miércoles, 8 de agosto de 2018

Vos tenes tan mala memoria


“Esperar que un hombre pueda retener todo lo que, alguna vez, ha leído, es como esperar que lleve en su cuerpo todo lo que, alguna vez, ha comido”.
Arthur Schopenhauer

Cada vez que me viene a la mente un recuerdo de mi infancia lectora, indudablemente surge en primer lugar, la colección amarilla de libros Robin Hood, de Editorial Acmé, de Buenos Aires. Tapa dura con sobrecubierta, ilustración dibujada a color en su portada, la silueta de Robin Hood en su contratapa, lomo redondeado y un color amarillento fuerte muy particular -al menos para mí, tal vez por la devoción de abordar cada uno de sus títulos-. Julio Verne, Emilio Salgari, Alejandro Dumas, Mark Twain, Jack London, Edmundo de Amicis, Charles Dickens, Robert L. Stevenson y otros autores elementales se almacenaban en los diversos títulos esenciales de la literatura juvenil. Mi primera biblioteca juvenil alternaba con pocos ejemplares que no fueran de esa colección. Mi pasión por los libros tal vez esté fundada en ese color limonado.


Si bien fue mi ingreso obligado a la aventura, solo guardo recuerdos de algunas portadas, la fortísima presencia de ese color emblemático, de la emoción de tomar una nueva edición obsequiada por mi madre, pero no conservo el recuerdo de la temática de muchas de esas historias elementales de la literatura universal. Puedo recordar que leía en la vieja casona de mis tías, en alguna playa de la costa argentina durante el período vacacional, en el primer piso que habite con mis padres o en la mesa de alguna cocina familiar, pero no recuerdo en absoluto el argumento o no puedo ofrecer un resumen concreto de la temática para recomendar su lectura a cualquier joven que se interese por Twain, por ejemplo.

Me acuerdo del objeto físico, pero no sobre lo leído. Y he leído tantísimo en estos cincuenta y un años. Tengo el presentimiento que en la lectura se cubren un sinfín de facetas, cobijadas por el sentimiento o la emoción, que perduran, pero el recuerdo de la temática se disipa en el tiempo, salvo excepciones. Tenemos la sensación aún expectante de que aquel autor juvenil leído hace ya tiempo es imprescindible y recomendable, pero hemos olvidado quizás lo esencial, lo que hemos leído. Existen diversos criterios a sostener, uno puede ser que no recordamos aquello que no forma parte de nuestra propia experiencia vivida. Puede ser cierto, pero hay que destacar que lo que recordamos de lo vivido en primera persona, no suele ser ciento por cierto preciso o exacto, ya que la memoria determinará casi una experiencia distinta, al menos al momento de volver a recrearla. Creemos que lo estamos recordando, cuando en realidad quizás nuestra evocación sea producto de un nuevo relato, el que nuestra mente puede precisar en ese momento. El paso del tiempo está plagado de olvidos y de rellenos.

Otra explicación plausible se detiene en la curva del olvido o en la naturaleza del olvido, concepto que se sostiene en la intensidad de un recuerdo. Herman Ebbinghaus, psicólogo y filósofo alemán, estudió un olvido de forma sistemática que se da junto al paso del tiempo. Sus estudios comprendieron, entre diversos experimentos fiables, en un test de las lagunas, basándose en la repetición de frases en las que se omitían voluntariamente algunas palabras -dejándolas en blanco- para medir la memoria de los niños a través de la repetición y como recuerdan para rellenar dichos espacios en blanco. La velocidad del olvido suele ser más intensa durante las veinticuatro horas posteriores al aprendizaje, de ahí que el repaso sea siempre considerado esencial para poder hacer frente a un conocimiento adquirido. Se debe intentar realizar con frecuencia la memoria de la recuperación, y es llamativo que todo aquello que se ha leído de un tirón o a la carrera, no permanecen en nuestra memoria.

