lunes, 27 de noviembre de 2017

Hace tiempo que estoy sentado sobre esa piedra

“El tiempo es el número del movimiento según el antes y el después”.
Aristóteles

 ¿En qué parte del tiempo nos encontramos? ¿En el que fuimos?, ¿en el que somos?, o ¿en el que tan en breve deberemos estar? Lo más lógico es transitar el ahora, que podríamos definirlo como el límite entre un pasado y el futuro. Pero surge un dilema casi científico, el ahora no existe, no tiene entidad, no lo respalda el tiempo porque el ahora no tiene duración. ¿En qué parte del tiempo nos encontramos? Quizás la respuesta más sorprendente sea que es el tiempo el que nos vive.


Pero recurrimos en el ahora cuando nos piden que hagamos algo. “Ahorita mismo” es una frase que perdura en el tiempo y en algunas culturas, pero lo contundente en este caso es que él ahora nos parece hacer más corto el tiempo. Si estamos en algo ahora, eso significa que en una cuestión mínima de segundos ya estemos hablando de alguna acción ya pasada, sucedida. Esa percepción del ahora se nos convierte en una patología, porque el ahora no puede tener duración. La forma moderna de creación de necesidades necesita imperiosamente darle entidad al ahora, porque si no percibimos el tiempo de un cambio, se desmorona el negocio boyante de la sociedad insatisfecha.

Por eso tenemos tanta presencia del ahora, como nunca. Aristóteles defendió el ahora afirmando que si no hubiese un ahora no habría tiempo. Queremos y necesitamos más cosas, y las necesitamos ahora. Creamos esas necesidades, el pasado o el presente son estados temporales peligrosos, solo en el ahora podemos realimentar la permanente frustración o insatisfacción que nos acompañará en el futuro. Hemos vendido e incorporado el concepto de que la insatisfacción es una necesidad, de allí que se dinamice a través de que una sociedad moderna debe reproducirse eternamente, para que no peligre una situación social, una riqueza o aspiración material, las relaciones personales o de influencia, los acuerdos con las instituciones, las firmas de los proyectos que se gestarán en el futuro pero que se necesitan rubricar ahora. Y tal vez, si las sociedades dejaran de sentirse insatisfechas, tal vez pudiéramos acelerar la descomposición o decadencia de nuestras ciudadanías.

Casi nada de lo que definimos como importante, me lo parece. Pero una enorme mayoría parece contradecirme al definir a estas sociedades como las que solo están pensando en su propio y permanente bienestar. Estamos en la era de los discursos inclusivos, en la cosmovisión, en la lucha por el equilibrio de la distribución, pero prima siempre su bienestar. Y no solo eso, se niegan a acompañar mi malestar, a atenuar mi necesidad. No comprenden como al tener la capacidad de pensar, sentir o ser, no te permita la competencia de tener, exhibir o acumular. Lo queremos ahora, lo necesitamos ahora, no podemos definir como medida de tiempo el concepto ahora, entre otras cosas porque lo que queremos ahora, tras un intervalo de aburrimiento o insatisfacción, queramos o necesitemos de otra cosa, otra vez ahora, pasado apenas el tiempo urgente anterior.

Nuestro problema con él ahora es difícil, pero se supone más manejable que en el caso de los niños. Los pequeños cuentan con la perdición de que los padres de hoy son demasiado permisivos y sus hijos son fácilmente divisibles por las numerosas quejas que emiten al desear, al querer, al necesitar. Los pequeños lo llevan peor, porque no logran entender el acceso de furia que les invade al conseguir un objeto supuestamente deseado, al tiempo de generar esa parte negativa de plantear caprichosamente un nuevo objetivo de algo que tampoco necesitan. Montessori afirmaba que los niños cuentan con una mente absorbente, que trabaja con denuedo para observar y experimentar el entorno, de ahí que hayan incorporado con inmediatez la cultura de la sociedad donde crecen.

La prisa ya es oficialmente un estilo de vida y abunda la raza instalada en la prontanecesidad, germen que te obliga a la inmediatez del ahora por el temor de que no exista el mañana. Es necesario estar ocupado, vivir ocupado, sentirse apurado, porque nos suele pasar que, si no nos quejamos de falta de tiempo, de que el ahora nos persiga, de no parar, perdemos prestigio. Y no es cuestión de perder en nada en estas sociedades. Ellos lo llaman prisa, ellos lo definen como el ahora permanente, pero algunos creen que dejan pasar la vida abrazados en ese estilo de sensación de pérdida de tiempo. Es tan impactante esa histeria colectiva, que estar un rato inmovilizados les puede generar ansiedad, malestar y una evidente sensación de pérdida de tiempo. Decir que se hacen ciento de cosas a veces es exagerar parte de esos cientos. Y de ultima, hacer muchas cosas en tan poco tiempo nos lleva a preguntar si estarán bien hechas, si las bases estarán sólidas, si el futuro -y cuando hablamos de futuro hablamos de nuevas generaciones-  la prioridad será la tranquilidad o si le legaran esa histeria de llegar por la noche a casa con la contagiosa necesidad de repetir esa frase que a los que llegamos a mucho sin corridas ni espantadas, nos hace daño escuchar: “Estoy agotado”.


Quizás el concepto del tiempo se explique porque en nuestro propio organismo exista un ritmo que regulara su paso. Dependiendo la edad, un momento pasa más raudo que otro. Coincidiendo con la gravedad o ansiedad de lo que se debe afrontar, el tiempo no alcance o no pase más, subestimando el movimiento de las horas. Los momentos que recordamos como más largos, son aquellos que han sido caóticos en nuestra existencia.  La espera puede ser eterna, mucho más en estos tiempos donde nos hemos abrazado a la inmediatez del ahora, a la necesidad de correr aun cuando no vamos a ningún lado. El tiempo es el que nos vive, y en ese proceso, persiste la sensación que el tiempo continuamente se está ensañando en mal vivirnos…

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