jueves, 31 de octubre de 2013

Distintas "clases" de vidas



Nguzi llega siempre con puntualidad. En realidad, antes debo definir que es puntualidad. En mi accionar, arribar a una reunión concertada es tratar de llegar unos minutos antes; ni muchos, ni sobre la hora. Digamos que presentarse cinco minutos antes es hablar de puntualidad.


Nguzi es de esas personas. Llega siempre a las clases de castellano cinco minutos antes, cuando yo todavía estoy revisando las fotocopias para entregar a cada uno de los alumnos con la temática del día. El aula suele estar vacía, así que tanta ella como yo somos los únicos testigos de un ritual que a veces fastidia, muchas veces incomoda, alguna vez me enoja, pero con el correr de los minutos valoro por su sinceridad. Y me conmueve que nada se pueda hacer para cambiar el destino de mucha gente en estos días.

El saludo denota cortesía y buenos modales. La ausencia de ese gesto denota enemistad u hostilidad. Por eso, siempre que te encuentras con alguien al que conoces, corresponde conservar las formas e intercambiar cumplidos. Al fin y al cabo, se trata de mantener un ameno diálogo que no sobrepasa el minuto o minuto y medio.

En la clase de castellano para inmigrantes solemos tener entre nueve y diez alumnos. Van rotando, durante el año tienes un par fijos y el resto, digamos que durante un semestre suelen acompañarte, pero como con la eventualidad que les acompaña en estos procesos migratorios, cuando sabes dónde estás hoy pero no imaginas donde estarás mañana, un buen día no aparecen por el aula y luego de un llamado telefónico con explicaciones vagas, te dan a entender que la ausencia solo se trata de estar buscándose la vida. Les recuerdas que siempre estarán invitados a esas clases y en tu interior reconoces, que en breve, se sumara una nueva alma para tener algunas armas para practicar su castellano.

Cada alumno tiene su carpeta, dentro su cuaderno con un lápiz, un bolígrafo, una goma de borrar y un pequeño diccionario bilingüe de castellano con su idioma de origen. La mayoría deja esa carpeta en el armario del fondo. Casi nadie se lo lleva. Algunos viven en la calle, es lógico que me lo dejen. Pero otros tienen su habitación alquilada e igual lo dejan. Al principio me preguntaba si no les interesaba practicar lo aprendido en clase, pero ahora respeto sus rutinas. En la clase se muestran siempre atentos, a la primera instrucción se muestran confusos, como con temor a arriesgar una respuesta equivocada. Pero de inmediato, como cuando entras en calor, dan muestras de entender la consigna y a pesar de errar alguna respuesta, participan y dan muestras de inteligencia y deducción.

La primera vez que Nguzi me devolvió el saludo me llamó la atención. Me esperaba un formalismo, otra convención. Y no sucedió. Fue claro y contundente su mensaje. No dejaba duda sobre su estado de ánimo o preocupación. Pero lo que me llamó la atención fue mi reacción. Su contestación obligaba a un accionar de mi parte y sencillamente no me lo esperaba. Creía que mi actividad solo estaba dirigida a dar la clase. Pero siempre hay algo más cuando se trata de seres humanos y afinidades.

El resto de los alumnos llegan en punto, como si supieran que necesito esos cinco minutos para asimilar una respuesta a Nguzi y mostrarme dispuesto a conversar sobre su situación. Las conversaciones suelen ser breves, el idioma no es el impedimento, Nguzi habla bien el castellano, es de las más participativas en clase. La limitación es que es un tema espinoso, doloroso y parece ser acorde que las dos partes seamos sintéticos, de pocas palabras. Pero tratamos de que sean claras y afectuosas. Yo siempre me quedo pensando en ella, en su situación. Cuando hemos logrado darle una mano me sentí como liberado, casi eufórico. En la mayoría de las veces, solo serví para que ella descomprimiera su angustia, pero me di cuenta que no es poco. La gente no suele ofrecer en estos tiempos su oído y la otra persona, al menos compartida su preocupación, suele agradecer esa deferencia.

Y es que mis alumnos tienen motivos para estar preocupados. Ellos forman parte de esa fracción de la sociedad que está en una situación de vulnerabilidad evidente. Están buscando su oportunidad, y la buscan en un mal momento, donde lo que abundaba se ha retirado sin dejar rastros, parece que ha partido .Y mis alumnos han abandonado su país de origen, muchos de ellos se han arriesgado a hacerlo recorriendo durante días y meses países limítrofes de África a la espera de arribar al lugar, donde una organización o mafia, mediante un pago desmedido, les permitan cruzar en una barca o debajo de un coche hacia su tierra prometida, esa parte del sur de España que es a su vez, la ansiada Unión Europea.

