viernes, 26 de julio de 2013

El hombre roto



“Mi libro es sobre la pequeña corrupción, pero para mí no hay pequeña ni gran corrupción. No es cuestión de cantidad”, afirma Tahar Ben Jelloun en una conferencia de prensa al abordar la temática de su novela “El hombre roto”. No importa el país o el Estado que se mencione, la deshonestidad es inherente al hombre, el habitante de los sistemas. Y su manía de justificar pequeñas digresiones  nos ha llevado a no poder cercar la corrupción a gran escala y observar con indiferencia el progresivo y constante deterioro moral de nuestras sociedades.


“La corrupción es el principio de la decadencia de la democracia”, otra de las frases de cabecera del autor.  En una especie de prólogo, el escritor marroquí nos adelanta que se inspiró en la obra del autor indonesio Pramoedya Ananta Toer (1925-2006), quien vivió en Yakarta, en régimen de residencia vigilada, y cuyas obras están prohibidas en su país. Están prohibidas de editarse, y la existencia de sus obras como de sus manuscritos fueron quemados por las autoridades a mediados de la década de los sesenta, pocos años después de lograda la independencia de Indonesia. El conflicto fue a consecuencia de que el autor tuviera opiniones favorables al movimiento nacionalista indonesio y contrastaba con las intenciones del presidente Achmed Sukarno al instalar una democracia dirigida y suprimir el resto de partidos políticos. En la cárcel le fueron negados, además de sus derechos básicos, lápices y bolígrafos, pero gracias a amigos y familiares, a quienes en esos días continuó contando historias, al salir de la cárcel pudo reconstruirlas y continuar una obra de más de treinta títulos.

En un viaje a Indonesia, Ben Jelloun intentó visitarle, pero le desaconsejaron que lo hiciera ya que podría perjudicar aún más su situación. Estando en ese país, leyó una de sus novelas, “Corrupción”, publicada en 1954. A manera de homenaje, decidió concebir “El hombre roto”, una novela sobre la corrupción, tema que en estas fechas ya parece algo trivial, en cualquier rincón del planeta. El libro pone de relieve la depravación moral del ser humano y encarna la debacle de un honesto funcionario de una secretaría del Estado, que un día se deja atrapar por los prejuicios y por las miradas ironizadas de los funcionarios “adaptados” al sistema y comete el desliz de aceptar un sobre.

La gangrena de la corrupción parece haber alcanzado todos los niveles de la población, pero el ser humano, de manera empecinada, sólo cree verla en la política o en los grandes empresarios. El autor elige una secretaría del Estado, ya que muchos mandatarios y funcionarios suelen asociar al Estado como el representante de valores como honestidad, integridad, pujanza, protección y desarrollo. Y la realidad muchas veces nos muestra que es desde el mismo Estado donde sus mandatarios y funcionarios generan una economía paralela a la de la gestión, desviando fondos para su enriquecimiento personal y paradójicamente, para el empobrecimiento del concepto de ética y gestión.

“El coste de la vida aumenta, y a nosotros nadie nos consulta nada. Hay que adaptarse, pues. Todo el mundo sabe que la mayoría de los sueldos son simbólicos. El Estado lo sabe, como también sabe que la inteligencia humana tiene recursos para compensar las carencias, en consecuencia hace la vista gorda. No tiene más remedio, si no  se organizaría una revuelta. Los ciudadanos contribuyen, según sus posibilidades, a colmar esos agujeros. Es normal. Forma parte de un consenso nacional, es una forma de restablecer el equilibrio. De lo que se trata es de hacerlo con discreción y, a ser posible, con elegancia. Eso es lo que yo llamo flexibilidad. El Estado debería estar agradecido a todos esos ciudadanos que acuden en su ayuda. Debo reconocer que algunos responsables de la economía del país cargan con las consecuencias de estas prácticas, me refiero a la aduana, a Hacienda…”, la textualidad de este párrafo marca con contundencia la operatividad de cualquier Estado, no importa de qué país se trate.

La historia habla de Mourad, un funcionario público del Ministerio de la Construcción y Equipamiento, quien, durante décadas, guiados por principios éticos e integridad moral, rechaza con contundencia la corrupción generalizada. Este funcionario apenas puede mantenerse en esta sociedad minada en sus bases y donde cree que la económica es la principal referencia de esos cimientos. Mourad en el comienzo del libro parece ser la excepción y simboliza a todo aquel que cree que un Estado se constituye con los pilares de una actitud recta y disciplinada, salvándolo a diario con ese ejemplo. Pero el entorno y las condiciones de vida del que no aspira a nada más que a una vida de normalidad, comienzan a hacer mella en su conciencia. El deterioro moral donde estamos sumidos nos confunde asimilar el concepto de pobreza a un problema de imbecilidad, incapacidad o aislamiento.  Parte del error es querer creer que solo sucumben las personas con poca fuerza de voluntad o que no resisten presiones ni tentaciones. Acostumbrados a generar estereotipos, la mayoría de las veces incompletos o inexactos, nos llevan a modificar permanentemente esa línea ética y moral que deberían regir los actos de convivencia, lo que lleva al peligroso momento de casi no tener esa línea ya a mano, la hemos deformado de manera horrorosa.

