martes, 26 de diciembre de 2017

Recíbelo como si fuera fiesta de guardar


“Probablemente somos las primeras sociedades de la historia que han hecho a la gente infeliz por no ser feliz”.
Pascal Bruckner

Es casi una obligación el ser feliz.  Tal vez, una necesidad. La moral de estos tiempos te obliga a ser feliz por sobre todas las cosas. La felicidad tiene sus feligreses que se incomodan si te ven sin festejar o consumir festejos. La están convirtiendo a la felicidad en un dogma, que de tan dogmático se asemeja más al maravilloso marketing que sostiene a las religiones a pesar de dudas, malas praxis, abusos, desconfianzas, esoterismos o fundamentalismos. No podemos no ser felices, y mucho menos en estas fechas, donde nos debemos felicitar unos a otros, saludar efusivamente con los que frecuentamos y con los que no hemos visto en los trescientos sesenta y cinco días precedentes. Las fiestas de fin de año son el motivo ideal…. para enmascarar la indiferencia o la aversión, en puro júbilo.


Puede haber una tentativa de golpe de estado en tu país los días previos, puede estar convulsa la situación política, pueden estar enfrentados de una manera enconada las sociedades, puede desbordarnos la violencia oral o física, pueden mentirnos descaradamente, pero todo se interrumpe milagrosamente con el advenimiento de una fiesta religiosa, que conmemora el nacimiento de un niño que en realidad, nació en otro momento y en otra ciudad, y si seguimos sospechando, bajo otras circunstancias que una concepción divina. Hay que dejar de lado nuestro día a día, para dar paso al buen samaritano. Festejos, comidas previas, llamados que no se han de repetir hasta el siguiente año, cadenas o postales de wasaps y muchas, muchas compras, porque la felicidad se demuestra con la ostentación del consumo.

La melancolía y el dolor se deben ocultar en esos días, todos debemos vivir en el final de la película “Love actually”, donde primen los abrazos, los reencuentros, los besos, los perdones, la llegada del amor, los amores renovados y la magia de creer que todo puede cambiar por el encantamiento de un día marcado en el calendario. No es nueva la Tregua navideña, hace unos años escribí una historia verídica que se generó en la primera guerra mundial entre soldados británicos y alemanes, allá por 1914. Les recomiendo que lean aquella entrada, porque aquel escrito de 2014 guarde más relación con un clima o milagro navideño, con lo que hoy escribo con un halo de escepticismo. No me domina ni la nostalgia ni la melancolía, tampoco le quiero arruinar la fiesta a nadie. Tal vez lo que las sociedades “fabricamos” los meses previos no me den ganas de festejar, no me animo a decir la palabra hipocresía.

Feliz es sinónimo de alegre, pero prefiero relacionarlo con otras palabras, tal satisfecho, bienaventurado, próspero o contento, que me dan idea de naturalidad, de tomar las cosas con más calma. Pero el dogma de la felicidad actual te obliga a estar eufórico, comprar sin límites y sin saldo, acaparar cosas que no hemos de usar ya en Reyes, comer y beber sin medida, sonreír en todas las fotos y mostrarte espléndido y radiante. Pero para algunos, la cercanía de la navidad puede remitirnos a vivencias afectivas, recuerdos del pasado, remembranza de la juventud y niñez, evocación de los seres que ya no están y extrañas o sentimientos afines. Y eso también es festejar, aunque muchos crean que la seriedad es síntoma de problema, de que hay un aguafiestas en la mesa. Quizás ambas maneras de manifestarse tengan un hilo en común: la necesidad de una liberación ante las dificultades actuales.

Seguramente estas fechas son ideales para intentar reconducir la humanidad. De ahí esa sensación de darnos otra oportunidad que yo quizás, he confundido con hipocresía. Será verdad que son momentos para plantearnos nuevos objetivos, cambios de ritmo o de vida. La intención es lo que cuenta y prima, por eso en estas fechas queramos nuestra propia tregua, aun cuando mañana volvamos a la ofensa, indiferencia, a las piedras o a los tiros. Tal vez yo estoy confundiendo las buenas intenciones que me obsequia aquel que nunca mostró ninguna intención hacia mí, con una patología social, que la instantaneidad de las redes sociales magnifica con sus rebotes o viralidad, y hacen creer que, como dicen la letra de Charly García, todo el tiempo vivimos en éxtasis.

La navidad es una leyenda que aspiraba a que el Mesías fuera la continuación de la estirpe de David que había nacido en Belén. Abundan las hipótesis del porque celebrar en estas fechas, no es cuestión de que ningún lector se me ofenda, quizás no importa si Jesús de Nazaret nació en Belén, Nazaret, si se llamó o no Jesús, si fue obra del Espíritu Santo, si Herodes murió varios años antes de que lo mandara matar o si existió finalmente aquel hijo del carpintero. Quizás lo esencial del origen de la conmemoración fue, como no sucede hoy día, intentar celebrar la vida, apostar por la paz, aceptar al diferente y perdonar al que nos ha ofendido. Será por eso que en estas fechas cabemos todos, debemos intentar alcanzar el contrato social al que aspiraba Jean Jaques Rousseau, para armonizar la convivencia humana y regeneración moral.

La felicidad no es garantía de alcanzar ningún objetivo, por eso tantas veces nos sentimos desgraciados. Al ocultar o maquillar el dolor, el marketing de la felicidad encontró el antídoto en el consumismo y festejo desmedido. El dogma se transmite por Instagram, Facebook o wasap. Pascal Bruckner, filósofo francés contemporáneo, nos recuerda: “El error de occidente durante la segunda mitad del siglo XX ha sido dar a los hombres la insensata esperanza de que no tardarían en desaparecer todas las calamidades”. No debemos abrazar ni la felicidad ni el sufrimiento, la aspiración debe seguir siendo alcanzar la libertad del término medio. De ahí que el autor de “La euforia perpetua” insinúe que es mejor culpar de todos los males a las instituciones que llamarnos a silencio y vivir las navidades todos los días del año, con un sentimiento parecido al recogimiento, antes que, al esperpento de hacer propaganda de una felicidad inexistente, en una comida de empresa y sentado cerca de tu jefe, al que ves por única vez en el año…

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