Nguzi es nigeriana. En la clase hay cameruneses, senegaleses, de Malí, de Nepal, de Bangladesh y dos o tres marroquíes. La mayoría son hombres, suelen acompañarnos dos o tres mujeres en ese grupo de diez o doce alumnos a los que dos veces a la semana asistimos con verbos, artículos, adjetivos, acentos o cualquier aspecto del idioma que les sirva en la calle, donde se define la integración a un país y su idioma.

Nguzi es nigeriana, repito. Y está sola, apenas tiene conocidos en Bilbao. Aparenta tener algunos años más que yo, me baso en esa mirada comparativa que todos solemos incurrir para deducir la edad del otro. Es una tontería, porque no agrega nada. Pero lo hacemos todos, además la primer o segunda pregunta que otras personas te harán cuando uno cuenta algo sobre otro, es que “¿qué edad tiene?”, ante lo que yo siempre caigo en el error de responder: “ni idea, será como yo”. Parece ser que esa respuesta decepciona, uno tiene que saber la edad de la otra persona, parece.

Es decir que si es como yo, esta más cerca de los cincuenta que de la adolescencia tardía. Y estar solo no es malo, pero es mal antecedente a la hora de necesitar ayuda. Porque miras a los costados y nadie te puede socorrer, y la mayoría de esta gente en verdad, necesita ayuda para salir adelante. Nguzi lleva seis años en España. Tiene varios problemas, pero el fundamental es no tener donde vivir. Lugar, en realidad hay de sobra. Lo que no tiene es dinero para pagar con regularidad la renta, y por ende, conservar el derecho a estar empadronada. Y el empadronamiento es uno de los papeles que te han de pedir inevitablemente para cualquier tipo de trámite. Y también es importante para acceder a una ayuda económica, a una renta básica. Y la antigüedad de ese empadronamiento debe ser de tres años. Suena a poco, yo me fui de Argentina hace doce. Pero cuando no tienes recursos, tres años es mucho. Y Nguzi lo sufre en carne propia desde el primer día.

Hoy por hoy, Nguzi solo aspira a acceder a esa renta básica. Problemas de alimentación son más fáciles de encarar, siempre hay comedores donde hacer alguna de las ingestas del día. Además la condición de pobre suele obrar milagros con poco, si no nos acostumbramos a ser sibaritas, un plato de arroz o pasta son deliciosos y fáciles de ser compartido. Pero sin renta básica y sin trabajo a la vista, no hay dinero para pagar una habitación. Y como mínimo te suelen pedir doscientos cincuenta euros al mes. Y a Nguzi por segunda vez en este recorrido europeo, está a las puertas de esos tres años de antigüedad y mira con desesperación como ese objetivo puede perecer cercano a la orilla. Ya le pasó hace tres años, aquella vez le faltaban cinco meses, y luego de vagar unos meses sin destino fijo renovó la ilusión de lograr el cometido. Los tres años tienen que ser ininterrumpidos, no se acumulan.  Ahora le restan diez meses para los tres años, pero luego de cumplir por más de dos años con recursos propios y distintas ayudas de unos y otros, ve como en octubre se ha interrumpido el pago de la renta. Y en breve, se tendrá que marchar. Y la calle parece ser el inmediato destino.

También tiene problemas con la vista, necesitaría cambiar de gafas. En la España de la abundancia no era problema, en la de hoy es una quimera, desaparecieron todas las ayudas. Son demasiadas frustraciones para una sola vida. Por eso tengo que tragar saliva ante la respuesta a mi saludo inicial. Es lógico, me está sintetizando este momento de su vida. Luego, cuando todos los alumnos están ya en sus pupitres comenzamos la clase. Y Nguzi responde. Y yo siempre me quedo pensando en ella, y en los últimos meses no tengo manera de ayudarle. Solo la escucho.

Si este fuera un blog masivo, me imagino una parte de las respuestas. Solo basta con meterse en los foros posteriores a las notas sobre inmigración en los periódicos nacionales y locales y armados de valor y sangre fría, leer los comentarios de la “gente”. Muchos desprecian el destino de esta “masa”, creen que todos “chupan del bote”, que viven a expensas de los impuestos que otros pagan, que los de la tierra no andan por ahí viviendo del cuento, que nadie les regala un piso, que tienen cuarenta años de hipoteca y el banco no anda con vueltas. Esto podría ser lo más decente, no vale la pena mencionar lo que dicen esos que se envuelven en banderas y atacan al que supuestamente viene a quitarles lo que les corresponde por derecho de haber nacido en esa tierra. Por suerte, hay muchos comentarios de personas que comprenden que estas son historias de vida, y que se trata de seres humanos.

