jueves, 26 de noviembre de 2020

Y es un partido que un día el Diego está por ganar…


Y quienes lo conocimos, lloraremos aún más por aquel Diego que, en los últimos tiempos, casi había desaparecido bajo el peso de su leyenda y de su exagerada vida”.

Jorge Valdano


En el año que todos le temimos a la muerte, resulta que faltando un mes para cerrar este 2020 se muere un inmortal. La sensación de fragilidad aumenta, por primera vez hay que usar su necrológica. Si bien hay muchas personas capacitadas para hacerla, costará encontrar a alguien que quiera encargarse de su obituario. Llora el hombre común, llora el futbolero, llora el que lo acompañó en un campo y su muerte no resulta indiferente a ningún noticiero, cable, periódico o programa de cualquier índole, que comienzan la entrada sobre su deceso con un silencio de incredulidad y dolor. Hoy, el mismo día de su fallecimiento, es fácil caer en las frases nostálgicas y el tierno recuerdo, más para mí, que lo disfruté tanto mientras jugaba y lo condené con similar intensidad, cuando retirado o siempre cercano a retirarse, nunca supo que hacer bien sin un balón de fútbol.


Recibía el balón y la sensación era obligación de estar atento y concentrado para poder vislumbrar la génesis de una creación. De su pie izquierdo salían genialidades que con el correr de los partidos y de los años, parecían normales. En distintos momentos de su carrera enamoró a los suyos y a los rivales, era un jugador con el imán de la genialidad a mano. El partido de futbol tantas veces perdía su esencia de confronte cuando él decidía romper los encuentros a voluntad. El recurso de pararle solo era el foul, la falta violenta. Y Diego se levantaba, apenas protestaba y te volvía a enfrentar, superándote. Eran otros tiempos, una entrada dura a Maradona equivalía a diez de la que pueda soportar hoy el jugador más golpeado. Era guapo, solo se vislumbraba la resignación en su rostro ante una nueva entrada básica y animal. Tengo un recuerdo fotográfico de su fútbol, no necesito leer nada sobre su trayectoria en un campo de juego. Fue durante mucho tiempo mi ídolo, siguió siendo un mito cuando lo quise y necesité olvidar, pero nunca fue un Dios, apenas era el gran prototipo de una Argentina, que en aquellos momentos, finales de los setenta, todos los ochenta y momentos de los noventa, no podía percibir que ese genio que nos representaba ante el mundo como una marca, también nos iría retratando como una nación en progresiva decadencia, hasta que a finales de siglo nos sumiría en un barranco imparable hacía la tristeza social y cultural. Quizás por eso se ama tanto a Maradona. Quizás por eso fue tan argentino.


Nunca he pensado tanto que escribir en una entrada. Es absurdo por diversos motivos: uno, el principal, porque no me lee nadie (o casi nadie para que no se ofenda el que me lea) y dos porque no quiero lastimar a aquel que esté muy lastimado por su muerte. Y en parte eso marcó la existencia de este mito. “Sí, Diego” es la frase que debería lucir en una lápida. Porque decir algo malo de él era enfrentar iras, indignación, cuestionamiento de un sentimiento de “patria”. Su devoción era visceral, tal vez el aura otorgado a Diego me permitió reconvertirme en agnóstico, harto de ese fanatismo religioso de un país que siempre presumió de su talento y originalidad para ser condenadamente exitoso y salir corriendo presto a pedir a la virgen o santo de turno que remediara tanto desatino o adversidad individual o colectiva.


