lunes, 28 de junio de 2021

Para que contar el tiempo que nos queda

 “Filosofar no es otra cosa que disponerse a la muerte”

Cicerón.


Quizás, llegar a viejo

sería más llevadero

más confortable

más duradero


El siglo XX nos permitió mejorar nuestra esperanza de vida, alcanzando sin dificultad una nueva cota de treinta años más, aproximadamente. Esta estadística se refleja en la mayor duración de las etapas de madurez y vejez y sobre todo, la posibilidad cierta de transitar esos años en una buena condición física o mental. Renacer envejeciendo parece ser la consigna, y se puede encarar, si el cuerpo y la mente acompañan, fijando metas y luchando por proyectos. De esta manera, algunas personas logran romper la hegemonía de una resignación por la edad a la necesidad de una rebelión. Se procura vivir la vejez como parte de la vida y ya no una triste espera al descanso final. Pertenecer en la luz trata de imponerse a las tinieblas de la invisibilidad.


Ay, si la veteranía fuese un grado

si no se llegase huérfano a ese trago


La vida parece que ha dejado de ser breve. Si bien nos agobian por vivir corriendo, es claro que a una determinada edad no hace falta correr. Pero esa dosificación del ritmo vertiginoso nos tendría que servir de parámetro para no correr por terminar unos estudios, emprender una carrera profesional o formar una familia. La vida es un largo camino y muy sinuoso donde casi al final, se evalúa con desesperación la validez de las decisiones que hemos tomado, casi sin reflexionar. La veteranía fuese un grado, reza Joan Manuel Serrat y por un momento, recuerdo al boxeador argentino Ringo Bonavena que graficaba con la lucidez de un pensador y no de un boxeador, que la experiencia era un peine que te daba la vida cuando te habías quedado calvo.


En lugar de arrinconarlos en la historia

convertidos en fantasmas con memoria


Después de cierta edad, la brevedad de la vida se nos hace presente. La sensación de inmortalidad que nos acompañaba en la juventud se replantea. De repente nos detenemos en la finitud que nos asola. Por otro lado, está continuamente presente la posibilidad de comenzar tantas veces de nuevo. Pregonamos el sentimiento de una educación para toda la vida, en cualquier momento. Esta opción contrasta con la imperiosa desesperación del joven por adorar eternamente la efigie de la juventud. No damos a basto con nuestras contradicciones.


Si el cansancio y la derrota

no supiesen tan amargo.


Todos debemos intentar todo más de una vez. Estimula observar a personas mayores de setenta años que continúen trabajando -no por necesidad sino por practicidad o por sentirse útiles en la sociedad-,creando, experimentando, viajando, contagiando vitalidad. Esas personas desafían ese concepto ancestral que definía la jubilación como inmovilista y a la sociedad que los debería habitar le permita menos espacio social. Para esa gente gran parte del secreto de vivir esta fundado en crear valor más que en consumir para consumirse. La vejez es sinónimo de degradación del cuerpo, fatiga de espíritu o limitación de independencia. Algunos sentencian que la vejez es una carga económica o sobre carga de tiempo a dedicar, mientras que muchos somos capaces de precisar que la vejez ha sostenido la fragilidad económica de los jóvenes adultos tras la crisis de 2009. La otra realidad contrastada dice que a mediados de este siglo que transitamos, las personas mayores constituirán la mayoría de la población, la pirámide generacional -demográfica o de población- hace tiempo que es desbalanceada.


Si el alma se apasionase

el cuerpo se alborotase

y las piernas respondiesen


La tiranía de la juventud aprieta cada año un poco más. ¿Quién habrá sido el prologuista que determinó que la juventud es el asiento de las cualidades más deseadas por el ser humano: aptitud, prestancia, belleza, rapidez, pasión o inteligencia. Idealizamos la juventud al extremo de dejar de ser padres de nuestros menores, queremos ser sus colegas, abdicando permanentemente a las estupideces de los niños. Es triste ver a padres desbordados porque sus hijos pecan en la entrada a la adolescencia. A diferencia de nuestros mayores, la fuerza generacional dominante no saben renunciar a la renuencia. Se presume que no saben pelear como pelearon sus mayores, se conforman en recordar las barbaridades pedagógicas que pueden haber empleado con nosotros, al mismo tiempo que flamean la escasa personalidad para brindarle mejor fundamento a sus críos. Madurar no debe ser sinónimo de resignación y la gente de mi edad -o cercana- se jacta de estar todo el tiempo militando el aburrimiento o la ignorancia del vacío personal. Esa tendencia a reclamar por la catástrofe relacional lo máximo que permite es que podamos adueñarnos de nuestras historias. Y nuestros mayores nos pueden prestar el famoso peine de Bonavena para que al menos acicalemos la histeria mientras con la tranquilidad que irradian nos recuerdan que el conocimiento no es ningún enemigo.


Quizás llegar a viejo

sería todo un progreso

un buen remate

un final con beso


Los viejos siempre son los otros, hasta que le toca a nuestros padres o a nosotros mismos. Tal vez nosotros, estemos obligados a vestirnos como jóvenes o hablar y actuar como si fuéramos tan tontos como los adolescentes. Experimentamos el lado ridículo de la negación a la transición. Pero nuestros padres un buen día aceptaron a vestirse como viejos, a dejar de lado las convenciones de la moda y de lo que combina y poco a poco vemos sus cuerpos arrimándose a una estufa hasta casi posar el trasero en la flama. Si la eternidad existe, debe estar aquí en la tierra, en nuestros recuerdos, en la memoria, y para homenajear el recuerdo no haga falta la pomposidad del maquillaje, vestimenta o un mal tan expandido, como el de la rejuvenecimiento estético. La buena vejez sabe distinguir entre lo accesorio y lo fundamental, apacigua todo.


Si no estuviera tan oscuro

a la vuelta de la esquina

o simplemente, si todos

entendiésemos que todos

llevamos a un viejo encima


Mientras termino esta entrada que aspira a ser añeja y digna, dejo que mi madre se duerma en el sillón. Mi padre hace rato que se ha retirado a dormir, tal vez con la esperanza de aparcar la angustia del cuerpo sufriente. Mañana volveré a intentar influenciarles para enriquecer este día a día. Tal vez llegar a viejo merezca que no se les desatienda, que se les estimule, acompañe y que se comprenda que son más sabios que los pelmazos de sus descendientes, adictos a la infantilización. Debemos alejar la fatalidad de las etapas avanzadas pero imitar a nuestros queridos mayores en el arte de saber ser viejos a tiempo...

 



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