Pero este blog de masivo no tiene nada. Y los que lo leen, suelen ser personas cercanas en mi afecto y manera de pensar, no creo que me cuestionen nada. Muchos me pueden preguntar por qué no se hace nada. La respuesta es que se hace, pero no se trata de una sola persona. Sin ir más lejos, en el curso son doce alumnos, y solo me estoy animando a contar las necesidades de Nguzi. Y siempre aparece uno nuevo con los mismos problemas, y llevo casi un año escuchando estas historias. En los telediarios aparecen, pero parece una película, parece lejano, es un problema de otro, por algo está en la tele. Pero es distinto cuando te lo cuentan, y mientras te explican, una lágrima bien gorda va cayendo lentamente por su mejilla.

Cuando Nguzi entra en el aula, yo invariablemente la saludo. “Buen día, Nguzi, ¿cómo estás?”, no puedo evitar mi muletilla. Ella me mira, pone mueca de tristeza y me dice “mal”. Eso es lo único que me dice. Y depende de cómo tenga el día, me entristece y juro que a veces me enoja. Porque ella rompe con el convencionalismo, ella tendría que decir “bien”. Pero me dice invariablemente “mal” y yo ya lo se. Y me quedo pensando el día que me sienta mal esa respuesta porque me sienta mal. Y recapacito. Soy su profesor, tenemos afinidad y es lógico que me conteste con la verdad. Además, suelen ser muy sinceros mis alumnos. Una cosa que me ha sorprendido de ellos es la sinceridad con la que se comunican y no hablo de esa sinceridad que a veces creemos tener y que es insolencia, vanidad o superioridad. Esta gente es sincera desde la humildad, desde la cercanía, desde la debilidad y yo hay días que me enojo. Quizás me enojo porque se que solo puedo prestarle el oído y poco más.  Y me enojo porque es un problema sin solución del que me quiero desentender, ya bastante tenemos con los telediarios.

Acomodo una vez más las fotocopias como para tomar valor, compruebo que faltan cinco minutos para la clase y me siento junto a ella, que ya recogió su carpeta del mueble del fondo y se sienta siempre en el mismo lugar. Y empezamos a hablar, me pone al tanto de sus novedades, que en realidad no hay, es la misma situación del día anterior y de la semana pasada. Hablamos un rato, alguna vez ella optó por contarme su situación en su idioma, el inglés, sintiendo que con el apoyo de la lengua materna que bien conoce, iba a ser más contundente su locución. Hago esfuerzo por recuperar todo ese inglés invertido en mis escuelas primaria y secundaria más lo aportado por la escuela de idiomas de Bilbao y tratando de que no me pierda una parte importante de su problema, intentó pensar en soluciones, en puertas para tocar, en gente a la que contactar. Ella se descarga, su desolación está reflejada en su rostro, pero a la hora de comenzar la clase, cambia su concentración y se consagra a la pizarra, le interesa saber cómo se conjuga en futuro los verbos regulares.

Hacía dos semanas que Nguzi no venía a clases. Ya estaba cercano a llamarla para preguntarle, pero ayer miércoles se presentó. Distraído, entre mis papeles del día, le dije sin pensar: “Buen día, Nguzi. ¿Cómo estás?”. Ahí me di cuenta del ritual. Me miró, puso esa mueca afligida y me dijo “mal”, pero esta vez no me enojó. Me dio alegría que estuviera allí con nosotros, aunque parezca tontería al menos es una señal, quiero que esté en clase, quiero que aprenda, quiero que siga peleando como creo que lo hago yo, quiero que alguna vez pueda optar a tener una renta, no termino de entender este mundo que transitamos cada día. Y antes de comenzar la clase, Nguzi me preguntó por mi esposa. Le dije “bien, por suerte. Gracias”. Se alegró con sinceridad, luego me hizo una síntesis de su ausencia de clase y cuando entraron el resto de los alumnos, se acomodó esas gafas tan gastadas y fue la primera en responder al primer ejercicio. Y para variar, lo hizo bien.

Posdata o más data: Recién al escribir esta entrada, recordé a mi madre en el comedor del depto en Monroe, enseñando a una señora de su edad a leer o escribir. Y recordé la satisfacción de mi vieja ante los pequeños avances de su alumna. Yo hoy siento lo mismo, seguro que lo aprendí de mi madre.

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