domingo, 4 de julio de 2021

Un recuerdo encontrado para quedarse conmigo

 “A un pueblo no se le convence sino de aquello de que quiere convencerse”.

Miguel de Unamuno


Sus constantes contradicciones finalmente fueron la garantía de su coherencia. No parecen ser muchos los que acuden a su pluma con el objetivo de encontrar una versión sobre la verdad de la vida. Algunos lo han conocido, pocos lo habrán leído y muchos tratamos de comprenderle. Hasta que reconocemos su carácter contradictorio y debemos dejar de parafrasear. Si no hubiera condenado el separatismo en todas sus formas o peleado con nacionalismos de identidad nacional o periféricos -donde lo territorial sigue siendo discusión insalvable e irracional-, tal vez en la península sería considerado, sin tanta polémica, como el intelectual y pensador español del pasado siglo. Por más que se le revindique, sigue siendo discutible porque estaba convencido que el rebaño nunca puede ser la solución. Miguel de Unamuno y Jugo fue una persona inclasificable, pero esa cualidad no es mala. Es malo que cada vez sean menos los que limiten con una postura la filosofía del pensamiento.


No tuve duda en plantearme escribir sobre su figura. Es llamativo que siendo inmenso su legado, la polaridad impida reconocer que ante la incomodidad de ciertos temas se prefiera la ignorancia o la infamia. Y con Unamuno, más de uno interpretó sus pensamientos o conductas en los más diversos sentidos, sin detenerse en conocerle. Su pensamiento fluctuó con angustia entre lo ideal y lo real. La paradoja movilizó su trabajo, convirtiéndolo en el núcleo esencial de la existencia. Porque con la razón no alcanza para comprenderlo todo y opta por ser un intelectual, poeta, educador y filosofo que se mueve entre el sentido trágico de la vida y el sentido cómico. Y se caracterizó por meterse en miles de problemas, porque no se callaba. Y se equivocaba, a veces le costaba -como buen vasco-admitir el requiebro.


Cuando todos se acercaban al socialismo como movimiento desconcertante entre la liberación y la violencia, él tomaba distancias. Como referencia de católico, tantas veces razonó como un reposado ateo. Abominó la dictadura de Primo de Rivera aunque le dedicara alguna página con halagos, desnudo las flaquezas de la monarquía, auspició la República pero supo reconocer que su caótica trayectoria era nociva para la propia República, pensó que los militares pondrían orden a una anarquía de desquiciados pero comprendió que había equivocado su diagnóstico, al comprobar que el país se había convertido en dos fracciones inadaptadas que elegían como en un piedra, papel y tijera a quienes se volcaban en dos bandos, sin tener casi idea de lo que significaba ser de un bando u otro. Con este perfil, parece difícil determinar a que atenerse con el personaje. Su palabra tenía la virtud o la incapacidad de no saber a que atenernos, su pensamiento paradójico matizado con palabras radicales.


En el año 1935 el premio Nobel quedó desierto, sólo en la categoría de Literatura. La candidatura de Unamuno ya había sido valorada anteriormente y las quinielas lo situaban entre los favoritos, junto a G. K. Chesterton y Paul Valéry. A Unamuno, avalado por la Universidad de Salamanca, lo presentaban como “uno de los representantes más importantes e interesantes de la espiritualidad y el pensamiento español”. Pero no habría de ser la única misiva recibida por la academia sueca: El ministerio para la formación y propaganda del Reich elaboró un informe donde se sugería negarse a apoyar la solicitud del Premio Nobel de Unamuno por motivos nacionales y políticos culturales. Continuas críticas del bilbaino hacia el militarismo, nazismo y más precisamente a Adolf Hitler -lo había llamado deficiente mental y espiritual- convirtieron al filosofo según la Alemania nazi en “el portavoz espiritual contra Alemania en los círculos intelectuales de España”. Se puede leer que no se le premió por asistir a un acto de Primo de Rivera u otras simpatías, pero seguramente prevaleció la barbarie de lo que él, en relación de la Guerra Civil, denominó los Hunos y los Hotros.


Erronda Kalea 14 está aproximadamente a trescientos metros de la Plaza Unamuno, cita tantas veces obligada de encuentro en las salidas por el casco viejo bilbaíno. Conocida inicialmente como Plazuela de la Cruz, pasó por infinidad de nombres hasta que en 1980 el ayuntamiento le bautizó esta vez con el nombre del insigne escritor. Si alguno imagina que don Miguel fuera hijo prodigo de su ciudad de origen, estará por demás confundido. Si bien en 1934 fue nombrado hijo dilecto de la villa, en setiembre de 1936 le fue retirado el nombramiento por manifestarse a favor de la Junta de Defensa Nacional. El destierro alternó idas y venidas de una sociedad que no termina de asumir emocionalmente los vaivenes políticos de la historia. El contrasentido propio suele ser más permisivo que el ajeno.


Tal vez con Unamuno se fraguó una forma narrativa del tipo propagandístico que de manera convincente impuso seductoramente al ideario general. Tal vez los planteamientos de antítesis a los que se sometió la historia del bilbaino sea un castigo para alguien que alentó como nadie el razonamiento de hipótesis o antítesis, tan de su agrado. “Primero la verdad que la paz”, frase de un reaccionario que supo que mucha gente no entiende el concepto de paz, manipulándolo política y radicalmente, donde una “violencia” tiene fundamento o lógica ante otras “violencias”. La arbitrariedad para mi injusta por como se le utilizó a Unamuno no quita que fuera una figura incomoda que se sentía a gusto en esa provocación. Su forma de pensar era su forma de vivir y de actuar. Su muerte tuvo una tenue versión, mucho silencio y se convirtió en tabú, donde el miedo es la mezcla ideal para que la loza del tiempo prefiera considerarlo miembro activo de un régimen, al que se animó a enfrentar, como pocos, un 12 de octubre de 1936, meses antes de su muerte.


Venceréis pero no convenceréis” tal vez no fue una frase que pronunciara en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. No importa la textualidad de una frase, prefiero recordar siempre el valor de no saber callar y enfrentarse a una de las tantas tribus de fanáticos que a todos nos rodean. Más allá de cualquier vocablo y entonación, el símbolo, mito, leyenda de esa intervención parece que no ha calado en la historia, no abundan ejemplos de valentía entre los intelectuales a la hora de defender la libertad. Un personaje inclasificable como él, resulta incómodo. Y encima, molesta. Las facciones se igualaron, para todos fue primero aliado y finalmente apestoso. Fue detractor de las dos España, pero solo una supo utilizar su imagen. La otra, tal vez, prefirió utilizar la muerte de Federico García Lorca como símbolo de la represión fascista.


Las heridas siempre se cierran en falso, pero las cosas también se entierran en falso. No somos dueños de casi ninguna verdad. Como se animó a decir en su última intervención en público, “Desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados” y el secreto siempre termina, equivocadamente, siendo el elemento estructurador de una sociedad que prefiere un conocimiento limitado. El poder que eternamente sostiene la mentira tantas veces permite disfrazarse de una verdad que no debe ser cuestionada. Películas, investigaciones, documentales y hasta libros recientes -tal “La doble muerte de Unamuno, mi actual lectura- intentan cuestionar el relato que caló hondo en la simpatía popular. “Para persuadir necesitareis algo que os falta: razón y derecho en la lucha” debe sumar siempre más alto que el hipócrita “o estás conmigo o estás contra mí” que las sociedades enfermas cultivan como setas...

 



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