sábado, 10 de julio de 2021

Me arde, me está quemando, estoy disimulando

 “No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe”.

Ray Bradbury


Ray Bradbury tituló a su novela distópica “Fahrenheit 451”, denominándola así por ser la temperatura a la que arde el papel. La novela se basaba en una de las obsesiones o taras por las que desanda el poder totalitario -político o religioso-, que es quemar libros -a través de bomberos del revés- para tener mejor control sobre todo aquello que podría aprender la población, apoyándose en el aliado televisivo para el bombardeo del pensamiento crítico. La crisis de la civilización occidental esclavizada por los medios, tranquilizantes o conformismos no solo están presentes en el libro emblemático de Bradbury, sino que esas visiones proféticas las recogemos también en autores como George Orwell -con 1984- o Aldous Huxley -Un mundo feliz-, entre otros. Puntualmente en este libro -Fahrenheit 451- se rastrea a los disidentes que aún conservan y, peor todavía, aún leen los libros.


La quema de libros es un recurso que se utiliza desde la antigüedad y siempre, acompaña a las masacres de personas. “Donde se queman libros se terminan quemando también personas”, esta frase del poeta Heinrich Heine resultó profética y sufrida en carne propia -aunque no se enteró porque murió en 1856- ya que fue uno de los tantos autores que los nazis escogieron para desaparecer sus libros de las bibliotecas. Más de ciento cincuenta autores fueron incluidos en las listas negras del nazismo. Y si se supone que es un acto que en la actualidad no se produce, recuerden que en 2003, en los saqueos de Bagdad, se llegó a rociar los anaqueles de la Biblioteca Nacional, destruyendo millones de libros, como así también, alrededor de diez millones de documentos del Archivo Nacional de Irak. Mas cerca en el tiempo, allá por 2011, durante la revuelta egipcia, se incendió la Biblioteca de la Academia de las Ciencias en El Cairo. Y en 2015, el estado islámico se encargó de la quema de más de ocho mil manuscritos y libros antiguos de la biblioteca pública de Mosul, en Irak y más de cien mil volúmenes de las librerías de la población. Parafraseando una novela de Manuel Rivas, “Los libros arden mal”.


Pablo Neruda, Mario Vargas Llosa, Eduardo Galeano, Mempo Giardinelli, Tomás Eloi Martínez, Marcel Proust, Julio Cortázar, Saint Exupéry y Gabriel García Márquez, entre tantos, fueron considerados en 1976 “enemigos del alma argentina” a través de la dictadura militar y la figura de Luciano Benjamín Menéndez, jefe del III Cuerpo del ejército. La quema colectiva estuvo orientada a que no sobreviviera nada de libros, panfletos o folletos para no se siguiera “engañando” a los más jóvenes. Esta práctica “purificadora” no comenzó en el país a través de la junta militar, existen antecedentes constantes a lo largo del pasado siglo, y en ocasiones aisladas, en el presente, se impone la intolerancia de intentar disuadir de determinados autores o biografías, invitando al “democrático” boicot.



El fanatismo ideológico suele ser el precursor de esta práctica inducida, que luego se denomina pública y se justifica en objeciones morales. La intención es eliminar las evidencias de una historia, tal vez de “otra historia”, invisibilizar el pasado y silenciar pensamientos. No importa que sea en un gobierno totalitario o democrático, tarde o temprano las personas pierden parte de su libertad de buscar, recibir o trasmitir información. El adoctrinamiento del fanático te permite disfrutar de su información, no es necesario beber de otras fuentes. Tiene un alto componente intimidatorio y al imponer ese primer control, luego se prolonga a maestros, profesores y docentes. Finalmente los acallados se disuelven en una soledad de Estado y se visibiliza a los adeptos, oportunistas o convencidos que ocuparan espacios, funciones o puestos culturales como un borrón y cuenta nueva para el control de la cultura y del intelecto.


Tal vez se deba aceptar que el término memoria colectiva se nutra de una diversidad que proponen razonamientos, pensamientos, libros o manifestaciones culturales que constituyan la disparidad inherente a la naturaleza humana. En toda manifestación cultural se instala un rol bilateral, por un lado se entienda la escritura -lo que el autor nos quiera transmitir- y por otro lado, la lectura -las pretensiones objetivas- con su interpretación, ya que no debería ser necesario razonar -pero lo es, ante tanta necedad, impostura o imposición- que escribir no es imponer. Escribir permite al otro nutrirse de su propio raciocinio para servirse de sí mismo para aceptar conclusiones. La cultura puede salir de los libros pero necesita la actitud de las personas para instruirse. Cuando no recordamos, repetimos. Viendo el devenir de los tiempos, está claro que decimos que recordamos pero es notorio que se repitan los mismos procesos, matizados con los vaivenes temporales y adelantos de cada época. Un enemigo de una sociedad puede ser la falta de cultura, pero siempre será más grave el olvido.


