sábado, 8 de septiembre de 2018

Siento todo irreal


“Incluso la tecnología, que debería unirnos, nos divide. Todos estamos conectados, pero aun así nos sentimos solos”.
Dan Brown – Escritor.

Hasta hace bien poco no formaba parte de mi vida. La resistencia por incorporarme a esta aplicación demoró mi ingreso, ayudado porque todavía no tenía un smartphone. Bastó que comprara un receptor con sistema operativo acorde a la aplicación, para que el WhatsApp ingresara a mi día a día. Y más allá de los primeros mensajes individuales, lo que primó fue la pertenencia a diversos grupos: amigos, compañeros, club de fútbol y familia. Y con el correr del tiempo, la tentación de abandonar alguno de ellos... El pertenecer a tantos, estimo, me ha hecho perder la capacidad de comunicación, aunque parezca contradictorio. A veces es tóxica la comunicación en ellos, todos tenemos un spam conocido.


Y en muchos grupos, mi comunicación es pasiva. Leo los mensajes, escucho los audios, veo algunos videos, pero participo poco y nada. Y hasta sostengo, de momento, la costumbre de saludar los cumpleaños de manera personal, hábito que me permite, todavía, seguir usando el llamado telefónico que se está perdiendo, salvo estas y contadas excepciones. Hoy todo el mundo se considera cumplido al saludar con un mensaje de WhatsApp o Facebook.  Formo parte del sistema, hago bastantes de las mismas cosas que el resto de los habitantes tecnológicos, pero creo que conservo aún la gentileza de llamar o escribir por privado, tal vez porque la forma vigente me hace sentir más solo, algunas veces desamparado y más de una vez, abandonado.

Al principio participaba en todos los grupos, pero poco a poco como que se instaló en mi mente la “aplicación” del cansancio, de la pereza. Lo primero que debo hacer al generarse un nuevo grupo es silenciarlo, porque la diferencia horaria trastocó, al comienzo, mis rutinas de sueño por la continua señal sonora de un nuevo mensaje. Viviendo a la distancia de varios de los integrantes de los diversos grupos, conservo el agradecimiento a la aplicación por sentirme cercano a la gente que quiero, aunque no pueda más de una vez, evitar sentir la tentación de abandonar más de uno.

La gente de marketing o del departamento creativo de WhatsApp ha diseñado conceptos contundentes como “abandona el grupo”, “saliste”, “salió” o la misma fuerza que la palabra “grupo” desprende. Es una losa en tu sistema nervioso, tanto si tú eres es el que se va o si es un conocido o familiar. Se ha ido, ha salido, se fue, algo pasó, ¿alguien le habrá dicho o hecho algo?. Son minutos de total desconcierto o frustración, nada duele más que un conocido, sin mediar explicación, abandone una de estas comunidades. Tantas veces un mensaje privado intenta saber qué fue lo que precipitó la salida. Y no suele haber respuestas que desconcierten, más cuando el motivo de la salida es el aburrimiento, el falso consenso, el espiral del silencio o la ignorancia pluralista.

Los medios de comunicación ejercitan como nadie ese concepto de falso consenso. Tantas veces una minoría influyente y activa determinan lo que es normal o veredicto. Tenemos la opción de protestar y buscar otra referencia comunicacional. Pero en un grupo cerrado es difícil, el temor a disentir y ser marginado es fuerte. De ahí que opiniones que no tienen réplica, actúan en la mente del que las dirige como que las adscriben la mayoría del grupo.  Al momento de recibir un vídeo, uno se toma el trabajo de verlo por más que su duración desmotive, pero lo que desalienta aún más es que comprendas que a ese vídeo le merece un comentario, y le devuelvan a tu opinión, el silencio como reflexión, aún de la persona que lo envió. El silencio tantas veces es una respuesta. Parte de ese mutismo incómodo lo genera el hecho que mucha gente envía algo por repetición y no porque persiga un afán de comunicación y debate. Lo que me ha generado la pasividad de ver sin más ese documento, o directamente no mirarlo.

