lunes, 29 de agosto de 2022

Para que contar el tiempo qué nos queda, para qué contar el tiempo que se ha ido

 “Aquellos que anuncian que luchan en favor de Dios son siempre los hombres menos pacíficos de la tierra”.

Stefan Zweig


Harto, cansado y deprimido por la certeza de que la civilización estaba siendo derrotada, el veintidós de febrero de 1942, el escritor Stefan Zweig y su esposa decidieron quitarse la vida. Una sobredosis de barbitúricos y un abrazo eterno en la cama matrimonial pusieron fin a una larga huida del nazismo por varios países y a una convicción de que no se podría frenar a Hitler. El exilio generaba tanto desconsuelo como la situación alemana en esa segunda guerra. La necesidad de conservar una independencia intelectual y moral en el medio de una catástrofe de masas fue el determinante de la decisión conjunta. Faltan veinte años para que se cumpla un siglo de esa efemérides. Motivos han sobrado para que la humanidad continúe tomando medidas drásticas. Pero la vida continua, aún con tantos errores y horrores.


El desarraigo pudo ser considerado el padre de la indecisión en el ánimo del escritor austríaco -aunque nacionalizado británico-. Lo que llamaba más la atención era su enorme capacidad para comprender el sufrimiento de las personas a lo largo de su bibliografía. Tal vez tanto conocimiento no logró frustrar la capacidad de enumerar en cada momento los dilemas de un hombre desilusionado. Zweig, autor de copiosos volúmenes dedicado a las diversas artes, dejó un manuscrito sin terminar al momento de terminar con su vida. “El mundo de ayer” puede ser un título recurrente cuando buscamos referencia de un pasado que asoma como presente inexistente. La condición humana es dolorosa, más doloroso es considerar que personas como Zweig o Hannah Arendt -tan vigentes y tan recurridos hoy día-, tengan que ser definidas como “rara avis”. Esa definición vendría a reconocer que si bien la humanidad aspira a que todos seamos educados en valores, la propia humanidad acata que en su existencia no hay margen para el espíritu, criterio y sensibilidad.


Ambas trayectorias -las de Zweig y Arendt- nos recuerdan a cada paso sus mismas dudas filosóficas, ya que la pregunta que invade las almas parece ser cuándo, o quienes, ni como saldremos de estos tiempos oscuros y depresivos. Es como vivir en pleno siglo XXI en el futuro de lo pasado. Si reconocemos que no se está construyendo un futuro -al menos el lógico y aspirable en la condición cultural- es que el virus de la nostalgia no pesa tanto como el germen de la ineficiencia que rigen los diversos gobiernos al no cumplir sus responsabilidades. Esa sensación permanente e invariable de que transitamos un fin de época guarda relación con la imagen y bagaje cultural del escritor austríaco. A ochenta años de su muerte, sus libros son re editados y leídos como clarividentes. En su angustia elegíaca literaria se reflejan los males del pasado siglo. En nuestra lectura actual, los males del siglo vigente. En sus escritos se reconocen con claridad los gritos de una estéril crueldad que nos debilita día a día. Al intuir que nunca despertarían de la pesadilla del nazismo, su sabiduría y clarividencia se rindieron en forma suicida.


Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy de aquí antes que ellos”, la frase de despedida no dejaba lugar a dudas. A pesar de que todo pudiera cambiar, ya su mundo como lo conocía y aceptaba, había dejado de existir. ¿Acaso no vivimos esa misma sensación cuando estamos comparando nuestra realidad con la de veinte años detrás? Entonces ¿cual sería el peor enemigo que enfrentan los libros? ¿El fuego?, ¿el polvo?, ¿los insectos?, ¿el tiempo?, o la repetición constante de los errores avalados por el olvido. Desde la fecha de su suicidio hasta entrado el nuevo siglo, los escritos de Stefan Zweig han sido olvidados. Desde el año 2009 se puede precisar que los lectores que lo fueron descubriendo y explorando le hayan dado la categoría de contemporáneo. En el caso de este recupero, el motivo principal puede ser que el mundo que sacrificó a Zweig continúa existiendo y vigente.


Mas allá del desconsuelo por un mundo vigente de dudas e inmoralidades, lo que prima por sobre todas las cosas era la capacidad de razonar la realidad pero transmitiendo sentimientos, describiendo pasiones y como conlleva a giros inesperados, crueles e injustos del destino que transforman y postergan las vidas. La perplejidad del alma sin necesidad de palabrería y sin concesiones a un estilo ágil y conciso. Zweig es minucioso para comprender las debilidades humanas. De ahí que sus novelas cortas “Carta de una desconocida”, “Ardiente secreto”, “Miedo”, “Veinticuatro horas en la vida de una mujer”, “Confusión de sentimientos” o “Novela de ajedrez”, todas ellas con economía de palabras pero con precisión cirujana transmite una fuerza abrumadora subyugante. No solo nos cuenta lo sucedido, sino que nos permite compartirlo, como si estuvieras observando.


Theophile Gautier, poeta y dramaturgo francés del siglo XIX , sentenciaba que “el arte es lo que mejor consuela de vivir”. La palabra escrita no ha sido consuelo para muchos que dedicaron su vida a ello, no solo Zweig. Gautier sabría internamente que si la literatura no lograra arrancarnos los velos ni atizar las dudas, en realidad se trata de un acta de creatividad superflua. La exaltación del yo literario debe ir de lo desgarrador a lo que consuele. Sin atisbo de sentir duda, el abismo es cercano pero debemos conservar esa inquietud que nos arrastre hacia ese infinito, hacia lo elemental, hacia un centro referencial. Para Zweig lo necesario era una inmersión desenfadada enfocada en la salvación del espíritu, y al lograr regresar al centro, comprobar que se es demasiado humano para tanta inhumanidad...

 





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