martes, 30 de julio de 2013

Brindemos por la sal de la tierra

Sigo abusando de la gentileza del loco Viezzoli


El 7 de octubre de 1992 parecía una quimera. “Mire, mire que locura/ mire, mire que emoción/ esta noche toca Richards / el año que viene  tocan los Stones”. Cuarenta y cinco mil testigos en Vélez quizás vaticinaban, o quizás pedían a grito cantado, que terminaran tantos años de espera. Tres décadas separaban a los argentinos de poder ver en vivo y en el país a “las majestades satánicas”. Era 1992, tenía 25 años y Keith Richards and The X-pensive Winos era un aperitivo que en mi caso, aguardaba desde los quince. “Time is on my side”, “happy”, “Gimme shelter”, “Before they make me run” y el bis final de “Connection” confirmaban que un Stone había tocado en el país. Con el final, nuevamente el grito que sólo se equivocó un año, porque finalmente tardaron dos. Pero teniendo en cuenta como se equivocan siempre las masas, era un error soportable.

En febrero de 1995 casi tenía 28 años pero al igual que un adolescente tardío, me quedé todo un día haciendo la cola en River para poder comprar las entradas. –“Que iban a ser dos recitales”, - dijeron primero. Ese mismo viernes sumaban uno más y unos días después fueron finalmente cinco. Los encargados de comercializar jugaron hasta último momento con la desesperación que los personajes despertaban. Con el caos dominando a todos, tuvieron que abrir las boleterías y comenzar a vender pasada la una de la madrugada, la gente y el alcohol no aguantaban hasta las diez de la mañana del sábado como horario establecido; incluso en los kilómetros de la fila había habido un muerto iniciada la noche. A la distancia, me enojo con la incapacidad organizativa que acompaña a veces a un evento argento. Aquella vez el marketing se aprovechó de la desesperación. Un presentador que era muy rebelde, todas las mañanas a  las nueve de la matina nos gritaba que la cola ya tenía un kilometro mas, que te ibas a quedar afuera. Nunca escuché de él o de la radio un mea culpa, jugamos con los muchachos (la masa) y los muchachos (la masa enfervorizada) no saben jugar. Yo volví con vida a casa y con entradas para dos recitales (¡que no me gusta decir conciertos!).

Volvieron en 1998, otra vez con cinco recitales pero esta vez organizados los organizadores. La venta fue telefónica o con tarjeta y una  desesperación inicial ya saciada, permitieron que esta vez con el Bridges to Babylon Tour también llenaran, pero mas tranqui, y como en mi caso, con treinta y un años recién cumplidos y en medio de problemas que todavía no presagiaban que me iba a ir de mi país, me permitieron acudir un poco más templado. Seguía coleccionando discos (Cd’s) de los Stones y creo que ya debería ir por la vigésima version de “Brown sugar” de estos tíos. Para esta serie y a pesar de los problemas económicos repetí en tres actuaciones.
Entre medio, cada tanto un sábado salía con mis amigos. Me gustaba el día, la noche me traía incomodidad. Esa timidez que con el tiempo resultó ser parte del gen vasco, me hacían sentir muy cohibido, muy incómodo en ese segmento horario donde mostrar otra imagen a la tuya parecía regla. No era tímido, era algo vasco. Y para colmo, salvo alguna mezcla de vez en cuando (aquí kalimotxo), no era de tomar alcohol. Pero cuando me sentía contenido por mis amigos o por la noche, se me daba imitar a Jagger y yo creía que lo sacaba clavadito, aunque creo que a mis amigos les divertía verme haciendo el ridículo.
Casi dos metros de altura, el pelo largo pero lacio, barba de quince años y vestimenta muy formal parecían sortear tantas diferencias a la hora de encarar la imitación, vamos que la de Barry Gibb la tenía a huevo. Pero yo quería ser bipolar y por lo tanto ser como Jagger. Nunca lograba estar sudado, mis ojos nunca conocieron un delineador, no tengo los labios gruesos, no solía tener el torso desnudo (por temor a los enfriamientos) ni ser fibroso (lo más adónico que me llamaron fue flaco con panza) y lo peor de todo, no tenía ese culito prieto que para los hombres es huesito dulce pero para las fans femeninas es pura seducción, puro deseo sexual. Con tantas contras, yo cada tanto creía clavar la imitación de Mick. Hacía cortos desplazamientos a lo Jagger y aunque yo creía que parecía una liebre desplazándome, quizás tuviera la velocidad de Largo cuando lo llamaba alguno de los Adams. Así todo me movía con cadencia, abría los bracitos tratando de arropar a los que me miraban, creía que desenvolvía una lengua hermosa, suponía que serruchaba el aire con el movimiento de pelvis y apuñalaba las respiraciones cercanas con mis caderas (pensar que después me confirmaron que las tenia desgastadas y me esperará en un futuro algún implante). Para rematar ponía mi mejor cara de león perverso y aunque no tuviera nunca los pantalones de colores ceñidos, en mi defensa debo decir que siempre fui de ajustarme mucho el cinturón a la cintura. Con tantas limitaciones, no claudicaba tan rápido, creía susurrar como Mick, yo también pronunciaba el inglés como me diera la gana (reconozco que perdura esa costumbre) y me largaba al satisfaction; y la cosa funcionaba hasta que levantaba la vista y me daba cuenta que además de mis amigos, alguien más me estaba mirando. Allí se acababa el conjuro, la sensualidad volvía a mi inconsciente reprimido y quizás yo regresaba a un parecido más acorde con Piñón fijo.

