domingo, 6 de marzo de 2016

Cuando el cuerpo no espera lo que llaman amor...

"Las musas son mujeres"
Simone de Beauvoir

Solemos cometer el error de analizar o entender culturas anteriores a la nuestra, siguiendo los parámetros de las sociedades modernas. Es una confusión que tiene nombre, lo definió la antropología y la denominó etnocentrismo. Se trata de un error quizás ingenuo, pero que inconsciente o intencionalmente, distintos estamentos de la sociedad cometen habitualmente. Sin tener en cuenta la neutralidad de la observación, es factible que los habitantes de siglos anteriores nos parezcan retrógrados. Lo bueno es que no estaremos vivos para enterarnos de cómo nos han de evaluar o valorar en el siglo XXII.


Por otro lado, el arte perdona todo lo humano. Para muchos, lo artístico es el refugio del alma, y es lo que debe privilegiarse. Pero, siempre hay un pero, muchos (y no son los artistas) utilizan el arte para estereotipar una ciudad o país, para citar y tentar al turista masivo, para generar riquezas. Un ejemplo podría ser que al caminar con placer por las calles de Montmartre, intentamos revivir la esencia del París de los finales de los 1800 y primeros años del siglo XX. Cuando en realidad, la parte alta de Montmartre (aislada geográficamente de otros barrios de París), se había convertido en un antro del hampa de los sexos, parejas de vividores y delincuentes. Hasta allí se dirigieron los mejores pintores (de hecho la place du Tertre es inmortalizada como la plaza de los artistas y pintores) para eternizar la pose tan familiar del impostor, logrando la trascendencia eterna que aún hoy denominamos bohemia o espíritu libre.

Henri de Toulouse-Lautrec fue uno de los pintores pioneros de la Butte, al sentar sus reales allá por 1881, con apenas diecisiete años. El pintor, nacido en Albi, atravesó penosamente años de reposo, a consecuencia de una enfermedad congénita denominada Picnodisostosis, que motivó articulaciones débiles, reuma, problemas respiratorios, sangrados, migrañas y más miserias físicas, como una desproporcionada dimensión que alcanzan labios y nariz, otorgándole un aspecto repulsivo, sumado a piernas cortas y brazos recogidos. Su físico pasado los trece años apenas supera el metro cincuenta, y en su etapa adulta solo logra superar en altura otros dos centímetros. A causa de la enfermedad, su desarrollo físico y sexual fue muy lento. En ese contexto se instala en Montmartre, alternando la repulsa o atracción.

Tanto reposo lo derivó hacia un interés definido por la pintura, el dibujo y el arte. Sumado a un agudo sentido de la observación, encontró alivio a sus dolencias en pintar las cosas como son, sin la lujuria de esos tiempos, sin la impostura del farsante en pose, sin idealizar, sin arrogancia por su condición de burgués, sin desviaciones. Toulouse-Lautrec se siente irresistiblemente atraído por la independencia de los valores tradicionales que reina en Montmartre. Cafés, salones de bailes, burdeles y cabarets le convierten en un artista de una parte de la ciudad que despierta a la especulación inmobiliaria, todo el mundo anhelaba asistir al espectáculo de la bohemia, especialmente el café-concert. París y el mundo se adhirieron a la Belle époque y fue definida como una etapa esplendorosa.

Frente al etnocentrismo se encuentra al relativismo cultural como forma de combatirlo. Podríamos presumir que con el relativismo cultural podemos ponernos en el lugar del otro para entender su cultura. Tratar de comprender su lógica interna al estudiar los patrones culturales de la sociedad que estamos analizando. Esto permite suponer que todas las culturas tendrían igual valor y ninguna sería considerada superior a otras pues todos los valores son considerados relativos. La Belle époque alterna conceptos como el de una realidad que imponía nuevos valores a las sociedades europeas por un lado -como el de ser la sociedad del placer -, con un atmósfera de decadencia de un pueblo exhibicionista y truculento, y para otros los prolegómenos entre una lucha por las presiones de la sociedad industrial -que asfixiaba de inconformismo - con una decadencia moral que ya era difícil de ocultar. Entendiendo los avatares de la época, podemos deducir que se estaban gestando cambios intensos que en los comienzos del siglo XX se traducirían en los momentos históricos más trascedentes desde el origen del capitalismo y finalizaría con la Primera Guerra Mundial. Pero todos, en nuestros subconscientes, rememoramos esa bella época con una visión nostálgica que embellece un pasado que para muchos ya estaba en descomposición y del que parecemos no recuperados aún.

