domingo, 28 de febrero de 2016

Abracé la cruz al amanecer, y rezo

Fe es la fuerza de la vida.
Liev Nikolayevich Tolstoi

¿Por qué definimos la fe como la creencia religiosa en Dios? Vaya a saber el momento de distracción del ser humano en que las religiones se adueñaron del motor de la palabra. Con que facilidad se instaló el concepto que la renovación de la fe se tramita en templos o conventos, en la oración o en la liturgia. El mismo interrogante se genera con la concepción de la palabra ateo. En varios lugares del mundo, el ateísmo es aún hoy una mala palabra o palabra prohibida. Ante la duda al valorar la intensidad de nuestras creencias, varios optan por suavizar sus expectativas utilizando la palabra agnóstico.


Muchos consideran que el ateísmo por definición es una postura antivalórica. El Papa Francisco, recientemente ha sostenido que la salvación no depende de creer en el Dios de los católicos, sino en tener una "conciencia limpia", por lo que es de suponer que esta definición debería alcanzar tanto a los creyentes como a los no creyentes, terminando con los niveles de intolerancia que estas clasificaciones siempre han estereotipado. El viejo concepto de que los seres humanos deben conducir sus vidas emparentados con la religión parece estar dando buenos coletazos. Pero sigue siendo un tema álgido, aquí tienen una pluma criada en el catolicismo que ha dilatado por mucho tiempo escribir sobre esta sensación arcaica.

También han instalado el convencimiento de que solamente en la religión se encuentran los valores, y asumirlos o discernir entre lo que está bien o está mal, son propiedad de la cultura religiosa. Sin darnos cuenta todos adoptamos esa moral cristiana a la hora de conectar entre lo que sentimos y lo que en verdad nos pasa. ¿En qué termina la dualidad? En que mentimos, decimos lo que se debe decir, y a escondidas intentamos avanzar con lo que nos pasa, con lo que en realidad queremos experimentar. Actitudes amparadas por una educación religiosa que nos permitirá con el beneficio de la confesión compulsiva, continuar eternamente con la dualidad.

Seguimos embebidos en la transmisión de valores. ¿Pero qué valores? Esas frases hechas de dudoso cumplimiento, que no guardan relación con la subjetividad ni la realidad que nos toca transitar. Y si reflejamos que no creemos en nada, somos escépticos para el grueso de la parroquia. Las cosas existen y las cosas pasan más allá de mis creencias. Hace bastante tiempo adopté una sensación y la menciono sin complejos ni culpas: yo no espero nada de la gente. Cuando dan algo (generosidad, contenido o valentía), me alegro y en el mismo acto me ilusiono con la especie. Pero de esperar esa buena gesta continúa que las religiones obligan, me llevaría a descreer de nuestra naturaleza casi al mismo instante de conocerla. He desconectado con la obligación de la reverencia, aunque la respete en los demás.

Hoy día, los practicantes representan - en el mejor de los casos - un tercio de la población. Existe un sector de los que no practican, que critican y enfrentan con dureza las practicas no renovadas de las viejas instituciones religiosas, denunciándolas; y existe un enorme porcentaje de seres que caminan o vagan por la vida sin la necesidad de enfrentarse con esos íconos y con la naturalidad de aceptar la existencia de algo ajeno a sus vidas, como cualquier otra opción o precepto que trascienda a la existencia. 

Miguel de Unamuno denunció en su día que los estados se apropian de las religiones y que las religiones se apropian de los estados. Para el filosofo bilbaíno la fe era un sentimiento personal e intransferible, y aunque compartida por muchos, no es dominio de ninguno, ni representativa de una nación. En el final de su vida, reflexionó muchísimo sobre lo humano y lo divino, sobre la vida y sobre la muerte, sobre estar y no estar, sobre la creencia y la increencia. Esa lucha final del escritor vasco no se ha cerrado, la agonía de la dualidad sigue estando dentro de muchos. Pasa la vida, y el interrogante persiste.