Tahar Ben Jelloun aborda en la casi totalidad de su obra problemas vinculados con la convivencia, tanto de los Estados como con la igualdad de razas, religiones y derechos. Nacido en Marruecos, se formó en Francia, por lo que adoptó esa lengua como medio de su expresión literaria. Y escribir en francés puede ser una manera de poder llegar a más conciencias y a su vez, involucrarlas. Los problemas que él describe no son exclusivos del Tercer Mundo. Ben Jelloun lo dice en una lengua europea para integrarlos, el mal está en todas las sociedades y esta Europa, que suele condenar y sancionar los deslices ajenos, ve como sus pilares están tanto o más corrompidos y que no basta la continúa reprimenda moral a los demás; el desinterés y cansancio que anida en el Viejo Continente es tan intenso como el desenfado de países emergentes o continentes subdesarrollados. Las cuentas numeradas en Suiza, de los países subdesarrollados no restan complicidad suiza. Y el escritor aprovecha cualquier oportunidad para recordarles a los mandatarios europeos que se han equivocado una y otra vez, además de no darles respiro al calificarlos como cómplices de tantos desórdenes mundiales.

La corrupción del Estado si no la matamos, suele matar. Y no nos damos cuenta. El que se lucra con sus sobresueldos o comisiones tiene el raciocinio criteriosamente nublado. El hombre recto está cansado, no cesa de ver como rutinario el desfile de horrendos mandatarios o funcionarios que se adueñan del concepto de Estado, sin tener capacidad de saber que son solo funcionarios o empleados y la mayoría de las veces temporales. La perpetuidad, el adueñarse de la protección y bienestar de los ciudadanos es una debilidad constante de ese subdesarrollo mental. No hay manera de hacerles entender que son personajes de paso, que deben responder a reglas. Son los dueños absolutos, ellos rompen con lo anterior (que casualmente siempre estuvo mal) y determinan esos cacicazgos que los que se le alinean con claros intereses económicos aprueban, y todos aquellos ilusos que ideológicamente son captados para el engaño, intentan justificar con el lastimoso pero también cómplice “en todos lados pasan esas cosas”.

Pero me estoy apartando del tema literario, de la valoración del libro. Aceptado el soborno, la vida de Mourad tambalea, ese mundo ilícito va a velocidad inusitada. Pronto se da cuenta que el mundo de la corrupción tiene sus códigos y que suelen ser más estrictos que los de cualquier manual de buena convivencia. Los demás integrantes de ese selecto círculo obligan a que todo sea a velocidad crucero, un sobre recibido muchas veces impone favores o gestiones sin una gratificación económica. Además, debe manejarse con una serie de principios que obliga a formar parte de ese submundo. El vestir bien, el aparentar, invitar a los clientes a restaurantes lujosos y a salidas disipadas. Mientras tanto, la conciencia del hasta ese momento funcionario impoluto comienza a derrapar, llevándolo a una crisis de existencia. Y el autor nos deja perlas, en la previa a esa caída, Mourad utiliza el libro de Sartre “el Ser y la Nada” para esconder los billetes mal ganados. Elige el libro porque sabe que nadie nunca lo leerá y estarán a resguardo. Y el otro momento literario que utiliza para aferrarse a una tabla de salvación es con una vieja máquina de escribir Olivetti, toda oxidada que él retira del trabajo para reparar y su mujer utiliza junto a un diccionario Larousse para nivelar la cama de su hija. La relación entre estos dos elementos parece ser la única forma de comunicación existente en esos momentos. “La literatura puede jugar a veces el papel de exorcismo, cuando no puedo actuar sobre la realidad, escribo pensando que las palabras pueden mover las cosas. Escribo porque aún creo en las palabras, en la literatura. Tengo esa debilidad; debilidad, porque la literatura no cambia ni al hombre ni a la sociedad”, esa frase en un reportaje me impactó porque me identificó con el valor de la literatura pero su falta de logro en cualquier tipo de conciencias.

A través de esta historia, el autor nos acerca una sub-historia, que aquí comentaré al pasar, aunque podría ser motivo de analizarla en un futuro y movilizar discusiones ríspidas. Además de la corrupción y sus efectos, detalla el problema conyugal y la necesidad de alcanzar objetivos superfluos para salvar la sagrada unidad familiar.  El autor da a entender que el entorno de su esposa y su propia mujer lo arrastran a aceptar el soborno y en plena crisis de identidad, recuerda a su padre, quien lo educara con reglas estrictas de moralidad pero sostenidas en el miedo a hacer algo indecoroso. La vida de pareja descansa sobre una falacia y una agresión, nos aclara el autor. Cada uno de los cónyuges trata de poseer al otro y cambiarlo en función a su persona y la falacia que sostiene es que la imagen de las sociedades maritales suele transmitir una percepción errónea, al afirmar que casi siempre están gestadas sobre parámetros patriarcales.

Para terminar, otro párrafo del libro, ya casi en su final. “Me doy cuenta que existen pocos parques en esta ciudad. Han cortado los árboles para construir edificios. Sólo hay árboles y flores en los chalés de los especuladores inmobiliarios”, otra contundente imagen de la decadencia. A pesar de todo, el final no nos permite suponer que logre re-direccionar su vida. Parece ser que el mal ha ganado nuevamente…

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