domingo, 14 de abril de 2019

Nos bastaban esas tres frases hechas


“Los hábitos son los mejores amigos de un escritor”
Donald Murray, periodista, escritor y profesor estadounidense.

A veces desgasta encontrar un tema. La lectura de periódicos o revistas no arrojan nada interesante. Cuando la cosa se pone fea, de repente una sola frase en un artículo oficia el milagro, aparece la temática. Y de a poco me encuentro con tres carillas de Word que me terminan de cerrar, me suele gustar lo que escribo. Sentir la enorme sensación de que siempre hay algo de lo que vale la pena escribir, me hace sentir un tipo que tiene los bolsillos llenos de vida. ¿Será esto lo propio de un hábito?


Se vive rodeado de gente que aspira a escribir, pero este es un hábito que no es fácil de desarrollar. Disfruto cuando las palabras surgen de mi teclado, pero soy consciente que fue fruto de una constancia, de una implementación de hábitos, de forzar una rutina a mi cerebro. Un hábito es tan poderoso que logra que nos aferremos mentalmente a ellos y excluya todo lo demás. Es necesario sentarme a escribir, no porque lo estén esperando sino porque es una manera de organizar mi rutina. La duda es si el escribir es un buen o mal hábito. Lo único que sé es que necesito escribir, cambiar de hábitos me resulta tan complicado. Algunos afirman que solo cambian con facilidad de hábitos aquellas personas que han estado cerca de la muerte. El escritor en cambio suele morir regularmente.

El hábito de escribir se instaló silenciosamente, tal vez en puntas de pie de una talla cuarenta y seis de pie plano, para mayor precisión. Se interrumpió casi una década, donde se reemplazó por una lectura voraz, tan enfermiza como el hábito de la escritura. No me enfrenté a la ardua lucha de la pagina en blanco, no era necesario, abría otro libro, descubría otro escritor. No puedo determinar si leía por placer o por una especie de duelo. Cuesta horrores leer para desarrollar una valoración crítica y razonada, porque es ahí cuando se desarrolla otro mal hábito: el de sufrir la realidad. Pero no me apuraba por escribir. Había algo interior que sabía que un día redactaría sin más esas quinientas palabras reparadoras que devolverían el hábito. Ese detalle describe la afición como una enfermedad paciente.

No me aburre observar el mundo, solo que me duele. Es otro hábito, el de la conciencia. Mi vista, oído, tacto u olfato están a disposición del teclado, procuro encontrar el tema. Tengo un archivo con temas que ayer me parecieron esenciales y tal vez, hoy, horrendos. Eso desarrolla otro de mis hábitos, el de la reacción. Prestar atención a lo inesperado y que se convierta en palabras deseadas, esperadas, actuales. Empujo tanto a mis sentimientos que inflaman mis pensamientos sin conseguir que dejen de conmoverme mis reacciones personales. Estudio igual mi vida, de ahí tantas somatizaciones. Tal vez sea otro hábito, el de responder a pecho descubierto.

Una vez que traspaso la puerta de mi cerebro, no suelo tener idea de lo que estoy escribiendo, de como lo estoy haciendo. Pero le encuentro relación a una frase aislada, descubro una correlación con mis experiencias. Una línea suele tener el peso o tensión que se libera cuando el párrafo se escribe solo con unas pocas palabras, con una oración o con una parrafada. Cierro una entrada y de manera enfermiza, ya estoy pensando en la que viene, si viene y como vendrá. Es como si estuviera fuera del mundo, procesando una información que no interese, pero a mi me resulte esencial desarrollar. Suelo decir que necesito de la gente cercana para poder pensar en lo que escribiré. Ese ruido ambiente es el que me permita pensar sin darme cuenta de que estoy buscando la temática. Dicho así, suena de una deslealtad pasmosa con mis pares. Tengo que ser desleal para encontrar lo novedoso en la rutina, pero ¿cómo explicarlo? A veces necesito aburrirme tanto para sentirme interesante.

Pero escribo en un mundo que no lee, o lee menos. Y cuando habla, piensa y escribe denota que lo de la evolución no es prioridad. Y defiendo al lingüista que llevo dentro, mas que al periodista que no me siento o el escritor que no llegó a publicar. Y escribir en un blog te condiciona, porque el sentido común de la era digital aconseja que me adapte al estilo o hábito de los lectores. Pero no me interesa porque tengo otro hábito, el del individualismo colectivo. Trabajo en grupo por convicción, pero encierra a un individualista perverso porque necesito del grupo para considerarme distinto. Uff, me estoy complicando y es posible que lea esto mi psicóloga, porque sé que cuatro carillas Word no le condicionan.

Tal vez ella me puede explicar porque creo tener una falta total de confianza en mi talento si lo que escribo surge de la convicción, de la regularidad de mi sufrida coherencia, de la absoluta confianza en se puede disentir de lo que escribo, pero no sin razonamiento o fundamento. Esa tal vez sea mi mayor fortaleza, no te quiero modificar tus hábitos. No soy masivo ni delicatessen, cuando leo tengo la tendencia de sentir que no les llego a la suela de los zapatos al peor de los “negros” que editan su miseria. No dejo porque tengo el hábito de seguir insistiendo. Soy tan cerebral que necesito tropezar semanalmente con la piedra que nadie tropieza.

Mis textos acaban en el momento en que los publico en este blog. Pero a la semana puedo sentir que esa no era la idea inicial, la liberación de mi inconsciente que no consiente la relectura para cambiar o que necesita de varios puntos de vista que condicionen. Escribo porque me gusta, escribo porque me distingue, me distingue que nadie me lea, no me duele ya eso de que te digan que hace bastante que no te leen. Escribo porque tengo otro hábito que trato de no revelarlo en forma frecuente: escribo porque tengo la obstinada estupidez de seguir en ello…

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