Mido el alcance de las palabras de esta entrada. No quiero lastimar ni contradecir a nadie, pero no quiero contradecirme a mi mismo. Es fácil ser hipócrita en estos momentos, más cuando la mayoría no disimula su fariseísmo. El “sí, Diego” que tanto mal le hizo le acompañó hasta el final de sus días, donde se le exhibió en tronos con lastimosa condescendencia en vez de facilitarle, por única vez, un retiro en silencio que le permitiría ser un hombre, con contrasentidos, pero no una lastimera proyección de, quizás, el único mortal argentino, que supo darle alegrías a la gente. Espero que haya podido reencontrarse con Diego. Maradona era altanero, caprichoso o altivo, pero en realidad, se asegura que no era el verdadero Diego, ya que la mayoría de sus compañeros -y solo destaco a los de otros países, por ser mas imparciales- le mencionaban como humilde, sencillo y muy compañero; pero para los suyos, lamentablemente era el legado de esos altaneros, caprichosos, altivos argentinos que no pueden visualizar el presente cantando glorias o honores que hace tiempo no existen. Me viene el absurdo “decime que se siente” que cantábamos con orgullo en Brasil 2014, cuando ya nos arrastrábamos por un fango humanitario.


Diego no estaba preparado, como no lo estaría yo, para ser un mito viviente. Pero tampoco estaba preparado para equivocarse y hacerse cargo. Han dicho de él muchas cosas, que era valiente, una de ellas. Y a mí siempre me llamó la atención lo cobarde que parecía al momento de negar los hechos que lo condenaban. El segundo gol a los ingleses -o tal vez también el primero- le ha otorgado un salvoconducto eterno para defraudar a los que no querían ser sus obsecuentes. Su biografía debe ser intocable, a pesar de la gravedad de sus incorrecciones. La defensa cerrada de sus malos actos sorprende en gente que no suele perdonar nada a nadie, pero sí todo a los íconos populares. La primera defensa era que él no quería ser modelo, que era imperfecto como todos. Y es una clara verdad, pero imperfectos somos todos y no se nos perdona ni nos diviniza.


Decían de él que era un revolucionario peleador contra el poder. Pero Diego no confrontó a muchos poderosos. Y si lo hizo, no lo hizo por convicción en muchos de esos casos. Generalmente lo hizo por una rebeldía que podría asemejarse a resentimiento. Su duro pasado familiar pudo ser revertido por su talento innato, pero no alcanzó para atenuar su afán revanchista. Dicen que combatió al poderoso representando al humilde; pero yo siento que no fue un héroe reivindicador, sino a veces sentí con dolor y algo de vergüenza que fuera el títere de muchos poderosos, rehén o cómplice de muchas mafias y esa supuesta convicción se alimentó tantas veces de dinero sucio. Hasta en eso fue tan argentino. Las buenas fueron producto de la magia, el talento o su realismo mágico. Las malas, solo fueron fruto de la perversidad del agente externo, del malvado poderoso de turno que solo pugna por pisar nuestras humildes cabezas. Ganamos un primer mundial con el manto confirmado de la sospecha militar; una segunda conquista tuvo el detalle de un gol con la mano en cuartos de final; pero cuando perdimos la final de 1990 fue culpa de la oscura FIFA, de la resentida Italia y el mediocre Codesal y cuando le eliminaron por doping (intenten recopilar cuantos jugadores más han sido sancionados en un mundial: con él, solo cuatro) fue por una conspiración estadounidense y suiza, representada por la FIFA y el tío Sam de turno. En todo momento, el argentino se abona al mito, pero al mito de la persecución de los poderosos. Es frecuente en la sociedad argentina la victimización, los otros siempre serán los culpables de los errores y horrores, nunca nosotros.


Es un talento. Hace fácil cualquier acción técnica que se le presenta con visión de las situaciones, panorámica, imaginación y rapidez de reflejos para realizar con velocidad la acción más conveniente, individual o colectiva. En posesión del balón se transforma y no he visto en temporadas a otros jugadores que tengan las cualidades técnicas, visión de juego y velocidad de orientación como Maradona”, son parte destacada del informe presentado al Barcelona, por Paco Rodrí, encargado por el club de evaluar la contratación del jugador. Y esas son las lecturas que prefiero recuperar en estos momentos. Porque es ahí donde se habla de futbol, de aquel talento que desbordaba, aquella frescura que lo hizo distinto. Tanta gloria provocó una cascada de consecuencias, que a mi me alejaron del futbolista, aún años antes de dejar de serlo. En el momento que me entero de su fallecimiento, siento una sensación extraña y muy triste. Solo me vino la imagen de Maradona jugador, nunca la vigente, porque indudablemente, llevaba desterrado de mis sentimientos más de veinte años. Para mí, Diego murió dos veces, y la segunda fue un cimbronazo. La primera, un olvido anunciado de la persona.


