viernes, 31 de julio de 2020

Esta sí es una dulce condena, una dulce rendición


“No hables a menos que puedas mejorar el silencio”

Jorge Luis Borges

 

Algunos la califican como una peste invisible que no deja de acechar. El éxito y el compromiso pueden ser una carga pesada e inviable. Está siempre presente la ansiedad y exigencia de “su público” al que supuestamente se deben. Es que el mundo entero conoce sus obras, millares los han leído, otros nunca leerán pero opinan, juzgan y exigen. El bochorno por no existir nos acompleja, pero existiendo nos puede abrumar aún más. Tranquilos, en general el escribir es un trabajo en soledad, prácticamente gratuito y seguramente condenado al silencio y olvido. Pero así todo, tenemos presiones.

 

Nunca sabremos si la literatura está a salvo de estas generaciones hedonistas. El talento no puede ser considerado un sufrimiento, y hoy es ridículo que no monetices esa capacidad de escribir, como proclama en estas sociedades de la eterna felicidad y obligada de rentabilizar un mínimo talento. Por eso el escribir debe convertirse en un talento que mecanice el producir y consumir a un ritmo frenético y alegre que escape del canon de creación artística o filosófica. Escribe y publica, usa las redes sociales, suspira y anhela un me gusta, aguarda un comentario como si se tratara de la autorización burocrática eterna de un tratamiento oncológico de un ser querido. Cuanto más quieres imponer tu estilo parece que más te hundes en las arenas movedizas de la indiferencia. Dejas de ser una novedad muy rápido, ni tus contactos te apoyan, cada tanto mencionan que tienes cualidades y se animan a compartirte el libro que estas leyendo. Eso nos afecta pero también sufre algún que otro notorio, el síndrome del impostor o la grafofobia se caracteriza por convertir el arte en el arte de impedir.

 

Se pueden contar en buen numero aunque el olvido nos lleve al descuido. Algunos en ese encierro se convierten en más mediáticos, en más polémicos o enigmáticos, tal el caso de Thomas Pynchon por su naturaleza oculta. Vienen a la mente Juan Rulfo, J.D. Salinger, Carmen Laforet o Jhumpa Lahiri, quienes pueden haber dicho basta ante el miedo a sucumbir o bien se hartaron de las exigencias desmedidas. Se trata de un fenómeno real documentado con un gran numero de autores que se estancan o abandonan como si se tratara de una represión freudiana. Tiene merito -al menos me quiero dar valor- de encarar el pensamiento de esta temática en estos tiempos de indiferencia de masa o era del vacío. El escritor ignoto puede sentir fatiga o hasta repugnancia -tanto de escribir como de que lo lean o no- lo que permite suponer que la grafofobia puede ser considerada como una mixtura entre la antipatía y la fascinación. La angustia, para un escritor o intento de escritor aficionado debe ser en una carrera eterna, una asignatura que no se logra aprobar.

 

Henri Fréderic Amiel aventuró decir que pocos de nosotros escapamos de la fosa común del olvido. Ayer leí en Twitter que “el que lee es esclavo del pensamiento de otros”. Estuve a punto de refutar esa idea absurda pero me venció el hastío, ¿de que sirve disputar intelectualmente la contienda dialéctica? Recordé que Paulo Freire defendió una educación para la libertad y cuatro décadas después su ideal sigue vigente pero el problema parece ser el desvanecimiento de las identidades, el sentimiento de la reiteración -bien graficado con el copia pega de casi todos-, la queja por la queja misma o el estancamiento de nuestros ideales o movilizaciones. No es de extrañar que Rulfo, Salinger o Laforet se revelaran contra su yo literario. Es comprensible que escribiendo cosas intimas, dudas racionales, fracasos existenciales, más de uno no quiera vender un producto que proviene de su duda, de su complejo, de su angustia. Y que la masa le pida con morbo una nueva novela en el menor plazo posible, disfrazados de fanáticos admiradores.

 

Son pocas las escrituras esenciales, no somos tan especiales como creemos. Así todo nos afecta la presión por escribir, por gustar, por llegar, por movilizar. La seguridad que nos surge al tipear pensamientos puede sucumbir ante la necesidad de cautivar nuevamente al mediocre existencialismo. A Juan Rulfo dicen que le pudo la resignación de no poder superar los logros de “Pedro Páramo”, llegando a sentir miedo a que lo consideran un fraude. Su imagen prevalece porque la muerte se encarga de darle la dimensión que demoramos en vida a las buenas cosas. Rulfo encarnó en sus obras la desolación de la realidad que solemos respirar. “Pedro Paramo” y “El llano en llamas” giran en base a la soledad y la muerte, sobre una base de quietud, silencio y densidad. Esas características parecen no ser comerciales y solo vienen a demostrar tantas veces la incapacidad de las palabras para representar la compleja realidad. Por lo que se deduce que su retiro silencioso de la actividad no nos permitió dimensionar la reflexión sobre las limitaciones y fracasos de esa revolución mexicana sobre la que escribió.

 

“Quiero escribir pero me sale espuma, Quiero decir muchísimo y me atollo” escribió en su poema “Intensidad y altura” el mexicano Cesar Vallejo. Esa espuma parece ser la in creatividad que nos acorrala en la agonía viciosa de escribir o no hacerlo. Todos consideramos que tenemos una historia para contar, de ahí que anualmente la producción literaria de un país con tradición no bajará de diez mil novelas al año. Algunos esperan que las ventas superen en algo al pauperismo, otros serán la novedad, algunos tendrán un talento inmediatamente reconocidos, varios creerán que son talento y en realidad es un agente literario que los sobredimensione. Y estamos los que solo escribimos carillas que no toman dimensión de mensajes en botella que puedan ser leídos. Sin falta de estima, sin queja arbitraría, sin lamento sistemático, sin llegar a ser grafofobias, estamos aquellos que intentamos estar de paso desarrollando el arte de impedir. Y nos estamos superando entrada a entrada, año a año…

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