“No es que sea pesimista,
es que el mundo es pésimo”.
José Saramago
Vivimos aferrados a la catarsis y la
esperanza, ansiosos por confirmar que siempre hay un mañana y que puede ser
mejor. Sobre las huellas de un pasado, pisamos dubitativos en el barro del
presente, anhelando un futuro distinto. Pasan los siglos, pero no terminamos de
consolidar el futuro pregonado o soñado. Se avanza, se mejoran muchas cosas,
pero los defectos del mundo que tanto nos duelen, no se reparan. Repasando la
historia de la humanidad, vivimos a dos frentes: la ilusión de algunas gestas y
poco tiempo después, la decepción y fracaso de las grandes teorías reivindicadoras.
Tantas veces nos hemos equivocados al confiar. Eso no es malo, lo malo es lo estúpido
que solemos ser al no poder reconocer lo errado que estábamos.
No se puede legislar la felicidad por
decreto o por instrumentar secretarías. Pero lo siguen intentando. No podemos
habitar en el paraíso porque la sensación nos invita a corroborar que este, no
está al alcance del ser humano. La vida en este planeta es la que es, se pelea
desde la existencia misma de prolongar los grandes momentos históricos para
extirpar los padecimientos sociales. La perspectiva de triunfo no suele ser
elevada, por eso recurrimos a las utopías, para compensar la disconformidad de
habitar en nuestras sociedades. Esa idealización tantas veces se convierte en
pesadilla. Perseguimos utopías, pero nos topamos con su antónimo, la distopía.
Distopía significa el “mal lugar”, que
contraría el “no lugar” que dio inicio a una utopía. Hoy solemos calificar
peyorativamente a un soñador como utópico, y no es correcto. Debemos soñar todo
el tiempo, debemos dar pasos para intentar el cambio ya que la utopía forma
parte del seguir viviendo. Debemos frenar ante el paso equivocado, y no solemos
hacerlo. Nos desbarrancamos, de ahí supongo que viene la concepción negativa de
la palabra utopía. Pasamos de la fábula del paraíso al infierno. Y a finales
del siglo XX comenzamos a desarrollar las distopías, principalmente agotados por
lo áspero e inquietante que resulta el presente. Una buena distopía consiste en
concretar los miedos y el asombro de previsiones catastróficas basadas en lo
que se vive en tiempo real, producto de la imperfección del hombre. Y las
distopías se cumplen, a la larga.
La ansiedad del presente
pueda ser la generadora del temor al futuro. “La humanidad es muy
adaptable decía mi madre. Es sorprendente la cantidad de cosas a las que llega
a acostumbrarse la gente si existe alguna clase de compensación”, dice la voz
de la criada Offred, protagonista no deseada de “El cuento de la criada”,
novela fundamental de Margaret Atwood, escrita en los años ochenta (1985) y que
hoy parece de actualidad escalofriante. Atwood se animó a escribir una
distopía, con el objeto tal vez de direccionar a la civilización a no seguir
encasillando utopías detrás de dictadores, tiranos o autocráticos. El director
de cine documental, Frederick Wiseman, generó las bases del cine directo
equiparando su trabajo al de un novelista, con la consigna de escribir la
realidad: “La realidad se crea al contarla”, es una frase que nos obliga a
pensar si las cosas pasan porque deben pasar o porque el hombre copia lo que va
viendo o leyendo. En el caso de las distopías famosas de nuestra literatura, la
frase de Wiseman nos puede llevar al horror de considerar que de la imaginación
de grandes escritores surgen los nefastos movimientos de los alocados futuros.
Michell Houllebecq, Margaret
Atwood (quién repitió escritura de distopías tras El cuento de la criada),
Ismail Kadaré o Cormac McCarthy, siguen los pasos de George Orwell, Aldus
Huxley, Jonathan Swift, John Stuart Mill, H.G. Wells o Ray Bradbury en la
literatura distópica del siglo XXI. No es ciencia ficción, es solo literatura o
pensamiento de grandes escritores que asoman en el futuro las consecuencias de
vivir el pesimismo de un presente dominado por la imperfección del hombre, por
su pasividad manifiesta en varios frentes, uno de ellos generado por la
indiferencia ante el voto. Lo que llamamos democrático porque proviene del
voto, no tiene por qué ser siempre democrático. No es distópico precisar que
una dictadura no viene siempre de la mano revolucionaria o del golpe de estado,
hay más de un caso que demuestra que surge del sufragio.
La pasividad a veces es una forma
de resistencia. “Eso no puede suceder nunca aquí” es una frase que opone a la
resistencia, ya que eso no es pasividad sino decidía. La especulación negativa de “El sueño de la
criada” es una prospección de los hechos del presente. Offred pierde su nombre,
pasa a ser “la de Fred” o propiedad de Fred, el comandante con el que tiene “el
deber” de procrear un hijo para repoblar un mundo detenido por la infertilidad
y el fanatismo religioso. El nombre propio otorga libertad interior, por eso Offred
piensa desenterrar su verdadero nombre algún día, por eso se revela en la
oscuridad recordando que ella es June, y volverá a ser June, como manera de
resistencia pasiva, de espera por la normalidad hasta ayer habitual. Por eso la
distopía planteada por Margaret Atwood no se basa en el recuerdo de un pasado o
presente traumático, sino un futuro cercano. Los derechos que se pierden, tantas
veces nacen con esa frase: “Eso no puede suceder nunca aquí”.
La
sumisión suele ser un estado natural porque el hombre hasta que consigue un
cimbronazo, es adicto a la rutina. La era Trump devolvió esta novela a la
actualidad. Atwood la escribió con la conciencia tal vez puesta en las
costumbres pérdidas durante la Segunda Guerra Mundial o por el avance nada
silencioso del fanatismo religioso en Irak a finales de la década de los
setenta. La llegada de un misógino a la casa blanca disparó finalmente las
alarmas de que una distopía puede ser realidad. Una distopía no tiene
ideología, la derecha de Trump está sentada a la izquierda de Maduro. La novela
no fue una predicción porque acaso nadie pueda predecir el futuro. Atwood
escribió sobre lo que otros no veían en aquel presente, el de los ochenta.
Atwood le dio letra a una pasividad nociva que no ofrecía resistencia. Y la
sociedad reaccionó al entramado de la pluma de la escritora canadiense, cuando casi
un cuarto del siglo XXI viene desgastando la capacidad de asombro.
Los miedos que perseguían al pasado se
van materializando en nuestro presente, oscureciendo el futuro de todos. Las
distopías planteadas en el siglo XX se confirman en nuestro tiempo. En cuanto a
la novela de Margaret Atwood, son muchos los que se sienten
identificados con la consumación de su distopía. En un tiempo que la ciencia ficción
del pasado se centró en el avance de la tecnología, la robótica y el desarrollo
armamentístico, Atwood nos atrapa con una distopía basada en el fanatismo
religioso, la fe perdida, el totalitarismo, las evoluciones peligrosas y el
feminismo acosado en las sucesivas perdidas de derechos. El final abierto de la
narración permite disimular el miedo que le tenemos a la radicalidad del
futuro, con la posibilidad de una rebelión que de esperanzas. En todo caso,
esta entrada solo menciona la importancia de la palabra distopía más que un
análisis de una novela -ganadora del Premio Arthur C. Clarke- que describe, a
criterio de la autora, ficción especulativa como una realidad paralela. El
mensaje que alerta es a estar atentos, a no bajar la guardia, reemplazando el
vago contenido de “Eso no puede suceder
nunca aquí” por “se puede ir a peor casi sin darnos cuenta”…
No hay comentarios:
Publicar un comentario