sábado, 22 de septiembre de 2018

Y sin embargo, sabes


“El hombre está condenado a ser libre”
Jean-Paul Sartre

Quizás muchos vean en esta frase de Sartre una nueva reivindicación de libertades individuales. En cambio, observo una crítica filosófica más a nuestra esencia a través de esta máxima. La libertad es inherente al ser humano y, por ende, el ser humano es absolutamente responsable del uso que practica de su libertad y de las consecuencias que acarrean. Sartre era contrario a la existencia de un ser superior que determina el curso existencial, por lo cual “le otorga” al hombre la patata caliente de ser absolutamente responsable de sí mismo. Esa libertad inherente genera una expresión objetiva y otra subjetiva de lo que somos, dinastías atadas por sus propias definiciones, indecisiones y decisiones. La objetiva afirma que la libertad debe ser igualmente vivida por todos; la subjetiva grita con la boca cerrada, que cada quien ha de vivir de acuerdo a sus peculiaridades.


Y tal vez vivimos como lo que somos, estructuras parciales. Experimentamos un continuo contraste entre los discursos que creamos y las formas de vida que luego practicamos. La palabra es un vehículo de información y conocimiento, pero -de ahí la interpretación objetiva y subjetiva- la palabra también es un buen disfraz para decir lo que debemos hacer mientras esconde lo que en verdad somos o hacemos. De ahí la asfixiante sensación de vivir en un contraste, en cuestionar nuestros sistemas de vida, en habitar democracias parciales que puedan generar distintos tipos de pactos: cívicos o cínicos.

Lo que para algunos es un contraste, para otros lisa y llanamente una contradicción. Anidamos paradojas o disparates que inhabilitan constantemente a todo lo bueno que se pueda encerrar en un discurso, dogma o ideología. Nos acostumbramos -conscientes o inconscientes- a practicar buenos discursos para luego, repetir infinitamente, malas prácticas. Sócrates vino a decir que “los justos actuarán con justicia; los injustos, injustamente” como una verdad máxima de las que me suelo aprovisionar para encarar mis escritos. Pero el bueno de Sócrates no pudo definir ni hacer un identikit de quienes son los justos y los injustos, es una definición globalizada que no nos permite detectar cuanto de injusto portamos los seres justos que nos creemos victimas de ese sistema opresor. El miedo actúa como esa gasa de seda que no permite ver públicamente la procedencia de la mala acción, de ahí que solo sirva el pescar in fraganti. Y últimamente, no alcanza, ya que, a pesar de las evidencias, no nos permitimos creer que en lo que creemos habite el engaño. Abrazamos los discursos de bienvenida a las integraciones, en el mismo momento en que en nuestra intimidad, cuestionamos millares de actitudes distintas a las que nosotros consideramos las normales, las permitidas, al uso.

Alentamos la diversidad de ideas y conceptos, pero profesamos gentilmente que lo dominante es lo mejor y no hay que ceder, por lo cual propiciamos una apertura que es invisible, discriminatoria o no goza de la presunción de la posibilidad cierta. De ahí, que el decálogo de derechos y libertades individuales debe ser recordado en la misma proporción que en lo que nos lo pasamos por el forro. Somos demócratas practicantes del autoritarismo. Las nuevas odas vienen a romper el mal existente, para imponer sin escucha ni contemplación el mal propio. Es la mejor rueda que pudo haber inventado el hombre.

Estamos todos hechos de un barro similar. La tentación es fuerte y tratamos de que nadie se entere que nos volvemos a embarrar. Pero discursamos. Decimos las mejores intenciones, mostramos progresos en lo espiritual que a muchos emocionan, acercando al ideal que se persigue sin denuedo desde la extinción de los dinosaurios: el hombre nuevo. La religión nos contuvo a través del miedo, me mando la cagada, pero el dogma me libera de la culpa a través de una confesión entre pares, potenciales infractores ambos de lo que discursean. Tal vez, siglos anteriores le temían al juicio post mortem. Hoy siguen declarando que le temen, pero ya saben, por la experiencia vivida en la tierra, que es imposible gestionar y llevar adelante un juicio final con un aforo eterno. Se vive con tanta impaciencia, que suena imposible que las diversas generaciones aguarden mansas su comparecencia. Las profecías religiosas languidecen -afortunadamente- y tal vez, nos queda solamente aceptar la fragilidad que nos concadena. Y eso nos hace humanos, bipolares pero humanos.

“Roban pero hacen”, “roban pero no se dan cuenta que roban”, “roban pero nos permiten estar cerca de la mesa por si caen migas”, “peor eran los que estaban antes”, “corrupción hay en todos lados” son frases que definen otra cosa: nuestro intelectualismo moral. Tantas veces es cuestión de saber escuchar: los que juzgan intenciones suelen cometer el desliz de hacer una crítica en espejo, es decir que hablan más de sí mismos que del otro. Y creemos que somos nosotros los que hablamos, cuando él que hablo fue el sistema, ente invisible que todos nombran, pero no se puede precisar sus formas, su cara, el centro de sus intenciones. Estamos influenciados o anestesiados por la opinión pública, por nuestros referentes intelectuales y por nuestros diformistas políticos de turno, en donde se nota que el sistema de turnos está peor preparado de intelectualidad moral, la calidad baja pero aún no se derrumba, tal las continuas, ingenuas y cansinas profecías apocalípticas. Tal vez el apocalipsis se adapte como esas cepas que mutan al germen para que siga habitando o regresando con prácticas virulentas similares. Pero no puedo aceptar ese grito de que nos manipulan, ¿qué virtud ética desarrollamos para no dejarnos manipular?

Es paradójico que sean las personas con coherencia interna las que más sufran un mayor malestar con su disonancia cognitiva, una especie de mentira hacia uno mismo que genera la recaída de reforzar malas decisiones que hemos tomado para repetirlas en el futuro, en vez de reformular creencias que mantenemos sobre nosotros mismos y sobre lo que llamamos “mundo”. Demasiados conceptos abundan en esta entrada, todos ellos tal vez escritos, para confirmar que teorizamos más de lo que somos o nos da “el cuero” para ser. Esta disonancia nos permite ver que, si bien intentamos tener razón o seguir creyendo que la tenemos, seguimos clasificando la información que no nos permita comprobar que andamos falto de razón. Y para cerrar con otra sentencia habitual, a eso se refieren generalmente, como sesgo de confirmación…

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