Jagger cumplió setenta años. ¿Qué otro tipo hace las cosas que él hace en el escenario? Creo que es único, si no entendés el inglés, el tío te lo explica con gestos, con miradas, con posturas. Parece frágil pero aguanta un ritmo vertiginoso durante más de tres horas en un escenario. Tiene un look de tipo hecho mierda, de locura y de olor a sexo primitivo. Pero Mick sigue siendo un hecho mierda atractivo, con los rasgos cada vez mas marcados y a pesar de que ahora (y creo que casi siempre) es un dandy, sir o super empresario, nos sigue vendiendo que es un rebelde y un marginal, y lo seguimos comprando. Eso sí, creo que además de show man, es un buen cantante. Su voz es original, provocativa y transmite una increíble personalidad. Me gustan más sus blues o rockanrolles que sus baladas, pero siempre muestra un increíble dominio de la escena y del escenario.
La música de los Stones es sucia, siempre con tanto ruido de fondo como sensación de desorden, con pifias en las guitarras, con voces roncas y con chillidos al mismo tiempo. Fingen ser adoradores de Satanás, nos dicen que sus presentaciones son siniestras, los coros femeninos prometen ser escandalosamente sensuales, y a la larga es un engaño. Pero lo único que resulta claro es que uno se divierte durante tres horas. Te montan un escenario increíble, tienen otro a cincuenta metros para tocar tres temas rodeados de la locura de sus seguidores; te presentan una legión de instrumentos de viento y te tocan himnos de más de cuarenta años y uno ruge como si fueran su estreno.
Cuando el rock de los sesenta tenía a su Abel y Caín para la encarnación del bien y del mal, los Stones decidieron ser la cara de los chicos malos, que con su desalineo enfrentaban a los chicos serios y comedidos de Liverpool. En 1964, tan amados y odiados al mismo tiempo, la prensa dejaba una pregunta como declaración de principios: “¿Dejaría que su hija saliera con uno de los Stones?”. Nueve de cada diez madres habrá afirmado que no, no sabría cuantas se habrían animado a confesar que ellas sí tendrían un efímero romance con el cantante.
The Beatles sucumbieron luego de una década, los egos separaron la banda, Joko no sumo al conjunto, solo inspiró a Lennon y un fanático decidió matar al pacifista. Con los Stones, los egos han hecho mérito para separaciones temporales y odios desmedidos, pero llevan cincuenta años montando nuevas giras y entre disco nuevo, sacando sinfín de recopilaciones. El dinero es parte del secreto, no se puede discutir.
En el 2006 estuvieron nuevamente en Argentina, esta vez con dos recitales. Yo llevaba cuatro años fuera del país. En julio de 2003 tocaron en San Mamés y yo con treinta y seis años fui a verlos nuevamente, esta vez con Fernanda. No sabía que hasta el día de la fecha sería mi despedida de los mega conciertos, esa tarde sacudí la camiseta ante la absorta mirada de los jóvenes europeos que me recordaban cada rato durante “It’s only rock and roll” que la tribu aquí no funcionaba, que se acostumbraba mas a dejar cantar a los que saben y quedarse en el césped aplaudiendo cada canción y tomando una birra. Que si continuaba revoleando la camiseta, les haría una “avería”. Quizás fue el fin de mi cadera agresiva y el inicio de mis contracturas por escoliosis. Europa me domesticó de una manera cruel.

Ya no lo imito a Jagger. La noche no me asusta, ya se que no soy tímido, solo soy medio vasco. Mantengo mis cincuenta discos de los Stones en el ordenador, cada tanto escuchando algunos temas sueltos, hago un arrumaco con mis labios tratando de reflotar la emulación. Tengo cuarenta y seis años, y Jagger cumplió tres años menos que mi viejo y me parece increíble que mi viejo no pueda hacer una sola flexión y que se agite con una caminata al Castillo de Butrón. Y que yo pueda seguir en breve ese camino. Este tributo por ahí llegó diez años tarde, pero en un arrebato de memoria dejo este reconocimiento a Jagger e insisto en buscar en mi bolsillo trasero la armónica que nunca tuve, y teniendo en cuenta lo poco clavadita que me salía la imitación aquella, de haber tocado ese instrumento, me hubiera salido igualito… igualito que al afilador con su bicicleta.


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