Fue un mesías sentimental. En algunos casos, donde me represento, de todo aquello que uno hubiera deseado realizar en un campo de juego, en la superación ante un percance, en una profesionalidad hasta que la cedió, entrenando algunos días semanales y casi siempre de tarde para cubrirle los excesos y vergüenzas de la noche. Pero también fue el mecenas al que le gritaba un admirado y agradecido “Diegooo” aunque prefería callar ante aquel otro grito de “Humille, Diego” que a mi no me representaba. Diego no tenía porque humillar, la genialidad es solo disfrutable. Esa mirada de odio que le dedicaba durante los himnos a los once ingleses a los que iba a enfrentar en cuartos de final de 1986 no tenía razón de ser. Pero fue nuestra bandera, la sensación de una venganza que no vengaba en absoluto a seiscientos cuarenta y nueve combatientes, la mayoría con su edad al momento de fallecer en 1982, muertos a manos de ingleses pero diseñadas únicamente por argentinos.


Sufrió una enfermedad y adicción social, que no le hizo jugar mejor. Aún así descolló. Era proporcional su fuerza física y su genio futbolístico. Sus excesos fueron un atentado contra su condición mental y física pero no lograron reducir -sin contar sus últimos pasos por Sevilla, NOB y Boca- su descomunal talento. Seguramente jugó partidos en condiciones alarmantes y fue falsamente protegido por sus alcahuetes de turno o el poder de facto que casualmente para nuestra óptica argentina era un poder oprimido. El futbol de Diego era armonioso pero llegado el caso, sabía utilizarlo con proporciones de viveza, habilidad y trampa. Era menester defender esa parte oscura de su talento justificando que lo hacía sólo contra los siniestros. Justo él, el rey de los zurdos.


Me ha firmado cuadernos, revistas El Gráfico y un yeso en una rodilla izquierda, inhábil cien por cien en mi desarrollo futbolístico. Esa ultima vez me preguntó que me pasaba y me alentó a superar el percance en unos meses. Estaba azorado, Maradona se acercó a un banco en los bosques de Palermo a preguntarme que me había pasado. Se sentó a mi lado algo menos de tres minutos y me firmó el yeso casi sin pedírselo al tiempo que me regaló una mirada y una sonrisa que abrigó mi alma algo deprimida por tanta lesión a mis pocos veinte años. Y estábamos los dos solos, bueno, a un costado estaba Claudia, que no intervenía. Lo vi antes a él enyesado, cuando vino una tarde a River a conversar con Bilardo, en aquellos momentos que Andoni Goikoetxea le propiciara una patada criminal que en aquella época se definía de hombría o viril. No quería olvidar estos tiernos detalles que marcaron mi adolescencia.


También recuerdo las dos manzanas de cola alrededor de la AFA para comprar la entrada de aquel partido que pudo ser nefasto contra Perú en 1985, pero fue gloria en el último minuto y luego, éxtasis unos meses después. Y no me puedo olvidar del absurdo Reina que lo marcó hasta limites inmorales de humillación y amedrentamiento, anulando tal vez al jugador pero sin lograr que Diego perdiera la cabeza y paciencia ante tanto abuso absurdo. Le vi en aquel Argentina – Resto del mundo en 1979, le vi en todas sus participaciones en eliminatorias, amistosos y Copa América jugados en Argentina -1987 y varios partidos en la de 1979, que no tenía sede fija- y no me perdí River – Boca en sus dos etapas (en realidad hasta que me fui del país, no me perdí muchos River - Boca), ni varios partidos cuando jugaba en Argentinos Juniors -las veces que fui a cancha de Atlanta a verle- y hasta le vi varias veces con la camiseta de Boca, firmando un pacto tregua de hombres con mi viejo, rabioso bostero en aquel entonces, que aceptó con valentía que su hijo fuera de River. Aceptó hacerse socio de River para llevarme a la cancha de pequeño a ver aquellos equipos de Labruna, pero un día de 1981 cuando me vio algo maduro, me pidió el reintegro: que domingo por medio, lo acompañara a ver al Boca del Diego, Mouzo y Brindisi, así como si solo jugaran tres contra once.