El silencio es habitual y contradictorio en este medidor de popularidad que ofrecen las redes sociales. La contestación urgente sigue siendo posible a través de un llamado telefónico. La imperiosa necesidad de respuesta genera desmedida ansiedad en las aplicaciones, sobre todo si estamos pendientes de las tildes que llevan nuestros mensajes y sus colores para saber si han sido recibidos. No hay que fiarse del doble check leído. Y si las dos tildes están pintadas de celeste, es desbastador observar que la respuesta no está en camino de ser recibida, a través del celestial “escribiendo” de color verde. Somos una comunidad, pero de gente ansiosa.

Otro evidente problema es la interpretación que le damos a determinados mensajes. Un emoticono nos puede llevar a la máxima confusión interpretativa. Lo que en un principio se generó para fomentar y afianzar la conexión, termina desconectándonos. Aun no comprendemos que la virtualidad tiene consecuencias en la vida real. Y que, si lo analizamos profundamente, todo parece ser eventualidad ya que los tópicos determinan que existen verdades absolutas cuando en realidad existen interpretaciones tan diversas de la misma vida, que resulta imposible definir nada como absoluto. La forma cada vez más agresiva de expresar nuestros pareceres no genera contundencia en la expresión, sino en una incomunicación más manifiesta. Ante el peligro de enfrentarnos a un conocido o ser querido dentro de estas comunidades, algunos optan por el silencio, y otros, lamentablemente por la cruenta confrontación donde no suele ganar nadie.

Se manifiesta la tendencia de que en un grupo no procede el preguntar si nos pasa algo. Evitamos particularizar las conversaciones convirtiendo el contacto en algo genérico y con poca trascendencia. La temática es amplia, pero la generalidad conduce a lo banal, no a la profundidad. De ahí que, en tu propio grupo familiar o amigos de toda la vida, tantas veces se desconozcan situaciones tan elementales como estados de ánimo, preocupaciones, penurias, tristezas, soledades o vacíos. Formamos parte de comunidades de la alegría o dispersión, parece inadecuado mostrar emociones psicológicas, de ahí que pocas veces aprovechamos la existencia de un grupo para socorrer a alguien que sabemos que se siente solo o afectado. No hablo de enfermedades médicas, ahí la solidaridad es inmediata. A veces nos alejamos de ese achuchón que todos necesitamos más de una vez pero que en la virtualidad, hace tiempo que no llega. Es más fácil arengar políticamente, compartir chistes o situaciones graciosas que intentar llegar al corazón de un ser querido que no la está pasando bien. Y eso que los videos motivacionales o de sentimientos sean los que más abundan en nuestras redes de contacto.

La última inclinación que destacar es esa práctica de incorporarnos a grupos para al poco tiempo no disimular la falta de química entre sus integrantes. Habitamos grupos por supuesta afinidad que se desnaturalizan desde su origen. No está resultando fácil la convivencia y el conflicto se enciende ante la primera excusa. No somos capaces de acercarnos emocionalmente al afligido, pero somos propensos a despedazar al que no se expresa como deseamos. La radicalidad abunda en las comunidades, más de una acalorada discusión nos ha dejado mal sabor de cuerpo y alma, pero llegado el caso, la repetiríamos como si la misma piedra estuviera dispuesta para el continuado tropiezo. Es claro que la virtualidad le gana a la realidad. En los grupos humanos -los que no se generan en la infancia- tantas veces priman diferencias que nos hacen irreconciliables o no aptos para la frecuente afinidad. La contaminación de los mensajes nos afecta fuera de las aplicaciones, adentro se traslada esta situación. Abandonar un grupo humano para buscar otras alternativas siempre ha sido una posibilidad. En el mundo nuevo de la virtualidad tecnológica, aún es un drama salirse de un grupo de supuesta afinidad o pertenencia…

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