas y está muy transpirada quizás por algo de sobrepeso. La encargada retoma el gesto adusto para recordarle que debe esperar, que detrás de la familia de Mehmed hay otras personas aguardando. Al volver la vista a Sepideh, es como si recobrara una esencia perdida. Le sonríe y ella misma le pregunta si no ha de peinarse. La madre le acomoda la coleta y el padre le quita una mancha de la boca. La niña se sienta y también sonríe. La foto tarda un poco más en ser aceptada. Entre cinco opciones, la duda está entre la tercera y cuarta. Ahora la encargada se toma su tiempo, parece que estuviera disfrutando por única vez de su trabajo.
Una señora con aspecto de abogada consulta por un trabajo a retirar. La encargada la deriva con mal talante al otro empleado y este, se levanta de su silla como enojado, sigue hablando por lo bajo. Es el turno de Mahtab y la pequeña no parece convencida de alejarse de las piernas del padre. La peinan unos minutos, el padre le habla con delicadeza. Ella asiente con esa seriedad que la define y accede a dejar el bolso a Maryan. La encargada con una sonrisa divertida, le pide que mire a la cámara y no a la madre. La niña escucha la traducción del padre y ahora lo mira a él, nos obliga a sonreír a todos. Mehmed le pide una sonrisa y la niña hace todo lo posible, pero solo responde con muecas toscas ante cada disparo de la cámara. Por primera vez miro el reloj, miro a los costados y compruebo que la armonía solo pertenece a la familia. Me contengo de mencionar que se trata sólo de una foto para un pedido de asilo, que no es necesaria la sonrisa, pero imagino que será la primera foto en familia de Mahtab. El padre se acerca y le vuelve a hablar en susurro a la pequeña. La cámara le apunta y la niña no tiene manera de regalar una sonrisa, solo se aproxima otra mueca. En este caso, son más de diez las fotos y optan por la primera, a todos nos parece la más espontánea.
La mujer del este no ha podido aguardar su turno. Alguien le ha dicho que en el casco viejo hay otra tienda donde también puede recargar el móvil y se ha marchado con su agitación en aumento. La abogada obtiene su encargo pero no deja de hablar por teléfono. Sin un gesto ni saludo abandona el local, el vendedor se vuelve a sentar y le contesta mal a otra persona que pregunta si hay mucha espera para sacarse una foto carnet. Resta Maryan por sacarse la foto.
Se acomoda el pelo por debajo del hiyab y se sienta en el taburete. Un estallido de alegría brota al mismo tiempo de las tres hijas, felices de ver a su madre ante los focos. Maryan sonríe y la encargada aprovecha para sacar la mejor foto de todas. Mientras se apagan los focos, Maryan retoma su lugar al lado del marido y todos se felicitan por la sesión fotográfica. Mientras le pago al vendedor frustrado y mal aprendido, observo a esa familia. Los envidio, saben disfrutar del mínimo placer de estar juntos, con vida.
Volvemos a la Organización, resta complementar el formulario para solicitar el asilo de las mujeres. Mehmed ya obtuvo la residencia hace un año. Le ayudaron con un trabajo con minusvalía, un alquiler económico y una ayuda social para preparar el arribo de la familia. Sabe que tienen una nueva posibilidad de ser felices juntos y es lo único que le importa. Su pierna tullida, las diferencias religiosas, el temor a los ricos gobernantes y al terrorismo de estado de su país ya no le preocupa. Le consulto si está satisfecho con lo que logró. Me mira con otra sonrisa y me dice que él solo no logró nada. Sin Maryan nada hubiera sido posible. Ella mantuvo con vida a las hijas, ella las alimentó, ella es la cabeza de la familia. El solo logró escapar, Maryan se quedó en el lugar e hizo frente a la situación. Nunca podrá olvidar las agallas de su esposa. Observé a Maryan y ella me devolvió la enésima reverencia. De inmediato le acomodó la coleta a Sepideh y le regañó. Le está pidiendo que no pierda la compostura, me aclara Mehmed. Tengo que atender a otra persona, me despido con un saludo a cada uno y compruebo que han pasado más de una hora y media desde que partiéramos hacia la tienda de fotos. Mientras me alejo de la familia procuro que la siguiente entrevista me ayude a detener nuevamente el tiempo, o mejor aún, a disfrutarlo mientras transcurra.

PD: Los nombres no son reales, la situación sí. La actitud en la casa de fotos de los trabajadores es similar a cualquier día que me acerqué a sacar fotos para los candidatos a asilo, te entran ganas de decirles que se vayan a casa, que dan pena tanto enojo o resoplido. Me hubiera gustado tener una foto de las nenas andando con sus bolsos, sus vestidos, sus cabelleras acabadas en coleta y su andar distendido; y otra foto del padre guiando a su familia en los primeros pasos por la ciudad. 



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