Tzvetan Todorov, lingüista y filosofo búlgaro, predijo que “el miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros”. El encuentro con uno mismo permite crecer a las sociedades. La imposición de una cultura del miedo alimenta el resentimiento y la humillación que casi siempre obligan a renunciar a los valores democráticos. Todorov afirma que debemos celebrar, aceptar e incentivar la pluralidad que es lo que permite la unidad enriquecida y el mutuo reconocimiento que da futuro a una civilización. “Ninguna cultura en sí es bárbara y ningún pueblo es definitivamente civilizado”.


Quien quema libros ejerce un control social e impone y obstaculiza acceder a un conocimiento, a la vez que obliga un revisionismo y un modelo donde solo existirá ese modelo y se carecerá de realidad y sentido común. Cada vez se observan más personas arquetípicas y paradigmáticas, carentes de todo sentido. Pero sustentan la normalidad naturalizando una “censura libre” aceptada por sus seguidores e impuesta a los adversarios, recordando otra distopía como la de “1984” donde George Orwell alecciona a través de un Ministerio de la Verdad que destruya la documentación histórica que no se adecué al pensamiento del régimen, para sistemáticamente reescribirlas para cubrir sus necesidades del momento. Vivimos con generaciones patológicas que intentan retratar las bondades de un despropósito sin sentido.


Alguna vez el franquismo alentó la quema de libros avalados por el capítulo VI de El Quijote, titulado “Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería del ingenioso hidalgo”, donde estos dos personajes iniciaron una purga de libros para contener, en parte, la fiebre y enloquecimiento que le ocasionaba las novelas de aventura y caballería al hidalgo Alonso Quijano. Si ese capítulo de ficción avaló la destrucción de obras impresas por parte del régimen fascista español, no deja de sorprender lo irónico y absurdo de la situación, guardamos de Cervantes y su obra magna, una filosofía, ética y lógica que se nutre del conocimiento y al adueñarse del concepto para avalar quemas de libros y “purificar o depurar” con esta ceremonia, sostienen que es la manera de salvar una civilización. Cervantes nunca supo que una quema simbólica para combatir la locura de su personaje central, permitiría arrasar a autores prohibidos por el régimen franquista para luego continuar con las personas, los que lograron exiliarse o los que perecieron como Miguel Hernández, Federico García Lorca y tal vez, Miguel de Unamuno.


El negacionismo suele banalizar las tragedias históricas dando muestras de obtusa intolerancia. Alguna vez se prohibió a Víctor Hugo, Dostoievski, Azorín, Cortázar, Emilia Pardo Bazán, Salman Rushdie o José Saramago, para citar algunos. Pero también sufrió la censura algunas obras infantiles como Caperucita Roja, Los viajes de Gulliver o El corsario Negro. De tan absurdo, a algunos les puede causar gracia, pero lo que debemos recordar es que la normalidad consiste en pensar lo que queremos y decir lo que pensamos...

 



3 comentarios:

  1. Muy lamantable y tristemente real. El mundo virtual nos lleva al relajo del discernimiento. Y poco a poco vamos a Un Mundo Feliz de Huxley. De acuerdo a las páginas virtuales que visitamos creamos tendencias y anticipamos patrones que la computadora codifica y sabe qué nos gusta y hacia donde caminamos.
    Es feo conocer tu camino antes de las prmeras huellas.
    Un abrazo Gallo.

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  2. Muy lamantable y tristemente real. El mundo virtual nos lleva al relajo del discernimiento. Y poco a poco vamos a Un Mundo Feliz de Huxley. De acuerdo a las páginas virtuales que visitamos creamos tendencias y anticipamos patrones que la computadora codifica y sabe qué nos gusta y hacia donde caminamos.
    Es feo conocer tu camino antes de las prmeras huellas.
    Un abrazo Gallo.

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  3. La vida tiene mucho de virtualidad y eso con la tecnología se nota cada vez más. Las distopías de 1940 hoy son solo literatura de anticipación no aprovechada. Gracias Mariano, abrazo grande y feliz cumple un poco tarde...

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