miércoles, 2 de octubre de 2013

Los síndromes de Javi



El canto V de la Odisea de Homero nos advertía: “… y Ulises pasabase los días sentado en las rocas, a la orilla del mar, consumiéndose a fuerza de llanto, suspiros y penas, fijando sus ojos en el mar estéril, llorando incansablemente…”. En el canto IX, Ulises para protegerse del perseguidor Polifemo le dice “preguntas cíclope cómo me llamo… voy a decírtelo. Mi nombre es Nadie y Nadie me llaman todos”. Recordemos que Ulises era un semidiós, Rey de Ítaca, que a duras penas sobrevivió a peligros y adversidades en su intento de regresar a casa tras la Guerra de Troya. Ulises (u Odiseo, su nombre en griego) sufrió a pesar de su condición de héroe, imaginemos lo que nos queda a los simples mortales.


Emigrar se convirtió para millones de personas en un proceso que no siempre está vinculado a una elección, es apenas una decisión para intentar salir adelante. A partir del año 2000 en España evidenciaron una sintomatología vinculada a la oleada de inmigrantes que llegaban a la península en busca de ese destino. El estrés que conllevaba ese desplazamiento superaba la lenta capacidad de adaptación al nuevo territorio, y daba paso a un malestar que, en algunos casos, trasladaban a su nuevo médico de cabecera. Otros, en su afán de integrarse prontamente, callaban y seguían con fuerza hacia adelante, confiando en que la morriña o nostalgia, en breve, dejaría de “obsequiarle” tan malos momentos.

Entonces surgió oficialmente El síndrome de Ulises en los países de acogida. Si bien los médicos no estaban aún preparados para su tratamiento, se apoyaron en los fármacos para paliarlo porque no podían detenerse a conocer cada experiencia de vida. En realidad, y es una apreciación personal, creo que siempre se apoyan en los fármacos a la hora de abordar algún síntoma de espíritu dañado en este viejo continente. Y el síndrome de Ulises al estar  considerado como un problema de salud mental invitaba a un tratamiento prolongado de antidepresivos.

Esa situación de estrés límite se caracteriza porque la persona padece un determinado duelo, y mientras trata de reorganizarse, siente que ha perdido algo significativo en ese desplazamiento: la familia y seres queridos, a veces la lengua, la tierra, la cultura, su status social o su grupo de pertenencia; resumiendo, siente que ha perdido su identidad. El agobio que conlleva esa confirmación genera estrés, y el estrés somatiza. La soledad y falta de contención agudizan el problema, de ahí que cualquiera de nosotros que vagamos por otras orillas de nuestra Ítaca podemos tener depresiones, ansiedad, dolores físicos, angustias, cambios de humores u otras características que nos lleven tarde o temprano  a la receta del antidepresivo o ansiolítico.

En América Latina y sin generalizar, las relaciones familiares son más estrechas. Vivimos en un marco de familias extensas que poseen rasgos permanentes de solidaridad y pertenencia. De ahí que el cambio radical de estilo de vida pueda generar una descomposición en nuestro equilibrio mental. Ese desequilibrio puede  no darse, conozco infinidad de personas que se convirtieron en amigos o conocidos por ese rasgo de apátrida que nos une, y que no han sufrido o manifestado uno sólo de los síntomas mencionados. Pero otros sin saberlo, trasmiten a las claras que no están cómodos, somatizan todo el tiempo, buscan un entorno. Y están aquellos, como me sucedió, que se acercaron al médico porque entre el dolor de espalda que comienza a ser continuo o un dolor especifico en la boca, comienzan a alterarle su equilibrio emocional, y de repente se encuentra ante una médica que no conoce, que no te mira y teclea en su ordenador en vez de auscultarte, y en el único momento que levanta la mirada te dice que somos compañeros en desgracia de Ulises, o en el peor de los casos, habitantes de una triste y oscura morada, que han denominado cajón desastre.


Hasta que el Doctor Jose Achotegui, profesor titular de la Universidad de Barcelona y Director del SAPPIR (Servicio de Atención Psicopatológica y Psicosocial a Inmigrantes y Refugiados) oficializó y le dio nombre a este mal, las consultas en los ambulatorios terminaban con una receta de antidepresivo cuando las muestras de depresión primaban, y otras veces, cuando los síntomas eran por demás particulares, pensaban que eran enfermedades de otras culturas y en mi caso, antes de mencionarme a Ulises, que lo había leído, me dijeron que a veces cuando no se encuentra una clasificación exacta a un malestar, esas historias clínicas se suelen “alojar” en una cajonera donde van todos “los fenómenos”, no me dijo que se llamaba cajón desastre, solo era una cajonera sin nombre, con un fondo oscuro.


