sábado, 6 de enero de 2024

Llegaron ya los Reyes y eran tres

 “Solo el misterio nos hace vivir. Solo el misterio”.

Federico García Lorca


Cuentan y juran que la iniciativa comenzó con un consenso generalizado. Tras la experiencia grupal del “Travieso Elfo de la navidad” -nueva chorrada de tradición, lo cual no explicaré en que consiste-, el grupo de padres quiso hacer algo similar para el día de Reyes. La situación era fácil, ponerse de acuerdo en repetir un detalle para todos los chicos. Pero el Elfo metió la cola o las piernas largas, ya que algún padre no respetó la consigna. Si se trataba de agregar una caja de doce lápices de color en la bolsa de cada niño en el colegio, más de un padre o madre prefirieron regalar una marca o calidad distinta al de la mayoría. Tal vez sea bueno para los niños, saber que en la vida hay muchas diferencias. Lo malo es comprobar que lo que en un pasado representó una fiesta religiosa, emotiva y nostálgica pasó a ser la obsesión por consumir, la competición entre adultos, el nicho para las carencias afectivas y atención, la sobre estimulación de niños consentidos y mal criados y la enorme carencia para sostener la capacidad de frustración del niño que siempre llega -y varias veces en un mismo día-. Los regalos de Reyes parecen que se alejan cada vez más del deseo de los niños, que son insaciables.


Parece que los regalos van más allá de ser un obsequio. Es una carrera continua por faltarle el respeto a los límites. Los padres prefieren ser colegas de sus hijos, entonces hacen caso a pie juntillas de las extensas cartas -que ya son catálogos- con los pedidos de los críos. Se debe evitar la frustración de que no les llegue lo pedido. No importa que no se vaya utilizar. Total, en esta sociedad de imagen que confeccionamos, suena ideal poder regalarlo luego en una actividad benéfica y quedar como un excelente samaritano. No se detiene nadie a reparar que esa lista solicitada por su hijo/a suele estar desconectada de lo que en verdad desea. Por eso es habitual y ya no sonrojante para los testigos, ver como abren un regalo y salen corriendo a abrir otro sin mirarlo, sin explorarlo o darse cuenta para que sirve. De esta manera, se contribuye a generar una sociedad de insatisfechos. Pero lo grave es que lo son sin saber porque.


El momento de la ilusión al abrir regalos parece ser el culmen para un padre. No tuve la oportunidad de experimentarlo. Supongo que es un momento único, emotivo y entrañable. Se necesita filmar las caras, los momentos, el éxtasis. El niño lo sabe y ya abre el paquete mirando el móvil y haciendo caras. El reallity está instalado en nuestras actitudes. La felicidad se demuestra siendo el influencer de la familia. Normalizamos desde temprano una conducta consumista, preparamos el terreno desde el llano para que la psicoterapia entre en la vida del pequeño/a a la hora de las frustraciones de la vida. Lo peor es la falsa memoria que generan estas fechas. Los niños, dependiendo de sus edades, no han de recordar lo que recibieron aquel día. Son los padres los que le recordaran miles de veces lo que han recibido, de ahí la construcción de la falsa memoria.


Sigmund Freud se refirió a este momento como amnesia infantil, atribuyendo a una represión mental sobre eventos que aunque parezca mentira, pueden ser definidos como traumáticos. Las experiencias se pueden olvidar porque no han sido almacenadas con suficiente consistencia, el cerebro está aún inmaduro, la promoción y desarrollo de nuevas neuronas contribuirán a borrar los recuerdos de los primeros tiempos. Esta explicación de la teoría de Freud como mínimo se desarrolló al principio del siglo pasado, cuando la actitud ante los regalos no estaba aún explotada. Es de imaginar cuanto puede repercutir en el niño ese tipo de amnesia en esta época de desborde ambivalente en lo económico, afectivo o sentimental. El niño ha de recordar la magia de navidad, de los reyes, del ratoncito Pérez o del conejo de Pascuas, pero no podrá tener registro -por suerte- de cada año, de cada evento.