Esperaba el resumen los domingos a las tres de la tarde en Radio Rivadavia de su andadura en Barcelona, he sufrido transmisiones de Horacio Aiello con tal de ver jugar derbies inmensos contra el Real Madrid y no había domingo que no sintonizara canal 9 para ver los partidos del Napolí. A mis doce años me levantaba a las cuatro de la mañana para ver jugar el juvenil que fue campeón del mundo en Japón y él mejor jugador y segundo goleador detrás de Ramón Díaz. Esa sociedad fue magnífica pero comencé a sospechar que en él sería fácil romper relaciones o sociedades, se distanció o le distanciaron vaya a saber porque motivos con Passarella, Ramón Díaz o Juan Barbas, entre otros y no se le cuestionaba, aún cuando jugara Pasculli. Hasta en esas facetas, Diego dominaba o domaba, incluida nuestra resistencia.


No puedo precisar en una re lectura, si estoy siendo ofensivo o contemplativo con la reseña. En la mayor parte de este relato, se enfrentan el joven que fui con el hombre que soy. Juzgarle siempre fue fácil y difícil pero casi no tuvo la suerte de que muchos se le pararan en seco. Sus “hermanos de la vida” le engañaron y estafaron, le vivieron y tal vez le incitaron o hicieron la vista gorda para que ampliara los excesos, desplantes, desmanes y más tarde, permanente ridículo. Sus restos no son aquellos encerrados en un cajón en la capilla ardiente de la manipuladora casa de gobierno de los nefastos K tan maradonianos. Sus restos físicos se observaron en vida, lacerando con cortisona y analgésicos que permitieran que perduraran un poco más las ovaciones. He disfrutado al Diego incontrolable que jugaba, pero no soportaba al Maradona incontrolable que hablaba y que tantas veces mentía, como lo hace mi país, que prefiere seguir siendo víctima antes que responsable. Prefiero quedarme con mis recuerdos de adolescente y esas conversaciones de horas en los bancos de las plazas sobre sus jugadas, pases asombrosos, centros sin ángulo o de rabona, quiebres cortos, tiros libre, matadas de pecho, amagues, lengua afuera para la gambeta, malabares de una pierna izquierda que cosía la pelota bien pegada a su pie y unos ojos bien atentos en todo el cuerpo.


A través del skype le pregunté a mi padre que sentía. Me dijo que algo raro, en la noche se despertó varias veces con el pensamiento triste e inmediato de “la puta madre, se murió Diego”. Coincidí automáticamente con mi padre bostero por esa nostalgia ante la muerte de aquel Pelusa. Me duele enormemente que se haya muerto aquel Diego y me duele que haya tenido que olvidar a gran parte de ese Maradona que no le hizo dios, sino un humano más, confundido, exagerado y glorioso, ya quien sabe en que proporciones. Hizo casi siempre lo que quiso, tanto para bien como para mal. Más de una vez “me cortó las piernas” hasta que no quise salir más en su defensa. Se nos fue Diego Maradona y tal vez conmociona verle morir siendo generacional. Se nos fue el mágico zurdo que en otras cosas no fue de izquierdas, aunque nos cuenten los cuentos y leyendas que quieran... 



No hay comentarios:

Publicar un comentario