viernes, 25 de diciembre de 2020

Sueles dejarme solo

 ¿Acaso no todo depende de la interpretación que le damos al silencio que hay en torno a nosotros?”

Lawrence Durrell (1912-1990)


Cuando algo en la sociedad está mal, suelen suceder dos cosas: que la gente no se entere de nada o que todos sepan que es lo que pasa pero hacen ver que no. Hay temas que se prefieren evitar, no tan relacionado con la nula intención de una polémica estéril sino como fruto de una cobardía colectiva, es preferible respirar sufrimiento silencioso antes que experimentar una sublevación heroica que te condene ante el ojo social. Enfrentar a la memoria cultural es perder en parte la calma y adentrarte en un campo de batalla liderado por las banderas desplegadas de las ideologías dominantes y controladas por ellos, tantas veces nuestros amigos o vecinos. Serán pocos los que logren desmontar el discurso que sustentan y si se logra, no te puedes relajar. El relato funciona casi como los vinos, cuantos más añejos más nostálgicos y anhelados esos tiempos de ficción inventada o tergiversada.


Un apoyo social también tiene a su antagonista, el del silencio. El problema es que con la omisión conlleva a un tabú donde aquello que aún teniendo nombre o explicación lógica no puede ser nombrado. Y lo peor de esto es que no estamos enfrentándonos entre buenas y malas personas. Por eso choca tanto ese silencio social porque lo defiende mucha buena gente, no se puede caer en una supremacía moral de unos sobre otros, no se puede precisar la connivencia con la inmoralidad, la hipocresía social que confunde convicción con tolerancia a lo intolerable. El recelo se convierte en una fina capa de temeridad que envuelve una convención social tapando hasta aquello que oprime, subyuga y lastima a un ser querido. Pero el silencio social se caracteriza por querer más a un extraño ideario que a un conocido sufrido.


Y sucede que muchas veces necesitamos que se golpeen duramente, que choquen contra la realidad, que sientan en parte nuestra humillación por la claudicación. Pero no ceden, dejan pasar unas horas o días para continuar con la repetición burda de un relato, de una mística que no existe y de una reivindicación absurda. Esta gente nunca choca contra la realidad, apenas tropiezan logrando anestesiar el dolor de presumir que les están engañando. Es como si se chutaran una droga que de apariencia de normalidad a algo que se ha salido de normal hace ya bastante tiempo. Una conducta que trasgrede normas y no recibe condenación ni censura se vuelve adecuada. La imagen ya no actúa como confesión, como prueba o testimonio de la mentira, porque se ha generado un tejido que podemos definir como pensamiento de grupo.


Si bien las sociedades frustradas añoran todo el tiempo el pasado idealizado, intentan al mismo tiempo dar borrón y cuenta nueva, se procura pasar página de una historia que ni quisieran que se hubiera escrito. Pero esos mismos desmemoriados son los que han de pregonar hasta el éxtasis una secuencia pasada que no responda a lo vivido. Borramos un pasado que nos duele, que nos expone como sociedad para quedarnos, en el tiempo, condenados a la manipulación idealizada del pasado. Aunque no lo crean, esta es una reacción natural de toda sociedad que ha vivido etapas dramáticas -alemanes e italianos con el nazismo o fascismo a la cabeza- donde la generación que las ha sufrido tiende a omitirlas. El problema es que el asunto no queda aparcado en el olvido, la memoria selectiva actúa cuando la frustración abruma necesitando la revisión histórica que se adecúe a las necesidades que se tengan.


Un grupo de personas tomará decisiones irracionales o disfuncionales en su supuesta búsqueda de armonía social. Se explora un consenso sin evaluar el conflicto, adecuándolo a sus necesidades y suprimiendo con indiferencia, intimidación o acoso a los miembros que disientan. De esta manera, aceitan el mecanismo para afirmar que una opinión o conducta es considerada mayoritaria, a pesar de ser minoritaria y la imponen y sostienen como norma que genere u obliga una aceptación predominante en los grupos sociales que estén en desacuerdo, pero que el silencio del que calle y acepta, lo convierta, sin que quieran ni se den cuenta en ese momento, en minorías.


En mis dos países de residencia he escuchado infinidad de historias vinculadas con la falta de libertad o el sometimiento exterior que no tienen consistencia pero que perduran casi un siglo después. El silencio del miedo o del hastío puede generar confusión en los trovadores del idílico pasado, les hace creer que la sumisión o silencio de determinados temas al no poder intercambiar opiniones encontradas, convierte a la minoría escandalosa en mayoría. No importa la cantidad sino la percepción de mayoría. Y no importa la contundencia de argumentos sino que el grito recurrente y algo violento de algo naif o reduccionista.


Para la paz, el olvido y para la justicia, el recuerdo. Al principio predomina la necesidad de la paz convenida aunque de parte de una porción de la sociedad solo sea indiferencia de lo sucedido. Con el tiempo se reabren heridas o se relatan historias apócrifas y el problema reviste en la necesidad de hacer justicia. Y dos partes enfrentadas creen que la necesidad de hacer justicia puede basarse solamente en el recuerdo de una utopía que parece disponible pero se convierte en corrupción nefasta por ser inalcanzable. Mas de una vez le he preguntado a conocidos que practicaron la violencia sistemática si con el paso del tiempo pueden considerar que ha valido la pena. La respuesta es que no lo valió pero saben que si volvieran a esa espiral de juventud lo volverían a hacer porque la idealización del mito podía más que cualquier realidad contrastada. Creo que en el fondo todos sabemos que las utopías son necesarias en la vida, pero en general conducen al fracaso, a la muerte y a la eterna mentira.


A veces sufro cuando escucho hablar a un allegado repitiendo el discurso del oprimido. A veces me gana el desasosiego de lo chabacano que es la ideología cuando no hay convicción sino manipulación de ignorancia o interés económico. Me he sentido más de una vez cobarde por callarme ante supuestas mayorías, pero lo más llamativo es que cuando hablo, los que temen sean ellos porque no saben más que repetir las escasas bases del discurso comprado. Pueden pasar varias cosas, que reemplacen un razonamiento que nunca tuvieron con gritos y desacreditaciones personales, que te digan que te han lavado la cabeza, que no tienes “patria”, que eres nazi, que eres servicial al poder opresor o que se rían reconociendo que puede ser una exageración pero al menos esos corruptos te arrojan alguna migaja. El silencio social es un obtuso espiral que terminan dominando una sociedad. El despropósito se nota demasiado, como una forma silenciosa en medio de un atronador ruido. Ser hipócrita no es una libre elección sino un guion escrito por la histeria colectiva, tal vez desilusionada por la sensación de parálisis que invade nuestras vidas.


La filosofía y la política no son motor de cambio, al otro prácticamente no se le escucha, y como Ferdinand Tönnies, sociólogo alemán que definiera en 1909 la distinción entre comunidad o sociedad, aportara una sentencia que un siglo después no puede ser superada: ”la opinión pública siempre pretende ser autoridad. Exige el consentimiento. Al menos obliga al silencio o a evitar que se sostenga la contradicción”. La amenaza de la soledad tiene cada vez más fuerza con la controversia en aumento. Esta batalla tal vez esté perdida, por más absurdo que sea el punto de vista del otro y su virulencia, no debemos callarnos aunque no se vislumbre un cambio cultural que permita poder encontrar del otro lado a alguien con quien debatir y no solo a quien tener ganas de insultar porque ya no se trata de perder terreno, sino el hartazgo de consentir un relato mítico de cada retroceso de la dignidad, personal o colectiva...

 


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