Aquel libro que nos mantuvo atrapado en un sillón y que fue devorado en pocos días o en pocas horas, será difícil de recomendar luego por su temática o argumento, pero se podrá elogiar por la pasión o emoción vivida, en el acto de la lectura. Se podría denominar este sentimiento como la memoria del reconocimiento.  De ahí que un libro leído esté tantas veces vinculado a lo que éramos entonces. La sensibilidad le gana al pensamiento crítico, guardamos un grato recuerdo no de las palabras leídas, sino de las emociones que nos generó y que permanecen. Lo cognitivo y emocional derivados de nuestra subjetividad es lo que nos hace creer que sostenemos una nitidez permanente. Para poder recordar las ficciones -como así los sueños- tal vez haga falta que se trate de vivencias propias, ya que, al no ser los protagonistas de la historia, se diluye con el inmediato paso del tiempo. Lo que perdura es nuestra vivencia personal de aquella lectura, de ahí que guardemos el eterno recuerdo de cuando compramos el libro, donde, de las emociones que nos generó y convirtió aquella ficción en nuestra realidad.

Arthur Schopenhauer recomendaba leer el libro dos veces, y de manera inmediata. “La primera lectura requiere paciencia, una paciencia que se apoya en la idea de que la segunda vez muchas cosas, y tal vez todas, aparecerán bajo una nueva luz”. Lo que planteaba el filósofo alemán era un símil con la composición, en el sentido musical del término, más que una comunicación lingüística. De ahí aquel fenómeno que todos conocemos, de que la música se comprende o se gusta, recién a partir de la repetición o frecuencia, como un ejercicio aritmético inconsciente donde la música, como ninguna otra representación artística, pertenece al mundo de la representación. Y en la voluntad de la repetición se afianza nuestra representación. Schopenhauer dijo “cuando leemos, otros piensan por nosotros, repetimos simplemente su proceso mental”. En la segunda lectura, además de la memorización, se puede generar nuestra representatividad de la experiencia y convertirlo en una vivencia perdurable. El pensamiento ajeno da paso a nuestro pensamiento.

El mundo cambia, la memoria de recuperación parece no necesaria, por la presencia inmediata de internet. La posibilidad de acceder a la información con un click hace que las nuevas generaciones no necesiten recordar, la información está para cuando se necesite. Es una memoria externa que puede facilitar el camino, pero entorpece la ejercitación de la memoria. La memoria del reconocimiento ha suplantado a la memoria de la recuperación o del trabajo. No hay repaso, hay siempre un nuevo descubrimiento que se empieza a olvidar, ni bien cerramos la página consultada.  

La memoria no es fundamental, lo es el modelo mental que la lectura nos ha dejado. Las relecturas en el tiempo nos reafirman aquellos conceptos o sensaciones que han sido trascendentes. También se da el caso que una relectura en el tiempo nos aleja de aquella fascinación que suscitó la primera vez. Al abordar mi segunda lectura de “Cien años de soledad” a los treinta y cinco años -la primera se dio a los catorce- estuve muy cerca de justificar aquella frase de Jorge Luis Borges luego de leer por primera vez la novela, en mi adolescencia, que me sonó tan despectiva y altanera para graficar la novela esencial de Gabriel García Márquez: “A cien años de soledad le sobran cincuenta”. Fue una dolorosa confrontación, sé que en mi memoria emotiva esa novela siempre estará presente a la misma altura que las de Verne, Dickens, Dumas, Salgari o la colección Robin Hood -como un autor global para mi frenesí literario-, pero esta vez puedo precisar que por gente como el autor colombiano o por mis escritores de toda la vida, he logrado conjugar que la lectura y la experiencia moldearon mi forma de observar este mundo, cambiando de perspectiva sin contradecir mi esencia ni pasión lectora, aceptando la sana y necesaria evolución de rectificar mis sensaciones eternas…

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