sábado, 26 de enero de 2019

El caso es que no puedo enamorarme de tí


“Desde muy pequeña sintió uno de esos amores que tienen a la vez la pureza de una religión y la violencia de una necesidad”.
Gustave Flaubert – La educación sentimental.

El mundo no parece perfecto y debemos convivir con tamaño desacierto. No queda otra que aceptarlo y vivirlo lo más cercano a un buen acabado posible. El barro de la existencia se nutre de lo imperfecto, a veces cuadra, tantas otras no. Vivimos sobre la tierra añorando un paraíso de fantasía, tal vez el consuelo de tontos de que desde el origen no se puede comenzar de nuevo. Debo anunciar que además de lo existencial, escribiré hoy sobre cine, por lo que el spoiler será inminente. Un motivo más para no leerme.


Hay historias de amor donde los amantes se tienen y tantas otras semblanzas donde los enamorados no se tienen. En esta película se tienen y no se tienen simultáneamente. A veces el amor sobrevive a tantos vaivenes e infortunios. El amor es materia obligada en las artes, nos enamoramos del amor en la literatura y en el cine. Soñamos con ese obstinado amor perfecto. No se puede evitar, el amor es un género literario. Pero su final también lo es. Y a veces el final equivale a una agobiante interrupción como parece ser el caso en la candidata al Oscar a película extranjera de la polaca Cold War. El amor parece imposible, pero mientras trascurre es la sensación mas gloriosa que nos gobierna.

El cierre de la película parece súbito, desconcertando al espectador. Tal vez sea lo mejor, porque cuando se descubre finalmente el final no dicho, sobreviene un suspiro de resignación porque si bien es un cierre hermoso, se refuerza el desencanto obligando a reflexionar sobre la desesperanza. El amor real entre Wiktor y Zula, los protagonistas, es intimo y doloroso. Mirando a los costados de la historia de amor se divisa un territorio desbastado que se intenta reconstruir. Ese territorio es Europa. La historia de amor se instala desde 1949 hasta inicios de los sesenta, de ahí que la pasión esté gobernada por la guerra fría. La película puede ser el reflejo de un destrozo, el del continente, el de sus habitantes, como una radiografía que no permite discernir si fue una época de esperanza o un largo despertar de un destrozo.

La ambigüedad esta presente en todo momento. Maleable parece ser la historia de nuestra civilización. Manipulable es nuestra condición, aunque los millenialls desencantados y aniñados de este siglo crean que se nos manipulan hace bien poco. La presión del estado es terrible. La Polonia tantas veces sometida ahora conoce tras el fin de la segunda guerra mundial otras formas de sometimiento, una nueva manera de sobrevivir. El dominio de Stalin fue subjetivo, un comunismo que regaba poesía libertaria en los lugares donde el comunismo no ejercía, mientras que en los países sometidos más que poesía lo que se desarrollaba era la maquinaria propagandística de vivir en una liberación que más que liberar, obligaba a denunciar para poder respirar un poco, apenas un poco más. Se proporcionaba información para sobrevivir. Zula es hija de un entorno difícil desde la propia familia, sin recursos y sin dinero y con una temporada en prisión por recordarle a su padre que era su hija y no su esposa -las verdades sin decirse parecen más literarias-. Zula no sabe vivir de otra forma, necesita de las raíces que le oprimen.

Cuando se es tan tradicional, como Zula y el stalinismo, su complemento ideal parece ser ese Wiktor que representa el acercamiento racional a este mundo. La historia de amor entre estos dos personajes podría ser como la confirmación de lo que fue esa época, la tensa pugna de dos bloques que no eran capaces de imponerse, de ganar la batalla. Lamentablemente en el terreno sentimental, también se refleja la guerra fría. La perspectiva de filmar en blanco y negro ayuda a oscurecer esa etapa del siglo pasado, donde las miradas y los gestos casi imperceptibles tal vez rebatían en silencio lo que se magnificaba en los dos bloques. En definitiva, pareció que se transitaba un mundo de pasión y tristeza. De ahí que la desolación, la sucesión de imágenes fuertes que son universales, la excelencia de su fotografía y la presencia redentora de la música suavizan el drama de vivir tras el telón de acero.

Wiktor quiere escapar y ser libre para amar. Zula lo ama, se lo dice, pero no puede cumplir lo pactado. Ahí comienza la separación, aunque no sea por completo. Eso tal vez representa la opresión que el régimen soviético instaló en los países adjudicados en la repartija europea. Durante medio siglo se distancian sentimientos, familias, libertades solo sobreviviendo la resignación de lo que puede truncar una guerra. El amor y la muerte se funden en momentos simultáneos, por eso tal vez no fue necesario ofrecer más detalles en esa última escena.

El final nos dice que la vida no vale nada si los amantes no pueden estar juntos. A lo largo del tiempo, el desencuentro se aplaca mínimamente en cada encuentro en diferentes países, dejando rápido paso a los sentimientos que regulan una pasión o el desgarro, como son los celos, broncas, reproches o el enloquecimiento. A pesar de los desencuentros, cada uno transita entre amantes o parejas a la espera de otro doloroso encuentro. Aunque parezca mentira, Pawel Pawlikowski, el director, plantea el tema de la libertad, pero como nos sucede todo el tiempo, los condicionamientos no permiten ejercerla plenamente. Volvemos al inicio, a lo que referimos sobre la contradicción. Podemos acceder a las cosas, huir y desaparecer. Pero eso excede nuestro albedrío, lo que me queda del film es comprender lo que los románticos del comunismo aún no pueden reconocer, que su sistema destierra esos sentimientos en las personas. Y lo hacen en beneficio de su pueblo, dicen…


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