viernes, 1 de julio de 2022

No morirá lo que debe sobrevivir

 La materia ni se crea ni se destruye, solo se transforma”.

Antoine Lavoisier


La vida es una peregrinación no necesariamente efectuada por creyentes. El camino lo hemos de transitar todos, sin cultos o religiones, arropados por nuestros fundamentos o desatinos. Es un andar que lamentablemente, no garantiza que se haga justicia con tu buen hacer. Y durante el recorrido, los cuerpos se llenan de heridas, de diversas heridas, de cicatrices. Algunas dignifican y acreditan medallas, las más pasan desapercibidas para uno mismo. El poso o la impronta son portadores de nuestras lesiones físicas, espirituales y anímicas y gran parte de ellas no sanan con silencio en forma medicinal. Ante el dolor o la angustia, muchos chillan hasta apabullar, algunos exageran tal vez para llamar la atención y otros abruman con el silencio o la resignación. Como en botica, no existe una sola manera de vivir y morir. Lo que existe es el arrepentimiento de los que se quedan y no supieron decir las cosas en vida de las personas a las que amas y admiras.


Tengo un don y no es el de la escritura, una pena. Me di cuenta en la soledad que uno no debe callar lo que siente, no debe esperar al momento que ya no cuenta para decir a los que te rodean lo que significaron. Puede generar vergüenza, apuro o tristeza decirlo a la cara pero -a la larga- es un ejemplo de vida que agrupa las cosas claras en el entorno. Son muchas las cosas que callamos en la dinámica de la vida, pero hay momentos donde del otro lado se necesita saber que sientes o piensas, enternece saber que acompañas, que no estará la persona querida sola. Aunque lidie en una soledad acompañada sus penurias de última función con sobrante de localidades. Es ahí donde reservo ticket y hablo. Y cuando hablo, digo.


La voz sirve para poder contar las historias de vida. Se matiza con los sabores del recuerdo y se sazonan las remembranzas contra el olvido y su dolor. El recordar una y otra vez anécdotas de seres queridos trasciende mucho más allá de la lógica de cualquier regla física, incluida la muerte. Nadie ha regresado del último estado para aliviar nuestros miedos o acallar dudas. Las religiones inventaron ese manto de piedad que es el edén del futuro por temor a que nos abrume reconocer que la que tememos sea nuestra única vida, nuestro único tránsito. La comunicación personal perdura, en los corazones y pensamientos y cuando no consuela, hablándole en oraciones o visitas a cementerios. Para los que han vivido tragedias, se construyen esperanzas en forma de símbolos. El teléfono del viento, ubicado en una colina de la prefectura de Iwate, en Otsuchi, Japón, consistió en instalar una cabina telefónica sin conexión donde al marcar el teléfono de la persona por la que atraviesas el duelo, puedas decirle las cosas que has olvidado, no te han salido en vida o no has tenido tiempo de decir y gracias a la brisa del mar cercano, a tu espiritualidad o esa necesidad desesperada, puedas entablar una conversación personal -unidireccional- con tus difuntos para “confiar tu dolor al viento”. Ese teléfono lo conocí a través de una película japonesa que refleja la necesidad de las personas de poder contar sus cosas. Centrada en los dolores que van desde un Hiroshima y Nagasaki a un Fukushima mas reciente, “El teléfono del viento” cose las grietas de muchas personas que intentan seguir adelante sin encontrar motivos tras el terrible terremoto y tsunami del año 2011.


La película contemplativa del director Nobushiro Suwa narra la historia introspectiva de la perdida y las heridas que dejan en la sociedad viviente tras un desastre natural o irresponsable. El terremoto con posteriores olas de hasta cuarenta metros de altura se cobraron la vida de mas de dieciséis mil personas y otros dos mil quinientos desaparecieron. Poco hablamos de esas cosas, nos empecinamos en seguir la actualidad corrupta de los países donde nos toca vivir que no atravesaron ni un solo drama de esta dimensión pero en su déficit social arrastran más de una mitad de su población con supuestas ayudas sociales. Pero lo que cuenta en esta película -al menos para mí- es la peregrinación final en busca de esa cabina telefónica con teléfono -negro- pero sin línea, donde poder poner algo de remedio al lacerante dolor de no entender porque te has quedado solo en la vida. La película filmada nueve años después de la tragedia golpea al reconocer que para muchos afectados -que han quedado con vida- las heridas no curan.


Cientos de personas han visitado esta cabina acristalada en los últimos años, para los japoneses es una muestra de la conexión con la naturaleza y sus fuerzas invisibles que sostienen la humanidad. La cultura nipona tiene un fuerte arraigo en la memoria de sus muertos y conserva ritos que permiten honrarlos. La necesidad de sentirnos cerca permite a esa cabina ser un recordatorio de las vidas que no pueden ser olvidadas. Mientras yo exista, mi corazón atesorará a mis seres queridos. No hay mayor secreto o tributo a la memoria -que no deja de ser una capacidad mental que permite registrar, conservar y evocar experiencias- que una buena catarsis en las despedidas. La mejor manera de seguir mirando adelante es saber observar hacia atrás y tener los deberes cumplidos. Es la humanidad de las personas la que concede vincular el presente con el pasado.


Necesitamos hablar directamente con las personas. De tan esencial, no parecemos darnos cuenta. La comunicación es un fenómeno colectivo que cada vez es mas individualista. Predominan los monólogos, los discursos sin contenidos, el enojo sin sustancia, la tecnología de punta que aleja más que acerca. No hacemos catarsis de lo importante, vivimos en pujas de poderes que en realidad nos alejan de lo poderoso, de lo esencial, de lo vivo. La escucha puede ser la mejor ayuda aunque no solucione el problema. Las personas que te preceden esperan algo de nosotros que muchos no terminamos de comprender. Hay que decir las cosas, pero no esas que no tienen sentido y que nos abarca gran parte del día. Hay que despedirse en vida y que no sea despedida, sino un acto de justicia que represente el respeto, admiración y amor a las personas que nos modelaron. La cabina telefónica de Otsuchi es un hallazgo, al igual que la película. Yo elegí hace tiempo decir las cosas a la gente que quiero, en vida. Tal vez, mi escritura de los últimos años intenta decirles aún más cosas de mis vacíos a la persona que admiro, que tal vez la pierda físicamente y por las paradojas de la vida, no me lee. Pero si debo ir a buscar esa cabina en el futuro, que solo sea para recordar lo que ya dije que siento y para seguir consolando esas heridas que las ausencias no permiten consuelo. La vida es seguir...

 



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