miércoles, 6 de julio de 2022

La vida es una gran sala de espera

 Si no esperas lo inesperado, no lo encontrarás”.

Heráclito


Existen muy buenos textos que nadie lee. Por el contrario, los hay lamentables que son reverenciados como maravillosos. Las metas literarias no se imponen, lo que prima son las extra literarias. El apetito de leer no siempre permite evitar un sino literario: escribir para no ser escuchado. El escribir es una vocación y si se tiene, hay que escribir porque es inevitable. Hay muchas cosas para leer o escribir y tantas inseguridades para compartir. El hábito de la lectura cada día tiene más competencia, la televisión, videojuegos, plataformas digitales, redes sociales e internet, todo localizado en un solo teléfono móvil. Son mecanismos de distracción fácilmente asimilables para las multitudes.


Además de la vocación, el escritor necesita talento y una fe inmensa en si mismo que permite dedicar horas y horas a una actividad solitaria y silenciosa. El milagro del éxito literario o reconocimiento se presenta si quiere y cuando quiere. Mientras eso sucede, se debe con tesón alimentar el éxito textual, aquello milagrosamente escrito que surja de un pensamiento, una mirada, lectura o una frase perdida que de repente toma forma y arroja un contenido que nunca antes habías observado. Ahí hay éxito aunque no conforme. El arrebato en la vida literaria es cada página escrita, que te muestra competente a la vez que exige seguir investigando, explorando para que las nuevas páginas persigan un atractivo.


Y varias de esas páginas escritas persiguen un interés, se escribe para el mercado y se empobrece el concepto literario. Las novedades que necesita el mundo editorial se renuevan mes a mes, sepultando en el olvido a las “viejas” novedades de treinta días anteriores. Todas las partes alientan a que se escriba más de lo que se pueda leer. Y en esa dinámica de carrera lo mucho que se escribe termina careciendo de calidad literaria, ganar dinero con la literatura no hace bueno a un libro y muy buenos libros que no se vendan, no los hace peores. La literatura siempre pareció un ámbito de supervivencia y manutención, las carreras de Nietzsche, Cervantes, Melville, Wilde, Góngora, Rubén Dario, Kafka o Poe, entre varios, nos obligan a recordar que se puede tener demasiado talento y morir en la escasez, pobreza o indiferencia, que la inmortalidad no redime los sufrimientos o carencias en vida. El frenetismo de la edición actual no ayuda, obliga a aspirantes de escritores a la agonía en la brevedad de lo que elogiaban como novedad semanas antes. Ser editado para ser olvidado aún antes de haber vendido un discreto numero de ejemplares. El ego no puede verse satisfecho. Visto así, parece mejor la situación sacrificada que atravesó Cervantes.


El vacío ruidoso abruma al vacío silencioso. Dudamos del concepto literario porque nos llevaron a considerar que el leer es entretener, ser ameno y vender hasta alcanzar un éxito comercial, el anhelado best seller. No hay un solo concepto pero el verdadero aspirante a tener un conocimiento literario necesita de la lectura como una radiografía del parecer humano con su descarnada identidad. El aspirante sabe que a pesar de la cantidad que se edita anualmente, necesita agudizar el ingenio para encontrar literatura, en un mundo editorial donde todo el mundo quiere expresarse aunque se trate de cosas que a nadie le interese leer. Estamos todos en la misma bolsa, o editamos libros o escribimos blogs, sintiendo la genuina necesidad que finalmente logramos transmitir algo diferente. La duda concreta ironiza sobre si no terminamos de este modo banalizando lo que es un libro.


Hay autores de masividad cuyas obras se deben considerar menores, pero no se hace porque el ambiente tiene su tufillo de consecuente o corporativo y porque hay gustos para todos. Sin clasificar esenciales o pueriles, no es lo mismo leer a Dickens que a Dumas; el conocimiento no es similar para Balzac o Hemingway; la gloria no ha sido consecuente de la misma manera para Sartre o para Kafka; Joyce o Proust son “glorias” universales pero también autores de minorías; no es justo discernir el concepto de humildad entre dos conceptos como Saramago o García Márquez, etc. A pesar de las diferencias, el libro representaba la puerta de acceso a la cultura, al conocimiento y lo más importante, jerarquizaba la realidad. Hoy, el camino ante tanta edición y tanto libro publicado que no dice nada, ni lo dice bien, ni entretiene -nunca confundir con distrae, que es lo que hace-, pone en jaque el antecedente que se llegaba al conocimiento a través de los libros.


La tirada, cantidad de ediciones o la publicación en editoriales contrastadas no determina el valor de un escritor. De hecho la leyenda suele confirmar en forma permanente que es un negocio deficitario que al estar en constante evolución, tantas veces genera la sensación de que involuciona. Mas de ciento treinta millones de obras editadas a lo largo de la historia permite confirmar que no alcanza una vida para leer lo que uno necesita para comprender el mundo. La fragilidad de tanto libro editado, a su vez, nos debe ilusionar que la buena literatura siempre aparece o vuelve y que el apetito por la calidad no lo saciará jamás la cantidad de rankings de ventas o el egocentrismo de vernos editados a riesgo de no ser leídos. Si la cultura no defiende tanta publicación, fallamos en un principio esencial: la reflexión. Fallamos en eso, sin debate, sin exigir calidad, subestimando la cultura que debe tener un libro, dejamos de fomentar el pensamiento, aceptando con desidia las mentiras y los populismos. Si se escribe por escribir, si se edita para ganar, la literatura cultural en poco tiempo, no nos hará falta. Para el ego sin fomento cultural, solo basta con tener un blog...

 




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