lunes, 9 de enero de 2023

Nada debo agradecerte, mano a mano hemos quedado

Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto. Es un hábito”.

Aristóteles


Gran parte de las polémicas suelen ser estériles, papel mojado. Y en general, el problema siempre lo tiene el vecino o el de enfrente, no abunda la autocrítica. Volcados en la era de la opinión permanente, lo que olvidamos es la previa información o formación para sostener una opinión. Entonces deberemos evaluar si es verdad que la de los jóvenes actuales sea la mejor generación formada de la historia. No viene al caso comparar quién está más preparado o a que se refieren con formación, porque tal vez la acumulación de títulos, cursos o doctorados no determinen que esa persona esté preparada. Y tal vez a nuestros abuelos o padres, sin posibilidad de acceder a educación terciaria, les sobraba temple, intuición o sabiduría para darse cuenta que no eran ningunos pardillos.


Se pierden costumbres y se ganan otras. Ser moderno tiene que ver con esto. Lo que debemos detenernos a considerar es si las costumbres que se pierden no son esenciales. La memoria, la concentración, dicción, capacidad lectora, razonamientos inductivos o deductivos y otras capacidades siguen siendo totems a respetar. Tal vez menospreciamos aptitudes que deberíamos preservar. Afirmar que los jóvenes de hoy leen más que otras generaciones podría ser precipitado. Leer en Facebook o mensajes de WhatsApp dista bastante de una capacidad lectora interpretativa. Eso se transmite en el habla y luego de comprobar esa falencia, está el tema de escribir. Y entonces la mejor generación formada no puede llegar a compararse con la del 27 o con cualquier otra.


Otro problema manifiesto es la falta de escritura manual a la que nos hemos abandonado. Nuevas generaciones que no contemplan la práctica de la escritura a mano es natural, pero los que transitamos otro tipo de educación también hemos sucumbido a la locura de las Pcs, móviles y tablets. Rellenar un formulario a mano parece una práctica aislada -dependiendo de la burocracia que nos habite-. Si la escritura sigue guardando un componente mágico, desde Silicon Valley en adelante, la magia parece encriptada. Al referirme a escribir a mano significa escribir de verdad. Este blog se escribe solamente a través de un teclado. Nunca un texto largo ha sido producto de un bolígrafo y folios en blanco. Desde mediada la década del noventa del pasado siglo he perdido esa tradición cultural. Algunos apuntes universitarios sostenían esa prédica y la tendencia a no reconocer mi propia letra pasadas unas horas me obligaba a pensar que mis dedos sufrían algún tipo de atrofia. Escribir a mano generaba que me agarrotara las manos.


En 2014 se animaron a realizar una encuesta sobre los hábitos de escritura. Lo que confirmó es que se abandonaba el hábito: una de cada tres personas nunca había experimentado escritura manual al menos en sus últimos seis meses. La tendencia, nueve años después, es de esperar que no haya mejorado. Lo cotidiano de ese tipo de escritura se ha convertido en rareza tal, que hoy es motivo de entrada de blog -escrito a ordenador, claro está-. Nadie duda de la comodidad de un teclado, de la velocidad a la que se puede aspirar a escribir y hasta de la practicidad de su limpieza o funcionalidad. Pero al perder la costumbre de escribir a mano, descuidamos no solo la caligrafía, sino una serie de mecanismos cognitivos complejos. La caligrafía determinaba parte de la personalidad del escriba, su estilo personal. Y lo más importante en este mundo limitado de comunicación -de la abundancia del tal y cual y otras limitadas y remanidas frases hechas- es que el vocabulario necesita de un enriquecimiento. Si no se lee y si no se escribe manualmente no hay manera de no emprobrecer un lenguaje. Y si vamos algo más allá, si ya no sabemos hacer una simple cuenta matemática sin el soporte de la calculadora del móvil, no se que esperamos para apagar y marcharnos.


Mi escritura manual se ha debilitado, se pierde la práctica y se escribe más lento. Mi tendencia a una escritura pequeña encerraba secretos apasionantes para los grafólogos y cuantía en la tarifa del psicólogo. Las pocas veces que me siento a escribir a mano no solo la letra sigue siendo pequeña, sino que parece la grafía de un doctor, irreconocible e inclinada. La estimulación cerebral parece solo orientada a la tecnología. Tecleamos en vez de trazar. Escribir a mano, habiendo vivido las dos experiencias -nativa y digital-, es mucho más práctica para retener información y para aprender las cosas. Escribir a mano produce de forma consciente más palabras aspirando a expresar más ideas. Aquel sistema de escritura permitía -y permite- un proceso de reflexión que ayude a la comprensión y memoria.


La escritura está cada vez más digitalizada en todos los niveles educativos. Y la realidad determina que a través del ordenador o de la tableta, nuestra atención se dispersa. No logramos continuidad en los cometidos, cosa que no sucedía en la concentración o constricción de la escritura a mano. Solo nos centrábamos en escribir, no estando sujetos a la tentación de salir de la hoja de texto y pasar a la navegación de la última actualización. Se consulta de media el móvil cada dos minutos y cuarenta y tres segundos. Así no hay continuidad que valga. Y la personalidad se define de otro modo. Tal vez explique las anomalías sociales que nos habitan. Tal vez como somos habitantes de lo vintage, uno de estos días alguien recicle información o adapte cursos para la escritura manual. Tal vez, con la ayuda de esa necesidad eterna y retro, podamos volver a comprender mejor un texto, a elaborar un pensamiento y escribiendo a mano, estar mano con nuestro intelecto. O lo que quede de él...

 



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