lunes, 20 de septiembre de 2021

No me lastimes con tus crímenes perfectos

Quien en nombre de su derecho a hacer lo que le de la gana no interioriza el impacto que sus acciones puedan tener sobre otros termina contribuyendo a construir una sociedad en la que muchos —también él mismo— verán reducidas las posibilidades de hacer lo que les de la gana”.

Daniel Innerarity.



Algunos sostienen que los desastres son creación de la incompetencia humana. La civilización, en esos casos, se parece a una fina apariencia. En esos momentos conectamos con el verdadero ser y nos asemejamos más a los animales a través del instinto, que actúa basado en sentimientos, sensaciones y motivaciones, orientados a lograr la subsistencia. El eslogan de que “esta crisis nos hará mejores” puede ser solo eso, un eslogan con las mejores intenciones. A lo largo de este año y medio pudimos comprobar que las buenas personas siguieron siéndolas, mientras que las malas, no mejoraron.


A pesar de lo acontecido, la sensación nos permite suponer que sigue siendo más importante la credibilidad que la clarividencia. Pero en esta alocada carrera de que el mensajero sea más importante que el mensaje, topamos diariamente con el drama de Casandra. Seguimos inclinados en esperar a tener más información que en ofrecer cintura para una rapidez de respuesta. Entonces gana la incertidumbre. Generalmente cuando se tiene dudas, es por que se tiene miedo. Y el miedo se puede superar con raciocinio. Si no sucede así, el miedo ha primado y la persona no cree temer sino ser portadora de convicción. Un pequeño virus lo ha desbordado todo.


Tal vez el Covid 19 no tenga la culpa que ya atravesáramos una crisis de confianza. Opinamos de todo y todo el rato para no tener que leer, para no tener que escuchar ni esforzarnos por razonar. Pero tomamos posición de lo intempestivo, se vive pendiente de la discusión de turno, esa que en horas o días se atempera, se disuelve y donde nada lleva a nada. El presente siempre parece atrasado y nosotros ausentes por presentarnos a batallas insustanciales. El principal síntoma de nuestra impotencia es que el presente parece siempre humillado. Se vuelve al mito de Casandra, tener un don para no querer desarrollarlo ni para intentar sacarle provecho.


Si hay algo que es indudable en esta crisis vivida es que disponemos tal vez, de una enorme cantidad de conocimiento científico y no nos ha ido mejor que en otras calamidades vividas. La ciencia estuvo a la altura pero no lo estuvo ni la salud pública, sus políticas de recorte reiterado ni la mayoría de los gobernantes del planeta. Pero tampoco parece haber dado la talla un segmento importante de la población, ese que se ha pasado la epidemia protestando por los derechos que hemos ido perdiendo durante los confinamientos. Negacionistas, incrédulos, anti vacunas o adoradores de fakes news o bulos no están a la altura de las sociedades. Podemos desconfiar de lo que sucede y de como lo intentan resolver, pero en un conflicto que es de absolutamente todos, la sensación de negarte a vacunarte responde a un egoísmo incívico. Aceptar vacunarte no significa salvarse uno, es aceptar el bien común antes que el individual. Se debe buscar el bien colectivo protegiendo al vulnerable. Y ante tanta duda para vacunar a los menores que están sanos, tal vez la enfermedad tendría que haber atacado más a los jóvenes que a los viejos, el tema estaría tal vez resuelto mucho antes y ese segmento de edad, totalmente vacunado. Debemos replantearnos la relación de la sociedad contemporánea con la vejez. No puede ser norma cierto desprecio, arrogancia o ignorancia de las nuevas generaciones que postergan a las personas mayores sin remordimientos. Tan infantilizado esta el pensamiento que no nos damos cuenta que con nuestra despreocupación no focalizamos lo que suele ser envejecer.


La mediocridad del liderazgo público que padecemos es absoluta. La cursilería gramatical ha aunado los mensajes de los políticos y de los ciudadanos. Daniel Innerarity, filósofo y ensayista bilbaíno lo grafica en forma contundente: “Las democracias tienen dificultades prácticas para la gestión de las crisis porque están diseñadas para un mundo que en buena parte ya no existe”. En todo sentido, vivimos un siglo de cambio de paradigma y lo afrontamos con viejas recetas y para peor, enojados todo el rato, esperando la primera oportunidad para gritarle al otro la palabra “fascista”. La debilidad de las democracias y de las sociedades es manifiesta. No se trata de un problema de contagio sino que estamos viviendo entre sociedades contagiosas, con protecciones nulas o débiles.


Nos hemos vuelto tan vulnerables que atinamos a defender como credo que todos conspiran. Debemos recuperar la necesidad de aprender. En el debate público los tertulianos han ocupado el lugar de los intelectuales. El escepticismo y la credulidad no pueden ser las formas que adoptemos frente a negacionistas o los de teorías conspiratorias diarias. En la cultura del debate que debemos recuperar no puede quedar afuera ni el estúpido. Quienes menos aprenden son quienes dan lecciones. Ante tanta vida truncada a nuestro alrededor debemos comprender que cuidar de lo común no significa que nos estemos rindiendo a una estructura neutra y capitalista. Si no desarrollamos el don de la profecía como Casandra, al menos imitemos a Ulises al dejarse atar para no sucumbir al canto de las sirenas. A veces la mejor manera de preservar la libertad sea atándose, no sea para respetar la de los demás -que ya no respetamos- sino para limitar el margen de nuestras torpezas diarias...

 


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