Y Toulouse-Lautrec fue considerado el mejor cronista y pintor de ese Paris bohemio de finales del siglo XIX. Logró sacar el arte a las calles, abandonando al público burgués, e inmortalizó aquel tiempo que podríamos decir, sin temor a equivocarnos en demasía, dividió al mundo en dos vidas. Se refugió en la noche parisina para retratar el can-can en directo, recoger entresiluetas de bailarinas, promocionar los centros de diversión nocturna y para reflejar la cara no visible de ese frenesí sexual. Y las mujeres fueron esencial para el desarrollo de su trabajo. Madre, abuelas, familiares o personal de servicio, fueron retratadas con precisión; pero es con modelos o prostitutas donde alcanza su máxima expresión. Desde 1888 a 1891 podemos precisar que se aficionó a las pelirrojas, con una palabra que se asemejaría a obsesión, con el resultado que se enamoró o prendó de casi todas ellas. Una manera de poseerlas eternamente era pintándolas. Y alternaba en sus retratos la tendencia a considerar a las mujeres tanto como objetos de respeto -y admiración- como de explotación. Sus desgracias físicas no fueron impedimento para ensalzar la belleza y la reflejó al natural. Ningún artista comprendió como él que el maquillaje, vestuario y gestos conformaban el arsenal conque una mujer hacia frente al mundo; ningún artista reflejó como él, la naturaleza de la mujer una vez que se apartaba de ese arsenal para llevar una vida natural.

No buscaba la belleza, aunque se enamoraba perdidamente de los cuerpos femeninos. Reflejaba la melancolía o el más conmovedor de los signos vitales: la naturalidad humana. Nunca despreció el estilo de vida de las mujeres que pintó. No las interpreta solamente como incitantes, sino que abordaba sus trabajos con sensibilidad, con el detenimiento de reflejar los sentimientos de aquellas mujeres que debían estimular los placeres sexuales de la noche bohemia. Fue su manera de confrontar esos dos mundos, lo "sucio" fuera, lo "puro" dentro. Y de enfrentarse con la clase burguesa -de la que descendía-, que difamaba la prostitución al tiempo que la toleraba si el burgués la ejercía con disimulo y discreción.


Toulouse-Lautrec narró las verdades del burdel de la manera más humana que alguien pueda hacerlo, captando con respeto sus sentimientos más íntimos y sus tragedias. En 1892 firmó una serie de cuatro composiciones en las que capturó el momento de intimidad entre dos mujeres, una vez acallada las luces de ese Montmartre nocturno. "En la cama" o "El beso" destacan por sobre el resto. Y la decisión de escribir sobre Toulouse-Lautrec o el error de aplicar el etnocentrismo a la hora de valorar o recordar otros tiempos, me vino a la cabeza al devorar un trabajo de Javier Bilbao, para Jot Down la pasada semana. ¿Qué pintura retrata mejor el amor? fue la nota que me llamó la atención. Más esmero y cuidado tuve al comprobar que la foto de "En la cama" me atrapó de tal manera, que no me extrañó llegar al final de la nota y observar los votos de la encuesta sobre los cuadros presentados. Detrás de "El beso" de Gustavo Klint, con un 30%, le sigue "En la cama", con un 21%. "En la cama" fue considerado por el propio autor como "el epítome del placer sensual", la transmisión de una calma tierna y casta, lo que motivó la escandalizada resonancia de algunos críticos de la época al tratarse de cuadros de contenidos lésbicos.


Lo cierto es que "En la cama" es una de las imágenes más convincentes que puedan existir sobre cualquier pareja en la intimidad del lecho, y donde Toulouse-Lautrec refleja una fuerza interior e íntima tan brutal que no se puede terminar de describir. La misma que reflejó en cada uno de sus afiches que aún circulan por las calles de la Place du Tertre, adelantándose al tiempo y fijando las bases sobre las que sostendría la publicidad cincuenta años después, y la demanda turística del París de hoy. Y las bases que me permiten suponer que es imposible analizar otros tiempos con mis perspectivas o convicciones de hoy. Para hacerlo es necesario bucear todas las aristas sociales y aún así, no lograríamos terminar de fundamentar el porqué de tantos estereotipos que confunden, escandalizan o clasifican la vida entre aceptable o prohibido en vez de la sencillez de definir entre natural o impostado, que hace que todo tiempo presente se siga pareciendo a los anteriores. 

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