Llevaba mis primeros meses en el País Vasco preguntándome a diario “¿Qué mierda estoy haciendo acá?”. A los meses de comenzar mi primer trabajo, en el bar que les mencioné en la entrada anterior, la pregunta se hacía más habitual. A medida que  en ramaladas entraban los parroquianos a las mismas horas, a tomar lo mismo cada día y a conversar de las mismas cosas, el interrogante no cesaba y mis pensamientos estaban dirigidos exclusivamente a no poder acostumbrarme a este cambio tan drástico en mi vida. Comenzaron los síntomas en breve. Tantas horas de pie me llevaron a sentir permanentemente como si una gota de agua fría cayera por mi espalda. No había ninguna gota, me di cuenta que la sensación permanecía a la hora de acostarme. Al dormir, siempre soñaba con Buenos Aires. Era increíble, hasta el momento de irme de mi país, nunca había necesitado señalizar mis sueños, fijándoles una residencia. Y lo peor era que en las horas de más afluencia en el bar, sentía una sensación de agobio o falta de aire que desesperaba.

No lo consulté con nadie, apenas se lo comenté a mi esposa. Pero el problema se agudizó y vaya paradoja, en los días que aquí denominan de fiesta o como es más común para mí, los días de descanso. Al tomar el metro para acercarme hasta Bilbao, en determinado momento sentía un ahogo que daba paso a una angustia extrema que me pedía a gritos bajarme de la formación. El problema era, y no se rían, que el metro a Plentzia viene cada veinte minutos, y al bajarme, la situación no se normalizaba rápidamente y además, siempre llegaba tarde a casa. Tenía la obligación de poner fin a este sufrimiento. Más cuando en una escapada en autobús a Valencia, y a la altura de Vitoria, sentí que me desmayaba, que perdía los colores y mis labios se dormían y lo peor, que todo eso sucedía ante la atónita mirada de mi esposa en el asiento contiguo, que comprobó que lo que hasta ese momento yo minimizaba, parecía de relativa importancia. Lo único rescatable de esta situación es que yo sabía que no llegaría al desmayo, que debía tocar fondo para ir recuperando el color, dejar de transpirar, recuperar la respiración con normalidad y seguir como si no hubiera sucedido nada. Todo eso sucedía en no más de dos minutos. Pero ante el temor de estar gestionando a un increíble Hulk en mi interior, decidí acudir al médico y alojarme las primeras semanas en la incomodidad del cajón desastre.

Tarde en asumir que debía tomar pastillas. Acostumbrado a hacer terapia, no concebía que todo se limitaba a dos años de antidepresivo, ansiolítico o como lo llamaran. La médica siempre tecleaba mi “no” rotundo a las pastillas en mi historia clínica digital. Pero volvía a la semana, esperando alguna investigación o al menos, que la doctora me mirara al teclear. No era tan difícil, al estudiar mecanografía me obligaban a no mirar el teclado mientras alcanzaba las cuarenta palabras por minuto. Pero como veía que a pesar de tener bien razonado los síntomas, estos no desaparecían, hinqué mis rodillas en la consulta médica, y luego de la promesa de que a los dos años exactos me retiraba la pastilla, acepté mi humilde condición de herculiano, es decir de semidiós en desgracia.

Para abreviar, los primeros quince días tras la primer pastilla fueron los peores, aún mas difíciles que cuando sentía los síntomas. Todo se enderezó un día al regresar del trabajo y comenzar a llorar sin consuelo ante lo que me sucedía. Al terminar mis berridos, sentí por primera vez una sensación de calma y eso me llevó a completar mi adaptación al lugar, a mi cambio de vida y a los dos años a dejar de lado las pastillas. Ojo, el problema de la boca continúa ante el cambio de clima (y no se imaginan con que intensidad suele cambiar el clima en el País Vasco) y la gota fría se convirtió en contractura permanente. Pero no me siento como el Doctor Bruce Banner ante la inminente metamorfosis, sólo atino a buscar el paraguas e incorporarlo al morral si el día está esplendido, y si la tormenta es constante, anunciar con optimismo a mis seres cercanos que el buen tiempo se está por asomar a nuestra villa.

Alguna vez me comentaron que mi Ulises podía encuadrarse dentro de un duelo simple, es decir que se da en buenas condiciones y puede ser elaborado. Ese duelo simple se da cuando emigra un adulto joven que no deja atrás ni hijos pequeños, ni padres enfermos y puede visitar o recibir la visita de sus familiares. También me contaron que la clasificación se completa con duelos complicados y duelos extremos, este último superando la capacidad de adaptación del sujeto. Y conocí muchos casos de duelo extremo, nunca olvidaré ese colombiano de cara bonachona que compartía internet o los periódicos en la biblioteca y  tenía mujer y cuatro hijos en Colombia. Nunca supe si sufrió del síndrome, solo sé que un día le avisaron que su mujer falleció súbitamente de un cáncer no detectado y él le confesaba a algún pariente que si regresaba en ese momento a Colombia, perdería la antigüedad para la residencia y así no podría ayudar a sus hijos en un futuro. Aún le quedaban dos años para regularizar su situación, y se tuvo que quedar.