De mis regalos de niño prácticamente no conservo recuerdos. Sí de algunos momentos específicos, que marcaron algo de mi niñez. Primero, que la carta era escueta, no había listas en ella. El scalextric fue el regalo estrella que he recibido, pero como tal, tardó años en llegar a casa. No recuerdo frustración al comprobar que el paquete de cada año era de menor tamaño que de esa pista legendaria de carrera de coches. Tal vez sabíamos o nos habían inculcado que en la vida no siempre se obtenía lo que uno deseaba o merecía. La satisfacción por recibir un regalo primaba ante la frustración. Una pelota de futbol era bien recibida, los balones debían durar hasta que se pinchaban definitivamente. Un libro también era un aporte esencial que demostraba lo sabio que eran aquellos tres reyes de Oriente. La belleza de tocar un paquete antes de abrirlo y no tener idea de lo que podía contener soliviantaba la frustración posible de no recibir lo pedido. El misterio también se encerraba en los paquetes, ahora el niño va decidido a confirmar que lo recibido lo ha pedido y si se sorprende con algo fuera de la lista, lo deja de manifiesto, apartándolo o no disimulando por la presencia “absurda” de una camiseta o abrigo.


Volviendo a mi niñez, el segundo regalo estrella fue tal vez el último. Sería rondando mis diez años, imagino. La insistencia de solicitar la bicicleta no iba a alterar mi rutina al confeccionar la carta. Tarde o temprano, los caminos de Oriente conducirían a mi casa. Se me hacia saber tantas veces que aún no tenía edad para lo solicitado y que los Reyes eran sabios, que verían cuando sería el momento ideal para cumplir. La expectativa iba en aumento con el correr de los días. Las cábalas conducían al logro definitivo de ese regalo preciado. Como todas las vísperas me fui a dormir temprano, respetando las reglas, fundamentalmente la de unos zapatos en la puerta de casa bien limpios.


El misterio del sueño sigue siendo algo indescifrable, la cuestión es que ni bien comenzada mi vigilia, me despertó algún ruido. En la oscuridad se detectaba una charla nada amistosa. Una de las voces -masculina- parecía irremediablemente la de mi padre. Se quejaba, algo le dolía. Con esa brusquedad dialéctica de su raza, rompió definitivamente la tranquilidad de la noche. De entre los ruidos que iban en aumento, creía reconocer una cadena de bicicleta en movimiento. Pero mi padre, con contundencia, y ante un nuevo tropiezo con un mueble, le advirtió a la otra voz, que resultó ser la de mi madre, que “mañana mismo le decimos la verdad”. Esa frase me hizo ruido, habré estado parte de la noche tratando de sortear una explicación convincente a lo sucedido.


Hoy, cuarenta y siete años después no creo tener reminiscencias de mi triste descubrimiento. Es la mejor anécdota que puedo contar sobre esas fechas mágicas. No hubo decepción al comprobar por la mañana que había recibido -como los ruidos vaticinaban- la ansiada bicicleta. Mi padre no me dijo nada en especial, comenzó el proceso madurativo para al poco tiempo conversar sobre “mi” descubrimiento. Si se cumplían o no los deseos, no pedíamos cuentas. Éramos solo niños, no nos sacaban fotos ni videos al recibir los presentes. Habitábamos un universo mágico pero con menos imágenes, menos objetos, menos deseos y mejor aceptación de un varapalo. Lo que recuerdo de aquellos tiempos era que los niños y los adultos vivíamos en mundos ajenos entre nosotros, existiendo ese espacio común donde nos encontrábamos. Mis padres eran mis padres, era impensado tratarlos como colegas o desatar en ellos nuestra ira caprichosa. No hay frustración ni reproche en el recuerdo. Temo que de decirlo en voz alta, estos adultos consentidores e inmaduros que me rodean, digan que eso no era así y quieran romper la verdadera magia de una leyenda festiva...

 



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