miércoles, 20 de junio de 2018

Solo que el tiempo no los esperó


“El bienestar de las personas, en particular, ha sido siempre la coartada de los tiranos, y ofrece además la ventaja de dar a los sirvientes de la tiranía una buena conciencia”.
Albert Camus. 

La desigualdad continua su crecimiento disparando el desequilibrio y los niveles de pobreza. Por un lado, el constante desarrollo tecnológico nos plantea un enorme conflicto, ya que cada día se hacen menos necesarios todos aquellos trabajadores no calificados, lo que lleva a que se pierdan más empleos y los que lo conservan, lleven años con salarios estancados; los que se incorporan al mercado laboral lo hacen con nóminas cada vez más limitadas, en prestaciones y beneficios. A esto le añadimos los efectos de la globalización, que nos presenta un nuevo hecho inaudito: la eficiencia electrónica permite gestionar y supervisar a los trabajadores a distancia, por lo que los empleados en los países en desarrollo o subdesarrollo son dirigidos por directivos en los países desarrollados. Somos prescindibles y estamos perdiendo aquel concepto que prometía el “estado de bienestar” por la falta de cohesión social.


Existe una sensación concreta de que el concepto de estado de bienestar toca a su fin. Son tantas las interpretaciones de este pensamiento que temo equivocarme en este desarrollo. Pero para los ciudadanos de a pie, esos que no entendemos todas las definiciones que suenan más a macro que a micro, parecemos creer que el estado de bienestar responde a un eterno paternalismo en aras de la equidad del Estado, basado en una idea donde todos los individuos tienen derecho a consumir ciertas cantidades mínimas de determinados bienes. Y es un concepto tan cambiante y subjetivo que el propio estado paternalista, a través de sus voceros institucionales llegan a advertirnos, cuando la situación se complica, que hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades, como si hubiera sido una prerrogativa de abuso que toda la población fraguó.

En todo caso, el estado de bienestar no ha logrado nunca la solución definitiva de los problemas sociales. El sentido de la convivencia en un mundo superpoblado se prevé difícil de sostener: la solidaridad es una idea en discusión y el egoísmo de la interpretación lleva a dudar si el concepto ideado por Beatrice y Sidney Webb allá por 1895, hoy presenta el mismo significado: combinación entre democracia, bienestar social y capitalismo. La insolidaridad que se manifiesta en aumento ha generado un auge de un populismo que más que unir o no usar fronteras, nos recuerda a cada paso que queremos un mundo pequeño, donde cada uno estar a salvo de los problemas del otro. Este concepto que el problema me lo genera otro va, en definitiva, contra la concepción del concepto de estado de bienestar.

Tal vez no esté agotado o en crisis terminal, sino que está en crisis el modelo de sociedad sobre la que se fundó el concepto de estado de bienestar. La revolución de las pensiones se sustentaba sobre trabajadores que ingresaban al mercado laboral a los veinte años y cotizaban durante más de cuarenta años y tenían una esperanza de vida menor que la existe hoy (80 años promedio) lo que equivalía a cobrar poco tiempo la pensión. En algunos casos, la jubilación fue reemplazada por prejubilación que los trabajadores aceptaron encantados, topándose el sistema con una realidad impensada: un trabajador puede cotizar cerca de cuarenta años y cobrar la pensión otros cuarenta. Si lo sumamos a la poca tasa de nacimiento y, sobre todo, a que hoy son pocos los que pueden cotizar durante cuarenta años, lo que cambió es el modelo social. Y se lo trata de sostener con las mismas bases del siglo pasado.

Exigimos Estados fuertes con un mínimo aporte societario. Los problemas de inseguridad e injusticia deben ser resueltos desde el Estado, al que ahogamos con millones de subsidios solicitados y que buscamos las formas de hacerlos eternos. Tenemos pleno conocimiento de nuestros derechos, pero somos inconscientes a la hora de razonar como los Estados se pueden hacer cargo de forma mecánica cuando vamos tergiversando las leyes para saltear las defensas de las conquistas sociales por el mantenimiento de privilegios de sectores específicos, quienes suelen ser los primeros en argumentar el tópico de la injusticia de sostener con su esfuerzo la inoperancia de un sistema público ineficiente. Somos infantiles en un juego de policías contra ladrones, sin saber bien cuando somos policías o cuando robamos. Del Estado soy yo pasamos al Estado debe ser el otro.

Todos estamos enfadados, manifestamos constantemente nuestra indignación. Regresan las ideologías cerradas, volvemos a creer en las diferencias entre razas o pueblos. Sufrimos un estancamiento en todos los órdenes. La desigualdad corroe el sistema, pero solo lo manifestamos cuando la desigualdad nos perjudica. No se trata de analizar el concepto de bienestar desde una concepción económica, de políticas públicas, de libre mercado, burocracia, neo liberal, de Karl Marx, de proteccionismo o de una óptica keynesiana. Charles Dickens opinaba a través de “David Copperfield” que la diferencia entre la felicidad y la miseria residía en no gastar sistemáticamente más que lo que ingresa. La creación de su novela más emblemática marcó un quiebre en su desarrollo, abandonando su condición de joven. Tal vez el secreto nos lo de un autor de leyenda, donde su posición de observador que madura hizo que su objetividad se convirtiera para un lector en la objetividad más pura. Pero a todos nos encantan las diatribas, los discursos con mucha letra y poco contenido y creer que el bienestar es tan solo un derecho a adquirir…

Algunas personas mueren y otras solo desaparecen. En 1870 murió Dickens pero sigue estando aquí, solo que no lo vemos. Alguna frase más:
“La caridad comienza en mi casa y la justicia en la puerta siguiente”.
“Cada fracaso nos enseña algo que necesitamos aprender”.
“La verdadera grandeza consiste en hacer que todos se sientan grandes”.

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