sábado, 20 de abril de 2019

Un día común en la superficie


“En realidad, no hay personas homosexuales, como tampoco existen personas heterosexuales. Las palabras son adjetivos que describen actos sexuales, no personas. Los actos sexuales son completamente normales; si no fuera así, nadie podría realizarlos”.
Gore Vidal.

"He puesto toda mi genialidad en mi vida; en mis obras sólo está mi talento" no debe ser considerado uno de los tantos aforismos que perduran de Oscar Wilde. Es una frase que encierra una verdad absoluta, convirtió su vida en su más grande y cuestionada obra. Se convirtió en su creación o se prefiguró en ella. La típica historia del hombre que murió a causa de la humillación y ridiculización de sus conciudadanos que renegaron de él, atizándole y dándole la espalda. Hoy, no puedes disfrutar una visita a Dublín sin la mención en su recorrido de la palabra Wilde. Hoy, Oscar Wilde es sinónimo de orgullo para su tierra y el polvo apenas queda de los que lo juzgaron en su tiempo.


Lo mismo sucede en rutas turísticas de Londres o París. Después de William Shakespeare, es el escritor en lengua inglesa traducido a más idiomas. Pero murió pensando que su obra jamás volvería a ser leída y que su nombre seguiría siendo salpicado por una relación entre corrupta o perversa. También en eso se equivocó. “Mis deseos son órdenes para mí”, quizás grafique ese espíritu extravagante que le trasmitió un carácter inquieto, revoltoso, provocador o infantil. Esta resulta una entrada difícil de escribir, porque de antemano no suelo comulgar con la extravagancia y sus altos perfiles. Pero comparando el escribir con un ejercicio, mi forma de pensar y actuar también requiere de un ejercicio de comprensión de actitudes que me ruborizan y hasta enojan. Es una manera de obligarme a descatalogar parte de esos prejuicios homófobos que nos acompañan a todos, hasta a los más amplios.

Siempre se mencionan los prejuicios latentes en la sociedad victoriana, fundamentados en constantes contrastes entre la opulencia de lo extraordinario y la extrema pobreza de sus clases más populares. La riqueza era considerada el resultado del esfuerzo, del trabajo y de la inteligencia, mientras que la miseria era el obvio resultado de la pereza o incapacidad. Esta filosofía hipócrita del pensamiento aplicaba una especie de darwinismo a la evolución de las sociedades, la competencia de clases impartía beneficios a una buena genética, fruto de la alcurnia, educación y refinamiento. La hipocresía parece no ser una cualidad solo victoriana, en eso se puede sustentar un imperio universal de la comedia y mojigatería.

La Inglaterra victoriana fue la principal potencia económica del mundo durante todo el siglo XIX, poniendo de manifiesto tantas cosas como así también, las cuestiones morales encorsetadas y reguladas por una glacial hipocresía. Para Oscar Wilde la vida era un enorme escenario teatral donde él intentaba campar a sus anchas. Se inspiró sobre la base de no simpatizar con la vulgaridad de su sociedad farisea transformándola a su antojo. “Dale una máscara a un hombre y te dirá la verdad”, ciertamente una máscara es un disfraz que oculta nuestro rostro y que nos hace creer que la identidad que tenemos es distinta a la real. Ocultarse parece ser una eterna reacción humana que surge ante el temor de ser juzgados. De ahí que suelen primar un entorno donde prevalecen las apariencias por encima de los sentimientos reales, crueles que nos habitan. Pero a la mayoría, las mascaras no logran disfrazarles, sino que, tristemente, las revelan.

Y esa sociedad lo encumbró, lo llevó en andas con sus vítores para que luego esos mismos fueran los que lo humillaran y ridiculizaran. Oscar Wilde sucumbió a los pecados de esa sociedad hipócrita y a sus propios pecados. Es el día de hoy que muchos creen que fue procesado por homosexual, cuando ese termino aún no se acostumbraba a llevar. El desenfreno era el pulso de vida de Wilde y también el descaro. Placeres e intoxicación lo atraparon en un escándalo que nunca supo gestionar. Wilde pecó de vanidoso y orgulloso a niveles de suicida. Demasiada confianza en su aura, en su talento e irreverencia no le permitieron deducir que una ofensa del Marqués de Queensberry (el padre de su amante, Lord Alfred Douglas, le llamó sodomita) no pasaría de una ofensa y terminó en una bola inmensa que arrojó tres procesos jurídicos y la peor de las acusaciones: promiscuidad con adolescentes. Y dos años de trabajos forzados en la prisión de Reading. El hombre acostumbrado a trasgredir y desafiar las leyes creyó posible que la ley le asistiera. No fue así.

Conoció la otra cara. Su vida cambió de un plumazo y si bien aún tuvo tiempo para escribir obras profundas como “De profundis” y “La balada de la Cárcel de Reading” que visto su trayectoria literaria son dos clásicos obligados, pero en la vida real solo literatura profunda para una persona que su vida ya estaba arruinada. Murió en el destierro parisino donde intentó recrear en grageas su grandeza. Vivió gracias a la ayuda de amigos y admiradores, pero ya no tenia animo para escribir, para revertir la historia. El poder te encumbra, pero te destroza. El mérito de cada ser humano es conocer sus límites, y la provocación no suele ser modesta. Murió dos años después y su sepelio estuvo rodeado de miseria de sexta clase. Deambuló de cementerio en cementerio, pasando del de Bagneux hasta que nueve años después, en 1909 reposó en Pére Lachaise, gracias a la venta de las obras de Wilde, que también le permitieron cancelar sus deudas.

La tumba de Jim Morrison es visita de culto en el cementerio ubicado en el XX distrito. Comparte “reposo” con Edith Piaf, Isadora Duncan, Frederic Chopin, Sarah Bernhardt, María Callas, Colette, Eugene Delacroix, Moliere, Marcel Proust e Yves Montand, entre tantos. Pero en el paseo que todo turista encara a este cementerio hay una parada obligada en la calle Carette. “The coward does it with a Kiss” de la Balada de la cárcel de Reading fue tal vez mal interpretado, porque en castellano dice algo así como

Aunque todos los hombres matan lo que aman,
Que los oiga todo el mundo.
Unos lo hacen con una mirada amarga,
Otros con una palabra zalamera;
el cobarde con un beso,
¡El valiente con una espada!

lo que ha generado otra vez el caos rodeando a Wilde, porque cada visita que se acercaba a ofrendarle su devoción hizo costumbre de dejar en la tumba la marca de lápiz labial. El romanticismo del gesto deterioro el monumento, el carmesí con restos grasos atravesaba la piedra, derruyendo. Se probó con una multa y luego con una mampara aislante. El poeta nacido en Westland Row, Dublín, no supo nunca de medias tintas. El hombre que en su única novela duplicó la imagen como el espejo no pudo resignar ni revertir su suerte en los años finales de su vida, no pudo comprender que la vida te da grandeza y placer, pero lo matiza con decepciones y desengaños. La gran obra de teatro que supone vivir necesita glamur, sencillez, humildad, provocación, sumisión, devoción e hipocresía. No se explica la vida sin estos componentes. Oscar Wilde no se pudo explicar cómo su obra fue la premonición de su vida, viviendo como artista de si mismo y su muerte la resurrección como un nuevo objeto de culto, donde más allá de cualquier sociedad o época, el pulso de vida se sigue rigiendo por la excitación de los ideales o espíritu y el reflejarse en la máscara de la tragedia reflectada en la hipocresía, desengaño y autoengaño…

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