Quizás la fe radique en nuestra propia confianza que nos permita superar las partes más oscuras de nosotros mismos. La fe consista en aparcar nuestros propios miedos, y suponer que mantendremos nuestra propia fe si también perdemos el miedo a los preceptos culposos que nos han inculcado las instituciones religiosas. Esa fe permitiría romper con el pasado, olvidar las obsesiones que nos generan nuestras debilidades y los castigos que las creencias imponen, simplemente por ser eternamente débiles. La fe que mueve montañas no estará en parábolas o escrituras, será el motor que nos permita ejecutar las acciones diarias de nuestro desarrollo en esta existencia.

Algunos transitan por la Tierra con el precepto "hay un mundo en el que hay que ver para creer", pero hay otros que prefieren "hay un mundo en el que hay que creer para ver". ¿Quién guarda razón? Quizás ninguno. Hay gente que puede controlar su destino. Otros no pueden. Necesitan aferrarse a lo externo. Algunos sostienen que tenemos un alma inmortal, otros no, porque no se localiza en radiografías o escáner. Creo que en el alma, en esa palabra que es un impulso, una impronta, un motor. Pero descreo en el concepto alma eterno, hace rato que deje de sospechar que el día del juicio no ha de llegar, no hay centro de convención capaz de organizarlo.

A veces ironizo sobre la tolerancia del religioso, no suelo encontrar la segunda mejilla del caritativo practicante. En un país tan radicalizado como el mío, presenciamos un fenómeno curioso: la Iglesia católica tiene un pastor argentino, en el mismo momento en que sus ciudadanos se despedazan por antinomias. Eso sí, los une el afán por acercarse a Piazza San Pedro para recibir la bendición y tener la selfie del buen practicante, e intentar hacer suyo al líder, a quien un día reivindican y otro destierran, dependiendo de sus dichos, silencios o guiños. Es un mundo donde la mayoría puede pregonar su creencia en un Dios, en la calle te pueden parar, te pueden tocar el timbre de tu casa para loarte las bondades de su existencia. Pero este planeta aún no digiere que te detengan para predicar el ateísmo. A pesar de las vendas que continuamente caen, seguimos aferrados a ese tipo de ceguera.

La filosofía y la ciencia no debe alejarte de la creencia. Es verdad que la mayoría de filósofos y científicos son ateos, pero en estas áreas también abunda la intolerancia -quizás el mayor dogma de la especie-, ya que si un filósofo cree en un Dios, lo debe confesar en secreto y en secreta minoría para no ser ridiculizado. Es blasfemo defender el big-bang y la creación de la existencia en estructurados siete días al mismo tiempo.

Para la tranquilidad de los religiosos, no son los únicos que pregonan ese desagradable estilo. La política y el fútbol adoptan la misma génesis. Y el problema va a peor. Como recopilé más arriba, existe un 30% de la población mundial que ignoran las religiones, se definen como ateos o agnósticos. Hay un porcentaje igual de considerable, que se aferran a otros fanatismos o creencias. Nadie es tan libre como considera. No se puede seguir con la tesitura de poner los ojos en blanco, entrar en trance  y mirar al cielo. El fanatismo no permite ver a aquel practicante que ayuda a curar al enfermo, a alimentar al hambriento, dar de bebe al sediento, a abrigar al desamparado. El mundo está lleno de gente con esas actitudes, algunos caminan de la mano de una religión, otros optan por hacerlo por su propia creencia, por ese motor que llamamos solidaridad o fe y por esas obras que nos acreditan, sin obligación de hacer el bien en nombre de un Dios.


Llegará el día donde para hablar de fe, de moral, de ejemplo, no haya que vestirse con túnicas ni hablar desde un púlpito. Quizás dejemos de morir a causa de los fanatismos y diferencias religiosas. Tal vez accedamos a la vida eterna a través de nuestras acciones o legados. Y posiblemente podamos circular libremente sin palidecer por ser agnóstico, ateo, practicante o religioso. Y poder negar la existencia de algún Dios, como ahora logramos hacer tan libremente con Zeus, Apolo, Júpiter o Thor, algo que nuestros antepasados temían verdaderamente. Ya no se nos mueve el piso al desafiar la existencia de dioses a quien creer o renegar...

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