En situaciones de miedo psíquico hay más posibilidades de respuesta que en el miedo físico. El estrés crónico da lugar a una potenciación del miedo, y respondemos con más miedo ante situaciones estresantes futuras. Y una de las situaciones que generan más miedo entre un sector de inmigrantes se da cuando no se tienen papeles (no es mi caso, llegué con mi pasaporte español “regalo” de mi viejo) o se ha llegado en patera por la zona del estrecho o Canarias. Y de a poco vamos conociendo de estos últimos casos. La profunda crisis que vive España hace que muchos de esos inmigrantes lleguen hasta el norte, buscando mejores condiciones que el centro o sur de la península no pueden brindar. Además de sus problemas de adaptación al cambio, esta la lengua que desconocen, su religión y fundamentalmente, su inocencia en algunos aspectos. He conocido a varios chicos africanos que llegaron sin nada, atravesando el mar con angustia y dolor, y con lo poco que encuentran aquí, sienten que tienen mucho más que antes. Sufren de dolores musculares habituales, frío aún en primavera o verano, y dolores estomacales quizás producto del cambio de alimentación o por la somatización a la que desconocen su existencia.  Se apoyan en otros conciudadanos, también generan los guetos como su única sociedad posible y muchas veces se les acusa de no querer integrarse, de no aprender el idioma, de buscar ayuda social o de organizaciones no gubernamentales para paliar una situación que en la mayoría de los casos, será eterna. Pero si nos tomáramos cinco minutos para escucharles,  nos daríamos cuenta que suelen ser educados, agradecidos y muy sufridos. Quizás sean los verdaderos héroes de Ítaca.

Santiago Gamboa, escritor bogotano, dio a conocer en el año 2005 su novela “El síndrome de Ulises”. En ella, describe sus años en París como intensos, donde tuvo que  aprender a sobrevivir aunque era un privilegiado, estando protegido por una beca de estudios. Además de la profunda soledad del individuo, otros tres temas centran su relato: el sexo, el hambre y la solidaridad de los que no tienen nada. Así nos relata el “otro” París, aquel donde no existe Notre Dame o las luces nocturnas de la torre Eiffel. Se mueve entre la miseria de esa sociedad marginal, descubriendo otra cofradía auténtica, la que camina sin ser vista por la sociedad consumista.

Desde su Bogotá natal soñaba con ese París que todos soñamos. Lo conoció, pero vivió en el otro París, en el que casi nadie quiere vivir y en el que viven casi todos los nuevos, en el que la ciudad de la luz abre paso a barriadas y suburbios poblados de inmigrantes de todos los colores en los que se sobrevive con enormes dificultades. Gamboa quiso reflejar que el equivalente al héroe clásico es el inmigrante de hoy y que París puede ser Berlín, Barcelona, Milán o Londres, todas ciudades maravillosas para visitar, pero duras para vivir en ellas desde cero, sin tener la protección social o familiar. Es una novela sobre inmigrantes, sobre la amistad que se genera entre diversos apátridas, el constante ir de un lado al otro, el volver a generar vínculos para seguir, para lograr una pertenencia.

Esta entrada creo que la generó otro escritor bogotano, mencionado en la última salida. Alvaro Mutis y su personaje Magroll, el Gaviero me movió a recordar aquellas épocas del bar, mi lenta adaptación, y el recuerdo permanente a mi otra orilla. Me sensibilizó y me hizo acordar que los malos momentos de hoy se asemejan a los de ayer, pero que uno debe pensar que de todo se sale, lo que no se sabe es cuando será ese momento. Y siempre me apoyo en la lectura, de ahí que no pase esta entrada sin recomendar el libro de Gamboa y recordar “La Odisea” de Homero. Y creo que como yo me apoyé en la literatura y ahora en este blog para combatir la soledad, conozco a varios que se sostienen en hobbies, deportes, aficiones y otros recursos para caminar por esta parte de la acera, a la espera de sobrevivir al canto de las sirenas. Y para dejarles un buen gusto de boca en el final, les cuento que hace años conocí a un médico de cabecera que no teclea demasiado, que te mira, que te da la mano con efusión al llegar e irte, te pregunta por libros, por baloncesto, por Bielsa, por River, por tu familia, por tus cosas. Se llama Juanjo y quizás me lea.

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